Son las 12.01 de un domingo soleado sin estridencias y arriba de la escalera, junto a un par de grabados del “mago” Rafael Pérez Estrada, aparece Antonio Soler (Málaga, 1956). El atleta, el pajarito, como le llamaban en su juventud de olor a dos cilindros de la Sanglas 400, de curas agustinos (“fueron buenos”, escribe, “el padre Manrique enseñaba literatura con mucho interés”), bares de barrio y lecturas febriles. El Territorio Soler.
Sacramento (Galaxia Gutenberg) es la novela número 14 de Soler. La historia del sacerdote Hipólito Lucena. Un oscuro episodio de la Iglesia que es también, en parte, una intrahistoria decisiva en la biografía del escritor. Se enciende la grabadora del móvil y del iPad. Solo se interrumpe unos minutos la conversación con la llamada de un gran amigo, que le da la alegría de que ya ha acabado lo peor. “Tengo un libro reservado para ti”, le anuncia. “Hasta pronto”.
“¿Por dónde íbamos?”, pregunta Soler, el ganador del Premio Herralde, el Nacional de la Crítica (dos veces), el Primavera de Novela, el Nadal, el Dulce Chacón… y los que quedan por llegar.
Arranca el diálogo:
—¿Ha sido tu novela más difícil de escribir?
—Si quieres tener un desafío como escritor, el reto es cada vez más difícil. Pero si te conformas con lo que ya sabes, pues no. Quizá la novela más difícil que he escrito sea Sur, por la complejidad y el número de personajes. También tengo claro que Sacramento es la que más trabajo me ha costado. No quería conformarme con contar la historia del cura tal cual, a modo de narración clásica. Eso era algo que no me interesaba. Y luego también mi proceso creativo, tan largo después de tantos años, donde he ido reflexionando qué es ser escritor y qué es la literatura, me parecía que formaba parte de la propia novela. Del mismo modo, tampoco podía obviar hacer una reflexión sobre la época en la que ocurrían los hechos.
El reto era aglutinar todo eso en un solo libro. Y no es que esos treinta y tantos años haya estado pensando en cómo hacerlo. Era una intermitencia en la que llegaban noticias. Al principio era el encargo para escribir un simple reportaje y luego cada vez noticias más contundentes, precisas y reveladoras, hasta que me lo planteé seriamente. Llegó un momento en el que me dije: “Parece que la historia me está persiguiendo”. Había una serie de casualidades que se producían. A partir de ahí, viene la reflexión de que cómo puedo contar yo la historia que no sea una historia simple porque, además, el personaje no es nada simple. A mí no me interesaba contar la historia de un sinvergüenza, de un tipo que abusaba de su poder y nada más. No. Me parecía que era un personaje lleno de luces y sombras. Un sacerdote que hacía una labor social magnífica, que ayuda a los necesitados y que tiene una parcela de sombras. Todo eso era un reto y un desafío a la hora de contarlo.
—En realidad, también querías contar una historia del posfranquismo. Hasta ahora no habías escrito una novela de esa época.
—El personaje no se entiende sin el contexto en el que está viviendo. Había que enmarcar a don Hipólito en un mundo de penumbras, donde el bulo, el rumor, la fantasía conviven continuamente con la realidad. Y esos bulos están en los periódicos. Lo que uno daba por hecho es que en esos viajes a la hemeroteca me iba a encontrar con algo ya consabido: la interpretación que el Régimen hacía de sí mismo y el papel de la Iglesia. Además de esas cuestiones de carácter político, me fui encontrando con una realidad fantasiosa que abarcaban muchos más elementos: una presencia continua de platillos volantes, 60.000 perros en Hollywood que se vuelven locos por la influencia de la televisión, cuando en España todavía no había televisión… o un tipo que dice que ha donado 700 litros de sangre y le hacen una entrevista de un modo muy realista. Me imagino a los lectores interpretando eso con un pie en la realidad y otro en la duda de qué hay de cierto de lo que estaba ocurriendo. Y en ese contexto se encuentra don Hipólito, que a su vez provoca rumores y bulos, hasta que esos rumores van tomando un perfil muy nítido y se convierten en información real.
—¿Había o hay en la Iglesia más don Hipólitos?
—Puede haber abusos, como se está viendo en España, Irlanda o Estados Unidos, pero no, creo que no, al menos con sus características. He leído un libro bastante interesante del hispanista Stephen Haliczer, titulado Sexualidad en el confesionario, que menciona a don Hipólito como el último caso de iluminismo en el siglo XX. Lo que hace el personaje de mi novela es conectar con creencias de siglos anteriores. Eso no se da en la Iglesia Católica, y precisamente es lo que le pone contra las cuerdas porque va contra el Dogma y eso le convierte en un enemigo. Va mucho más allá de que se acostara con una mujer o 24.
—Ángel Herrera Oria, obispo de Málaga (1947-1966), conoce el caso y quiere saber si es un lío de faldas o bien el sacerdote va contra la norma.
