Cuando un escritor lleva un diario secreto, hay que tener cuidado. Que los diarios sean secretos es lo propio; se trata de textos, cuadernos, relegados documentos de Word donde uno evalúa su día a día con cierto afán compensatorio. El diarista se juzga a su favor y condena al mundo por molestarle, por las amarguras. El diario secreto es la pista clave en las películas de crímenes, ahí donde el policía, después de entrar en la habitación de la joven desaparecida, del muchacho asesinado, ve un nombre garabateado en una página y sale a buscarlo por la ciudad. El diario, en su condición más pura, no está para leerse, sino para quemarse o dárselo a la policía. Que un escritor lleve un diario no quiere decir que estemos hablando del diario de un escritor. Puede ser el diario de una persona que, además, como oficio, resulta que escribe libros.
Cuando el autor muere y sus herederos rebuscan —no siempre con las prevenciones debidas— entre los bienes relictos del difunto no es extraño que encuentren muchos textos, entre la obra abortada o inacabada y, claro, esos apuntes personales que pueden llamarse diarios. Ahí habría que valorar cómo la última palabra de un escritor puede ser la palabra del mal gusto. Creo, sinceramente, que es lo que sucedió con Juan Marsé. Su libro póstumo de impresiones íntimas es como un irse mal de la escritura, dejando para el final las páginas más desabridas y onerosas; las que hablan mal, sobre todo, de ti.
Con Chirbes, que es de lo que trata este artículo, la cosa no llega a tanto. Sus diarios, titulados A ratos perdidos (Anagrama), reúnen sus notas personales desde 1984 a 2005. De madrugada, me leí el volumen de un tirón, por diversos motivos, y me ha parecido valioso.
Me ayudó mucho a leerlo del tirón saltarme el prólogo —en rigor, los prólogos—, dos textos seguramente muy apropiados que, al ocupar 58 páginas, me han parecido excesivos. ¿Qué hay que prologar exactamente de un diario? ¿Cuántas páginas de prólogo tienen los mejores diarios de la historia de la literatura, si acaso tienen? Nada, ocho, diez, veinte si es Jules Renard. Con todo lo que hay que leer, perder el tiempo en 58 páginas (reitero: seguramente muy bien traídas) no es algo a lo que un lector exhausto esté dispuesto.
Un autor español contemporáneo ha dejado un diario: no creo que se necesite saber mucho más.
Con todo, este retardo introductorio funciona casi como los dos rombos que se ponían antes en las películas. Yo creo que hay que decirlo con claridad. Es durísimo, sombrío, sucísimo y siniestro el trato que da el autor a su vida sexual, conformada por encuentros homosexuales de lo más impiadosos. Salvo que un autor trate ese tema en sus novelas, o que su activismo sea palmario, yo no suelo saber —ni preguntarme— por su orientación sexual. Como tampoco frecuento mucho el mundillo, nada sabía de la de Chirbes, que además, como él mismo dice en el texto, me parecía sin más “un solterón de provincias”. Su fama, además, fue climatérica.
Así, para mí, y seguramente para la gran mayoría de los lectores de Chirbes, encontrarlo tan turbio y explícito no deja de suponer un shock. Son páginas —digamos, la primera parte de estas notas— concentradas en la vida amatoria del Madrid de madrugada de los baños públicos, los cuartuchos de pisos miserables y los jardines propiciatorios; amén de en el deseo del autor de incorporarse al mundo editorial. Hay una infelicidad apabullante en ambas pulsiones, la literaria y la sexual, y casi es un alivio verle fracasar como escritor por no verle triunfar tanto como desordenado crápula.
También les digo que si un escritor heterosexual registrara su vida amorosa con la crudeza que lo hace Chirbes, no tendría un recibimiento muy complaciente entre los lectores/as, críticos/as, o escritores/as de nuestro tiempo. En absoluto.
En la segunda parte del diario sucede lo que apuntaba más arriba: Chirbes ya es escritor, de cierta fama, de celebridad creciente, y se pone guapo para la foto. Ya no hay vida sexual de ningún tipo, la obscenidad claudica y tenemos, sobre todo, lecturas y apuntes sobre escritura. Estos últimos están muy bien.
