Este libro parte de una tesis que los aficionados al terror conocemos de forma intuitiva, y es que el verdadero enemigo surge siempre de dentro. Valiéndose de la imagen y el mito, el terror ha explorado un fenómeno que suscita el interés creciente de psicólogos y psiquiatras: el trauma y sus manifestaciones. Las historias de fantasmas atormentados que no dejan de volver, de caserones que guardan secretos atroces o de cuerpos poseídos por fuerzas extrañas nos revelan la esencia de lo traumático y nos aportan, quizá, claves para superar nuestras propias heridas.
Soy lo que me persigue explora los tropos narrativos el cine de terror contemporáneo y los pone en diálogo con la investigación psicológica acerca del trauma. Porque la ficción de horror es, con toda probabilidad, el mejor artefacto cultural del que disponemos para sacar a la luz las sombras del inconsciente.
Zenda adelanta la introducción de esta obra escrita conjuntamente por Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salvá, editada por Dilatando Mentes.
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INT. CORREDOR OSCURO – NOCHE
Tina (15 años, camisón blanco) avanza despacio por un oscuro corredor de cemento. Una serie de inquietantes sonidos la hacen detenerse: el eco de una risa enloquecida, el golpe de una puerta y el balido de una oveja que, de súbito, aparece allí mismo, surgida de ninguna parte. Tina echa a correr, sin rumbo, desciende unas escaleras metálicas y se adentra en lo que parecen las calderas de una fábrica. Jadeando, atraviesa una penumbra poblada de tuberías y vapor ardiente. Siente que alguien camina tras ella, aunque no sabe quién, ni por qué. Entonces distingue la silueta de un hombre deslizándose entre las sombras. La voz cavernosa que resuena ahora entre el humo, llamándola por su nombre, le resulta lasciva pero también vagamente familiar. ¿Será su padre desaparecido, su novio problemático, o el nuevo amante de mamá? Desde los ángulos más recónditos de la oscuridad, un chirrido de cuchillas sobre metal se cierne sobre ella, cada vez más cerca…
Toda historia, de cualquier género, se nutre de esta despensa más o menos secreta de emociones, pero la ficción de terror está conectada de un modo especial con nuestro inconsciente, digamos que a través de unos cables extra gruesos, por los que a veces emergen fragmentos de considerable tamaño, material bruto que se deposita en la página o la pantalla sin apenas procesado consciente… como las pesadillas de Tina, nuestra noctámbula invitada de Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven, 1984).
Estas ficciones —escritas por mentes muy despiertas y racionales, pero seducidas por el hechizo narrativo de los sueños— se caracterizan por su eficacia para traducir las oscuridades de la mente en visiones de abyecta corporalidad: criaturas que se adhieren al rostro de un hombre, inseminan su vientre y luego lo revientan en un alumbramiento mortal; niñas con el rostro del mismo Satán; familias replicadas que surgen de la tierra dispuestas a degollar a sus originales; hordas de seres muertos y putrefactos que sin embargo caminan; criaturas de tamaño ciclópeo surgidas de la niebla; adeptos a cultos babilónicos que se postran desnudos ante cabezas cortadas; un científico que fusiona su ADN con el de un insecto… Todas estas visiones funcionan como manifestaciones crudas, externalizadas, de ese «caldero de excitaciones en ebullición» del que Freud hablaba para referirse al inconsciente.
Este libro parte de una tesis que intuitivamente ya conocemos todos los lectores y espectadores de terror, y es que la trama primordial del género narra el enfrentamiento del protagonista con sus «propios demonios». Esos demonios a menudo provienen de un trauma del pasado, cuya reemergencia se manifiesta o sintomatiza a través de un monstruo o un evento terrorífico. Creemos que el horror es, de hecho, el género con el que nuestra cultura representa esta fenomenología de la repetición traumática de una forma más evidente y poderosa. Pero incluso en los desarrollos argumentales que no aluden a un trauma previo, como veremos, el horror siempre narra la exposición de los protagonistas a una experiencia con potencial traumatizante, esto es, a un suceso inesperado e inexplicable que supone una ruptura de nuestras asunciones más básicas sobre el mundo, sobre los demás y sobre nosotros mismos.
