Querido Marco Aurelio:
Alguna vez he pensado, al visitar un cementerio —un cementerio con muchos hombres ilustres, por cierto—, que lo normal, en el fondo, es estar muerto. Ahora tú lo estás; no se sabe cuánto tiempo estaré yo vivo. Pero ¿quién diría que estás muerto?
Tal vez con letras como ésta yo lucho calladamente por estar vivo, vivo para la eternidad, como tú. O simplemente vivo en estos momentos, pues cuando escribo me siento vivir con mucha más fuerza, en realidad me siento volar desde mi yo más profundo, un yo y una profundidad que incluye el mundo, todas las cosas y los seres. Pero creo que tú no luchaste por eso, para eso. Yo creo que tú escribías para perfeccionarte, en un camino que se parece, si no me equivoco, al de los santos cristianos, que son los que mejor conozco.
Dicen los expertos que probablemente tus Meditaciones, tus Pensamientos, no los escribirías con la idea de publicarlos. Esta carta que ahora te escribo, contemporánea y atemporal, nace con la vocación de ser pública, pero es tributaria de muchas lecturas de tu obra, de ese entusiasmo callado que me provoca, pues es cierto que cuando las leí por primera vez experimenté, gocé, una especie de deslumbramiento.
Mi carta es contemporánea porque la escribo en mi tiempo, y es atemporal porque une el tuyo con el mío, porque abole el tiempo. Me acuerdo que mi querido profesor Antonio Prieto escribió una Carta sin tiempo en la que hacía convivir a muchos personajes históricos y literarios, de distintas épocas, en su misma carta. Él también ejercitó la “fusión mítica”, la unión de un autor con un personaje mítico para conocerlo y crecer con él.
Algo de todo esto hay en la carta que te escribo, querido Marco Aurelio. Ojalá ésta perteneciera a una especie de no-tiempo, o de tiempo total, o el sin-tiempo de la novela de mi profesor. Y ojalá yo consiguiera fusionarme míticamente contigo, querido emperador, gracias a la literatura, porque ¡cuánto tendría que ganar yo con esa fusión, cuánto tendría que vivir y aprender!
Pero vuelvo a tus Meditaciones, que en algunos lares han traducido por Pensamientos, y, supongo, por Reflexiones. No es lo mismo cuando leemos por primera vez una obra que cuando la releemos muchas veces. Es posible que siempre nos entusiasme, de diferentes maneras, pero la primera lectura tiene el elemento muy decisivo del descubrimiento, como si dijéramos el primer pasmo, y eso es único, ya no se puede repetir por muchas veces que volvamos a ese texto.
Cuando una obra nos gusta mucho, sin duda la primera vez que la leemos es la mejor, al menos para mí, aunque luego podamos profundizar mucho en ella, por ejemplo para escribir algo o dar una clase, o una conferencia. Pero ya es diferente: el momento del enamoramiento ya pasó, ya se fue. Es el primer conocimiento de una persona, un lector, en el más alto sentido de la palabra, el primer contacto de éste con un texto, con un autor, con un escritor que, no lo olvidemos, no lo olvido, amigo filósofo, fue un hombre entre los hombres, con toda la grandeza y toda la miseria que eso acarrea. Un hombre como yo ahora.
Pienso que no hay mayor soledad que la del que escribe, pero esto lo debías saber tú también. Sin embargo es una soledad muy rica, muy potente, muy llena, una soledad sonora, como decía San Juan de la Cruz, al que tú no conociste pero al que hubieras apreciado mucho. Antonio Gala, otro escritor español, contemporáneo mío, tituló con estas bellas y hondas palabras un libro de artículos.
En ella, en esa soledad, en la escritura, nos comunicamos muy fuertemente con nuestro interior, y también con el exterior. Como si refulgiéramos, como si lanzáramos señales, destellos, al exterior. Gracias a la escritura llegamos a los demás con gran nitidez, como si dijéramos directamente. Gracias a la escritura tocamos el espejo y vamos más allá de él, ahuyentamos nuestra propia imagen, nuestro egoísmo, lo trascendemos… Tocamos lo que está detrás del espejo, y esto no es otra cosa que el mundo entero, el prójimo, todos nuestros semejantes, todos los seres y las cosas.
Un amigo mío, gran artista, Pedro Ruiz, me ha dicho algunas veces que la comunicación a través del libro es la más íntima que existe, y yo pienso que es verdad. Creo que mediante la escritura se pueden comunicar muy bien las almas.
Hace tiempo que le doy vueltas a la idea de escribirte una carta. En realidad desde hace años, bastantes años, estás en mis pensamientos, como lector y como escritor, como ser vivo, insisto, así que no es nada raro que esa “obsesión” —no es tal, sino una preferencia, un interés especial—, se exteriorice, se exprese, de una manera u otra.