Aquí hay que destilar una idea importante. Hace no mucho se generó cierta polémica al hilo de un pasaje de los diarios de Gil de Biedma donde narraba encuentros con niños en Filipinas. Según yo lo veo, no resulta válido poner un texto en contra de su propio autor. Cuando digo válido digo incluso “ético”. Por un lado, porque entonces ningún escritor decidiría nunca abordar los rincones oscuros de su alma o de su biografía, dejándonos al cabo un panorama monocolor de escritores con vidas inmaculadas. Es necesario que los escritores y las escritoras sientan que al escribir pueden observar sus vidas sin censura, confesar adicciones, maldades, putadas (recordemos a Juan Goytisolo narrando en primera persona sus maniobras para que Sartre le retirara un prólogo a una obra de Fernando Arrabal, allí en París, por pura envidia y competencia), incluso delitos y bajezas. Lo hace Camilo José Cela en La rosa. No puede —opino— tomarse una página que alguien ha escrito y levantarla como prueba de cargo.
Otro motivo de esto que digo es que, sobre todo muerto el autor, uno tampoco puede estar seguro de que aquello no esté exagerado, que el autor no se haya enamorado de sus canalladas al punto de sustanciarlas por abajo. Se fanfarronea lo mismo de las aventuras sexuales que de la falta de piedad. Ser malo tiene su propia erótica.
Así, a las escabrosas escenas de la primera parte del diario de Chirbes las reemplazan ahora juicios sumarios contra escritores contemporáneos, desde García Márquez a Molina Foix. Si usted tiene un amigo escritor, le escuchará dedicar toda clase de desprecios a muchas obras recién publicadas, sobre todo si han tenido éxito. Que esto quede por escrito no debe tomarse como sentencias de muerte, ya muerto uno; como decires definitivos. Es exactamente lo contrario: una eventualidad de la escritura.
Así, con los diarios de Chirbes, en esta parte final, se da la circunstancia de que, quien quiere atacar a determinado autor, destaca en su reseña o reportaje que Chirbes le ataca, lo que amplifica una simple frase, o un par de páginas, hasta límites inapropiados, pues se da la impresión de que Chirbes vivía para odiar a ese autor, a ese editor, esa novela concreta.
Pero lo crucial aquí es entender cómo se lee un diario. Se lee como si no se pudiera confesar que se lee. Un ejemplo a lo mejor excesivo: si uno entra en el correo personal de su pareja (sea un email o sean cartas o el wasap en el móvil) y descubre que le es infiel, no suele ser inmediato que esa intimidad fatal se le muestre a aquel o aquella cuya correspondencia privada hemos violado, justamente porque eso es confesar un comportamiento quizá peor que el comportamiento recriminable que acabamos de descubrir. Del mismo modo, leer un diario que se presume íntimo de veras precisa de un lector que sepa guardar los secretos. No de un chismoso.
Así, quién sabe si en los diarios de Chirbes desde 2005 a su muerte —como no he leído el prólogo, no sé si los hay— dice de alguna de mis novelas que es una mierda, con esas palabras. Les aseguro que no me importaría lo más mínimo. Desde que conocí a Andrés Trapiello, y al haberle tratado tres o cuatro veces en persona, me espero en sus diarios un retrato mío que me incomode, y asimismo pienso que no habrá nada que reprocharle. No tendría valor alguno un diario si sólo lo leyéramos para ver a quién se ofende e insulta, y si esas páginas tienen valor por el retrato literario, penoso a veces, que se saca de una persona, el mismo valor seguirá teniendo si, de pronto, nos encontramos nosotros mismos como modelo involuntario. Es un poco el juego que hay que tolerar en estas escrituras inclementes.
A ratos perdidos, en fin, es pura dinamita de intimidad, desde los escarceos sexuales del aún no escritor a las cochambres del mundo editorial cuando ya se pisa firme en su provincia. No hay que leerlo como si fuera de otro, hay que leerlo como si fuera tuyo.
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