El monstruo es, casi siempre, el síntoma de un conflicto no resuelto dentro de la psique del protagonista, pero también entre las paredes de su casa familiar, o en las calles de su vecindario. Porque, incluso en las narraciones aparentemente solipsistas –donde toda la experiencia comienza y termina en la mente del protagonista, como en La escalera de Jacob (Jacob’s Ladder, Adrian Lyne, 1990)–, el conflicto interior se escenifica y resuelve en la interacción del protagonista con el resto de personajes. Qué mejor ejemplo que Freddy Krueger, asesinado a manos de los vecinos de Elm Street, que regresa para vengarse en las carnes y mentes de la siguiente generación, como un trauma que se hereda —ahora sabemos que el género gótico se anticipó al descubrimiento de la transmisión intergeneracional y la epigenética— de padres a hijos. La escenificación del trauma implica de forma crucial a los otros personajes, obligados primero a conceder o no su credulidad a un relato que suena a locura, y después a huir para salvarse o bien a comprometer su integridad; e implica también al lector/espectador, al trasladarle una reflexión sobre el vínculo entre la superación de los miedos subjetivos y la interacción con la comunidad. Muchas de estas narrativas, de hecho, conllevan una crítica más o menos implícita hacia el modo en que la propia sociedad es creadora o perpetuadora de traumas, aunque el desarrollo de ese análisis desborda las pretensiones de este libro.
Nuestro propósito aquí es doble: en una primera parte («Asunciones fracturadas»), trataremos de asentar los conceptos básicos de la psicología del trauma —siguiendo líneas teóricas como la marcada por la profesora Ronnie Janoff-Bulman— y de explorar sus vínculos con los tropos habituales de la narrativa del género; en una segunda parte más especulativa («Mirarse en los ojos del monstruo»), repasaremos la estructura básica de las historias de horror para establecer algo así como un mapa del comportamiento de sus personajes y encontrar analogías con la vivencia y la reemergencia traumática; aquí nos permitiremos una mirada más abierta o periférica, dando cabida a conceptos de la mitología, la filosofía y la antropología, en la línea de los trabajos de Joseph Campbell, Mircea Eliade o John Clute.
Nuestro análisis está dirigido a la ficción de horror en su conjunto, pero nos hemos tomado la licencia de referirnos a películas para una amplia mayoría de los ejemplos; por su naturaleza de espectáculo visual y acotado en el tiempo, las estructuras y los símbolos empleados en la narración cinematográfica acostumbran a ser más nítidos y fácilmente identificables.
El sentido y la pertinencia de nuestra analogía entre la psicología del trauma y el género de terror se basan en una premisa muy sencilla que nos devuelve al comienzo de esta misma introducción: la especial conexión del relato de terror con el modo narrativo de nuestras propias pesadillas lo convierte en el mejor vehículo cultural de que disponemos para objetivizar, nombrar y narrar las sombras escurridizas —a menudo traumáticas— que se ocultan en nuestro inconsciente.
Como ya se ha dicho, estamos programados para buscar un sentido narrativo a nuestra vida y al mundo que nos rodea. Pero cuando esa búsqueda se comparte en forma de relato, lo que anhelamos además es un atestiguamiento, una complicidad y un intercambio emocional que nos permita madurar. Un propósito idéntico al que se persigue en la terapia de superación del trauma.
Dicho lo cual, y a pesar de que trataremos de fundamentar nuestra tesis en una base teórica sólida, debemos aclarar que esto no es un libro de autoayuda ni una herramienta terapéutica en ningún sentido, sino solo otra de las múltiples formas posibles de leer y disfrutar los fabulosos mecanismos de un género que, por si había alguna duda, veneramos como aficionados.
Somos conscientes, por último, de que la narrativa de terror —como cualquier otra expresión cultural— es un campo de estudio fascinante también desde el punto de vista social (en clave ideológica, de género, etc.). Hay multitud de ensayos publicados desde los años ochenta y noventa por autores como Robin Wood, Barbara Creed, o Carol J. Clover que han abordado estas perspectivas en profundidad, por lo que nosotros hemos preferido limitarnos –en la medida de lo posible, puesto que sociedad y psicología son siempre vasos comunicantes– a la relación del terror y el trauma. También hemos dejado de lado el análisis cultural que aborda el género de terror como expresión de un trauma colectivo, por una cuestión de espacio y porque en esa dirección ya hay estudios de referencia estupendos como El imperio del miedo de Antonio J. Navarro (Valdemar, 2016).
Y ahora, volvamos a coger la mano de Tina para seguir descendiendo por estas escaleras oscuras y herrumbrosas. Porque, ¿no es eso lo que sucede siempre en las historias de terror? La protagonista avanza directa hacia el lugar donde se esconde su peor pesadilla, y aunque el público le grite «¡No bajes!», sabemos que ella lo hará igualmente. Debe hacerlo, porque allí se encuentra su única oportunidad de salvarse.
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Autores: Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salvá. Título: Soy lo que me persigue: El terror como ficción del trauma. Editorial: Dilatando Mentes. Venta: Todos tus libros.
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