Hace poco el profesor José Ignacio Díez me regaló una edición que él había hecho con su mujer, Luisa Aguirre Cárcer, de tus Meditaciones (publicada por Ariel), una edición adaptada o modernizada, gracias a la cual leemos muy bien tus pensamientos. Ha sido una buena ocasión para retomar tu libro, uno de mis favoritos entre todos los que he leído en mi vida, que ya son muchos —quizá demasiados—, y dirigirme a ti para referirte algo.
¿El qué? Lo ignoro. Tal vez darte alguna cuenta de mi propia persona, mi modesta persona, que yo tan pronto aprecio tanto como me suscita serias dudas sobre su valor, su solidez, en sí misma y en su capacidad para vivir, para ser capaz de sacar adelante la vida, lo único al final que existe en esta vida. Pero es precisamente la escritura, y la lectura, la que consiguen que recupere ese valor y esa solidez. Sí, la escritura me hace volar, me hace fuerte, pero también me llena tanto que compensa cualquier tragedia que pueda suceder en mi vida. No sólo la compensa sino que la asimila y la convierte, incluso, en literatura, o en filosofía, acaso en poesía.
Me gustaría trazar un puente entre tu mundo y mi mundo, entre tu época y la mía, y construir un todo atemporal en el que nos podamos mover. Hablar, escribir, yo al menos, pues de ti, de momento, no espero contestación, querido Marco Aurelio. Suficiente respuesta y estímulo encuentro ya en tus Meditaciones. No aspiro a más, no pido más.
Pero deja que haga algunas preguntas, casi en voz alta. ¿Siempre hemos vivido en tribulación? ¿Estamos condenados a vivir siempre bajo el volcán, dormido o en erupción? El mundo ha padecido, padece, una grave pandemia que nos ha puesto a prueba. Mucha gente ha muerto y otros han sufrido serias consecuencias. En realidad nos ha afectado a todos. Se cree que tú moriste en una peste y efectivamente el hombre, el ser humano, la humanidad, nunca puede dormir tranquila. Somos Naturaleza, y la Naturaleza nos sostiene, pero al mismo tiempo nos amenaza, como también nosotros somos amenazados por nosotros mismos, tal vez nuestros peores depredadores.
Tú tuviste conflictos, guerras, y el oficio de emperador debía de ser en verdad duro, al menos como lo entendías tú, como lo asumiste tú, y sin embargo supiste sobreponerte a todo ello y escribir esas maravillas que llamamos Meditaciones y que en realidad llevan el título original, revelador —espero no equivocarme al traducirlo, al transcribirlo— de “A mí mismo”. Recuerdo lo que decía Montaigne al principio de sus Ensayos: “Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro”. Y lo curioso es que tanto tú como Montaigne trascendéis vuestras personas para alcanzar a la humanidad entera. Qué mérito el vuestro, qué regalo para todos nosotros.
Parece que tu libro son fragmentos, y que no está completo; quizá ni siquiera sea un libro, sino tan sólo unos apuntes, algo redactado a vuelapluma, acaso con la idea en mente de hacer en el futuro algo más elaborado, o simplemente marcar los pasos que se van dando, en la vida, en tu vida, para mejor conducción de ésta. Y es que la escritura puede ser un diálogo con uno mismo, no sólo con los demás —que puede darse o no darse—, y en cualquier caso es un método de auto-conocimiento. Tú creías en el estudio, también en la filosofía, tú siempre creías en algo superior a ti mismo, y esto, teniendo en cuenta que eras un emperador, tiene más valor si cabe. Porque me atraes más como autor de las Meditaciones que como emperador, aunque debo reconocer que la unión de ambas cosas me parece sublime. En el fondo, y perdóname lo que quizá sea una simplificación, apareces ante mis ojos como algo parecido al Adriano de las Memorias de Adriano de Margarite Yourcenar, mágico libro, que tú tal vez conozcas ahora, dada tu atemporalidad presente.
En la edición de mi profesor J. Ignacio Díez y de Luisa Aguirre Cárcer tus Meditaciones no ocupan más de 150 páginas. Llevan 2.000 años vigentes y sospecho que su luz brillará durante mucho tiempo más, acaso mientras la humanidad viva y tenga inquietudes propias de sí misma, mientras se cuestione y quiera ser mejor, quiera progresar, en todos los sentidos, en todos los órdenes, pero sobre todo en lo interior, en lo espiritual, entendiendo lo espiritual de una forma muy amplia, algo que no sólo atañe a cada individuo sino a la sociedad entera.
Tu librito, si así me permites llamarlo, nos acompaña desde que lo abrimos por primera vez, y nos interroga y aclara, nos resuelve. Todos queremos respuestas, seamos conscientes de ello o no, y tú supiste darlas, como figuras que emergen de entre las sombras y al final dibujan nuestro propio rostro.
En las líneas de las Meditaciones, Marco Aurelio, debiste de encontrar no ya respuestas a la soledad de tu cargo —y todos la sentimos, a veces en multitud—, a tus miedos como persona y probablemente a tu impotencia como gobernante.
Tú sabes que aquí tienes un amigo para siempre, para la eternidad.
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