Otra historia del arte: No pasa nada si no te gustan Las Meninas (Ediciones B), del historiador del arte, comisario de exposiciones y divulgador cultural Miguel Ángel Cajigal Vera (El Barroquista), es un ensayo que da a conocer las grandes obras maestras de la historia desde otro punto de vista.
Zenda publica su prólogo.
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PRÓLOGO
¿Sirve para algo la historia del arte?
La historia del arte es una materia extraña. Incomprendida, incluso. Quizás se deba a su juventud, ya que, tal como la conocemos, su trayectoria es más corta de lo que parece. No hace tanto que dejó atrás su adolescencia, cuando se iba de fiesta de manera un poco irresponsable y cometía pecados de juventud, de esos que te acompañan el resto de tu vida, aunque hayas pasado página.
«Entonces ¿tú a qué te dedicas?», suelen preguntar, con desconfianza, las personas ajenas a nuestra materia cuando se enteran de que somos historiadores o historiadoras del arte. A esta duda le acompaña con frecuencia una mirada recelosa, como la que dirigimos a un insecto que nunca hemos visto antes (y que no sabemos si picará o no). Parece que cuando te presentan a alguien de historia del arte se plantea un dilema zoológico: ¿tábano o mariquita?
Ciertamente, este tipo de incomprensión no resulta ajena, en general, a las humanidades. Pero una arqueóloga o un filólogo proyectan en la sociedad una cierta idea de lo que hacen. A menudo se trata de un cliché completamente equivocado, pues la arqueología no tiene nada que ver con aventuras acrobáticas a medio camino entre Lara Croft e Indiana Jones, ni la filología suele aportar la clave para resolver misterios y crímenes rocambolescos. Sin embargo, esos artificios de ficción proporcionan un punto de partida desde el cual se desciende con cierta facilidad a la vida real de una disciplina humanística.
Pero la gente de la historia del arte ¿qué hace exactamente?
En mi experiencia personal, la construcción mental que de nuestra profesión se forman la mayoría de las personas ajenas a ella suele ir en dos direcciones. Una, principal y amplia, descansa en la consolidada creencia de que nos pagan por mirar cuadros. Así me lo preguntaron, literalmente, en más de una ocasión. Lo cierto es que algunos oficios de la historia del arte, muy concretos y minoritarios, se podrían resumir muy burdamente de esa manera, y no pocos historiadores del arte han hecho (y hacen) gala de las propiedades casi mágicas de su mirada. Habilidades místicas que han protagonizado, además, numerosas piezas documentales para la televisión. Pero como disciplina moderna estamos cada vez más lejos de esa idea, por más que algunos se quieran aferrar a ella.
La segunda clasificación principal con la que me he encontrado la sostiene aquella gente que cree que nos dedicamos a memorizar cosas y después repetirlas, de manera oral o por escrito. Ciertamente, este cliché no se atribuye en exclusiva a nuestra materia, ya que lo compartimos con la gente de historia «normal». Aunque este tópico tiene algo de encanto, y también refleja lo que estas materias fueron en el pasado, me resulta especialmente peligroso: de forma habitual perpetúa la idea, terriblemente equivocada, de que hay una forma «buena» de contar la historia y la historia del arte y que las personas que trabajamos en ello somos una especie de casta sacerdotal dedicada a que esa lectura correcta se transmita lo más intacta posible, de manera no muy diferente a los poemas homéricos que pasaron de boca en boca durante siglos.
Que nadie crea que me burlo de las personas que no entienden en qué consiste esta disciplina. Muy al contrario, esas confusiones forman parte de nuestra esencia. Mi abuela Flora, una de las personas a las que más he querido en toda mi vida, no sabía muy bien qué estudiaba su nieto mayor. Desde niño ella soñaba con que me convertiría en médico. Cuando llegué a la universidad, algo que no habría sucedido sin su ayuda, su salud se había deteriorado y su última idea fue que yo pintaba cuadros. Ya nunca quise sacarla de ese error.
Paradójicamente, parece que la confusión establecida hacia la historia del arte y su objeto constituye un rasgo cultural. Algo que resulta particularmente dramático en un país como España. Presumimos, con razón, de nuestro lugar permanente en el podio de los estados con más bienes culturales en la lista de Patrimonio Mundial. Nuestra horquilla artística abarca desde Altamira a Lita Cabellut, con una diversidad que incluye la Dama de Baza, la mezquita de Córdoba y el Pórtico de la Gloria y una nómina de firmas envidiable, con el Greco, Velázquez, Luisa Roldán, Goya, Picasso, Maruja Mallo o Ángeles Santos, entre muchos otros nombres. De hecho, en este país la incomprensión de la historia del arte como campo de conocimiento parece especialmente injustificable y, desde luego, se ha consolidado como resultado de multitud de errores, propios y ajenos.
Reconozcamos que tampoco lo ponemos fácil como disciplina. Desde el punto de partida, las dudas están servidas. Porque ¿qué es exactamente el arte? Sin duda, supone uno de los principales y más singulares productos de la humanidad, pero también uno de los más inclasificables. La mera definición de esa palabra ha provocado un debate infinito, dentro y fuera de nuestra materia, y no cometeré la imprudencia de que este libro vaya por ese camino. Sobre todo porque creo que esa disputa, por interesante y entretenida que resulte, no ofrece resultados demasiado productivos: es probable que jamás se perfile una definición exacta de arte y, seguramente, ni siquiera aportaría mucho más que el placer intelectual de obtenerla.
