Convivimos diariamente, desde la cuna a la tumba, con incontables fenómenos sobre los que tratan las diferentes ciencias. Por ejemplo, nadie escapa de la acción de la gravedad, fuerza de la que se ocupa la física, ni es ajeno a determinadas propiedades de los elementos químicos y de las combinaciones que estos desarrollan y que la química estudia. Pero a pesar de que suceda así, ni la física ni la química nos son tan cercanas como la medicina, disciplina que se mueve entre ciencia, técnica y arte, el de la relación “médico-enfermo”. La razón de que sea así es evidente: existimos en el cuerpo, y sus desajustes (enfermedades) nos dificultan, si no imposibilitan, el llevar vidas plenas. Y además, aunque uno no se vea afectado por semejante situación, si el sujeto sufriente nos es querido sufrimos con ellos.
Si echamos la vista atrás, comprobaremos que pese a ser la medicina, junto con la matemática y la astronomía, una de las ciencias más antiguas, tardó en hacerse plenamente “científica”, es decir, en asentarse sobre pilares que permitieran combatir, con mucha mayor seguridad que en el pasado, algunos de los males que afectan al cuerpo humano. La era de “la medicina científica” comenzó durante el siglo XIX con el desarrollo de la fisiología, la rama de la medicina que se ocupa de las reacciones físico-químicas que tienen lugar en los seres vivos, desarrollo al que hay que sumar la teoría microbiana de la enfermedad de Louis Pasteur y Robert Koch.
Esto sin olvidar avances aparentemente menores pero de gran transcendencia, como los llevados a cabo por el dentista estadounidense Horace Wells, que en diciembre de 1844 utilizó éter, esto es, óxido nitroso (entonces denominado “gas hilarante”, por los efectos estimulantes que producía), como anestésico para extraerse él mismo una de sus muelas; o el debido a John Collins Warren, ayudado como anestesista por el dentista William Thomas Morton, que el 16 de octubre de 1846, en el Hospital General de Massachusetts de Boston, realizó con ese mismo gas la primera operación; o el de James Young Simpson, que el 19 de enero de 1847, en Edimburgo, utilizó por primera vez cloroformo para aliviar los dolores de un parto; o el de Ignaz Semmelweis, que en 1848 descubrió una de las causas de la infección de las heridas en la suciedad de las manos de los médicos, introduciendo medidas antisépticas (como el lavado de manos).
Todos los avances que acabo de señalar permanecen, en esencia, vigentes, independientemente de que hayan sido mejorados sustancialmente. Constituyen legados que la medicina ha aportado a la mejora de la condición humana. Y hoy quiero recordar otro de esos legados permanentes, de cuyo “nacimiento” se cumple este año un siglo: el descubrimiento (aislamiento) de la insulina en 1921, un avance al que recurren diariamente millones de personas para combatir la diabetes.
Disfunción fisiológica identificada desde antiguo —en el siglo I Aulus Cornelius Celsus la describió como una enfermedad caracterizada por una gran secreción de orina, sed constante y considerable pérdida de masa corporal—, no fue realmente hasta el siglo XVIII cuando un médico inglés, Mathew Dobson, realizó estudios en varios grupos de pacientes que padecían ese mal, encontrando que su sangre y orina contenían cantidades elevadas de azúcar. Se creía, no obstante, que se trataba de una sustancia que no podía producir el organismo humano, y que se formaba únicamente bajo las condiciones de la enfermedad. Fue sobre todo el fisiólogo francés Claude Bernard, inolvidable autor de un libro paradigmático, Introducción al estudio de la medicina experimental (1865), quien descubrió en 1857 que el hígado almacena una sustancia, el glucógeno, que cuando se necesita se convierte en glucosa (azúcar) que pasa a la sangre.
Cuando el cuerpo no puede regular la cantidad de azúcar en la sangre se produce la diabetes. Hasta que no se descubrió un remedio, la única forma de controlar parcialmente esta enfermedad era reducir la ingesta de azúcar, pero una gran cantidad de alimentos naturales contienen azúcar, y mucho más dañinos a este respecto son los alimentos procesados (por ejemplo, platos preparados, aderezos para ensaladas o salsas para espaguetis) y las bebidas gaseosas, drogas de nuestro tiempo apenas controladas.
El inicio de la solución llegó cuando se descubrió que el páncreas produce (en los denominados “islotes de Langerhans”) una proteína, a la que se denominó “insulina”, cuya función es mantener el equilibrio de azúcar en la sangre del cuerpo. La diabetes se debe a que el páncreas no produce insulina suficiente, aunque también puede ocurrir que se dé en el cuerpo una resistencia a ella. Pero aún faltaba saber cómo extraer insulina del páncreas, algo que lograron trabajando con perros en la Universidad de Toronto, en junio de 1921, Frederick Banting y John Macleod, con la ayuda para perfeccionar el método de purificación de Charles Best y James Collip. Solo dos años después, Banting y Macleod recibían el Premio Nobel de Fisiología o Medicina “por el descubrimiento de la insulina”.
Aquellas investigaciones han constituido una bendición para millones de personas, que suplen su deficiencia de insulina inyectándosela cotidianamente. Inicialmente, esta procedía del páncreas de animales, principalmente cerdos o vacas, aunque en 1977 un equipo de investigación de Estados Unidos, dirigido por el bioquímico mexicano Francisco Bolívar, consiguió producir insulina mediante ingeniería genética (introduciendo el gen de la insulina humana en la bacteria Escherichia coli). Este es el método que se utiliza en la actualidad. Es justo, pues, que recordemos esta historia, estos logros.
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Artículo publicado en El Cultural.
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