La historia del arte ha nacido y crecido como un reflejo de esa esquiva in-definición: una disciplina académica que busca en todo momento, pero que rara vez encuentra. Como en prácticamente cualquier otro campo de la ciencia, las respuestas que obtenemos no resultan tan importantes como las preguntas que seamos capaces de formular. Y, en nuestro caso, nos movemos, de manera casi permanente, en un universo de cuestiones irresolubles.
¿Quién creó esta escultura anónima? ¿Qué pensaba Artemisia Gentileschi cuando pintó ese cuadro? ¿Por qué hay un armiño en aquel retrato de Carpaccio? ¿Qué demonios hace un perro sentado en Las meninas? ¿Por qué el león de Rosa Bonheur nos mira como si fuese una persona? Ninguna de estas preguntas asegura una respuesta y me parece muy elocuente que la mayoría de los libros de divulgación artística ofrezcan en sus títulos respuestas certeras a esas incógnitas. El «significado oculto» del arte se ofrece habitualmente como el puente de enganche con el público, un síntoma lógico tras décadas en que la ficción, literaria y cinematográfica, ha reducido una y otra vez las obras de arte a acertijos tópicos donde se ocultan los misterios de la trama, a la espera de que el protagonista, generalmente un hombre inteligentísimo, los descifre. Lamento la decepción, pero no cometeré la irresponsabilidad de que este libro vaya en esa dirección.
La historia del arte nos ofrece el mejor acceso al conocimiento de las mentalidades de las diferentes culturas humanas, gracias a que las historiadoras e historiadores del arte trabajamos con los productos culturales de todas las épocas y latitudes. Nuestra materia prima de estudio está en creaciones artísticas llenas de contenido que nos permiten rastrear las características del tiempo y el lugar en el que fueron realizadas, con independencia de su soporte o formato. En la actualidad se hace historia del arte sobre computación, videojuegos, objetos de diseño, cómic, música y cine, entre otros muchos soportes, y con toda seguridad en el futuro el panorama crecerá con la misma diversidad que la creatividad de nuestra especie.
La búsqueda de esas claves culturales dentro de la producción artística supone para mí la esencia de esta profesión, que es mi gran pasión y a la que he querido dedicarme desde que la conocí. La comprensión de esas conexiones y mecanismos rara vez nos conduce a respuestas contundentes, sino más bien a indicios y contextos que nos ayudan a dibujar un panorama de la mentalidad de una época que nunca llegaremos a conocer por completo. En último término, la historia del arte proporciona una gran pieza de eso que desde mediados del siglo XX llamamos la «historia de las mentalidades» y, para ello, ha de construirse de forma multidisciplinar y abrirse a todos los escenarios posibles.
De esa manera he concebido este libro. En las páginas que siguen no encontrarás un manual que repase el arte a lo largo de la historia, dividido cronológicamente en épocas y estilos, sino una conversación en la que saltaremos dentro de algunos de los temas cuya exposición y discusión considero importante para un acercamiento real al arte como producto humano y a la disciplina que lo estudia. Leerás reflexiones y especulaciones relacionadas con las preguntas que me he ido planteando en casi dos décadas de profesión como historiador del arte en diferentes ámbitos.
Porque, como ocurre con frecuencia cuando hacemos historia del arte, el contenido de este ensayo delata a nuestra época e incluso a su autor. Tanto el desarrollo del libro como sus puntos de vista reflejan lo que hago y lo que pienso, especialmente a través de mi actividad comunicadora en el ámbito digital. A través de las redes sociales experimento y conozco más de cerca las opiniones de miles de personas que, en muchos casos, me llevan a cambiar las mías propias. Algunas de las cosas que veremos en este libro salen precisamente de ahí.
No desvelaré grandes secretos ni misterios insospechados sobre obras de arte muy reconocidas. Tampoco someteré a discusión interpretaciones punteras hacia determinadas obras o firmas famosas. Quienes busquen datos sorprendentes para presumir en una cena familiar exponiendo teorías interpretativas sobre los cuadros de Remedios Varo se habrán equivocado de libro.
Por el contrario, la mayoría de lo que expondré en las páginas que siguen espero que ayude a aproximarse a la creación artística de cualquier época de manera más abierta y enriquecedora. Para ello no necesito hechos controvertidos o discutibles, sino aplicar una mirada quizás algo distinta a la que se proyecta comúnmente hacia el arte. Al final del libro dejaré un listado de referencias bibliográficas que pueden servir para tirar del hilo de los principales temas que se tocan en el texto, pero mi pretensión es huir de la clásica estructura de un trabajo de investigación porque aquí, ante todo, planteo un ejercicio de reflexión.
Como en una película de Christopher Nolan, esta exploración tiene su origen en una idea aparentemente sencilla, pero que, depositada en el fondo de nuestra mente, hace que se tambalee todo nuestro sistema de creencias personal alrededor de las obras de arte. Si consigo provocar eso, aunque no vaya más allá de una pequeña sacudida en los estereotipos consolidados sobre el arte, el propósito de estas líneas se habrá cumplido.
Todo empezó con una hamburguesa…
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Autor: Miguel Ángel Cajigal Vera ‘El Barroquista’. Título: Otra historia del arte: No pasa nada si no te gustan Las Meninas. Editorial: Ediciones B. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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