—No se sabe si Herrera Oria quiere salvarlo o camuflar el escándalo, pero el asunto tiene tanta importancia que hace intervenir al propio Vaticano. En cualquier caso, no quería hacer un libro contra la Iglesia, y por eso en un principio renuncié a escribir un reportaje para esa revista, que al final tampoco salió adelante, porque me parecía que era obvio, como pegar una pedrada a la Iglesia. No. Me interesaba todo el trasfondo que hay detrás. Creo que finalmente es un libro sobre la Iglesia, no contra la Iglesia, que al final toma medidas para defenderse.
—Como en otras novelas tuyas, el autor también es el narrador. Pero es la primera vez que introduces la autoficción. ¿Hasta qué punto la considerabas necesaria para que funcionara la historia?
—Por el proceso de acercamiento. La transformación de una información en materia literaria me hizo reflexionar sobre el propio hecho de la escritura. Y pensar en quién era el escritor de mitad de los ochenta y quién es ahora. Más que autoficción, lo concebí casi como un libro de memorias y a la vez como un ensayo donde reflexionaba sobre el hecho de escribir, el sentido de la literatura y lo que significaba para mí.
—La literatura como salvavidas. Ese atleta que no quiere convertirse en un escritor de fin de semana y lucha por no ser lo que todo el mundo espera de él: un hombre de provecho. La autoficción regresa hacia el final de la novela y, como al principio, aparecen dos personajes. Se trata de los escritores Rafael Pérez Estrada y Rafael Ballesteros, fundamentales en tu vida.
—Fueron vitales en el sentido de mi existencia, pero no hubo una influencia literaria. Siendo tan cercano y amigo de los dos, los mundos literarios de ellos, que entre sí tampoco están relacionados, no tienen nada que ver con el mío. Pérez Estrada tenía 22 años más que yo y Ballesteros unos 18. A pesar de su edad y de que cuando yo los conocía tenían ya una obra muy en marcha y en el caso de Pérez Estrada ya casi hecha, no me influyeron literariamente en ningún sentido. En aquella época, y en esta ciudad, me sentía un tipo al margen. Yo había publicado una novela corta y unos relatos. Ellos, en un acto de generosidad, me dijeron que publicarían todos mis poemas. Yo les dije que no escribía poesía. Aquí lo único que había eran poetas; escribir novelas era un poco estrambótico. Hoy en día no sé cuántos novelistas hay en Málaga. Eso es una señal estupenda, pero en ese momento no se practicaba la narrativa.
—Te defines como “joven por fuera y más viejo que una gárgola semimuda”.
—A lo que me dedicaba fundamentalmente en esa época y, sobre todo en aquellos ámbitos, era a observar y a callar. Sí. Y, además, cuando tenía 29 o 30 años, siempre me echaban cinco o seis años menos. Tenía una apariencia bastante juvenil, pero por dentro ya tenía mucho vivido y andado. Era una especie de armadura.
—La importancia de la mirada, de ser esponja.
—Tampoco era una cuestión reflexionada. Respondía a mi naturaleza y era un rasgo de personalidad.
—Hay un momento clave en tu vida, casi dramático, en el que estás decidido a dejar la escritura profesional y a que se convierta en algo más ocasional por la falta de dinero, de un sustento para vivir. Ballesteros te pide que no lo abandones, que te des un plazo, y lo aceptas.
—Fue muy importante escuchar ese consejo. Rafael Ballesteros estaba en ese momento en Madrid (diputado constituyente, escritor y destacado dirigente del PSOE de Málaga). Me enviaba cartas que eran como balas de oxígeno. Eso estaba muy bien, pero ¿cuánto duraban? Luego venían los días solitarios, la presión cotidiana que llega por todos los sitios. Los amigos empezaban a trabajar, a casarse, y a tener vidas más o menos ordenadas. Cuando me encontraba a algún amigo por la calle, me hacía el gesto del movimiento de la mano que escribe: “¿Tú sigues escribiendo?”, preguntaban. Como si la escritura fuera una especie de pasatiempo que me estaba apartando de la vida. Y en cierto modo era así. Como si para los demás la película continuara, fuera en movimiento, y yo me hubiera quedado estancado dentro de mí mismo. Y en realidad lo estaba haciendo.
—Seguías viviendo con tu madre en un piso que daba al Callejón de las Puercas, escribías con tu Olivetti Valentine roja. No solo era vocación, sino tu vida.
—Era mi forma de estar en el mundo y lo que se movía alrededor me parecía que no tenía mucho sentido para mí. Iba a entrevistas de trabajo. No me cogían y salía triste porque no tenía empleo y alegre porque podía continuar escribiendo. Había mucha inseguridad y al mismo tiempo mucha determinación y constancia. En eso la fundamental fue Libertad, como se llamaba mi madre, que en cierto modo era un escudo contra lo que había alrededor y la presión de la familia que llegaba a casa y preguntaban: “¿Y este? ¿Qué hace?”. O las novias. Al principio para ellas era muy gracioso estar con un presunto escritor, pero cuando la cosa se ponía en serio se preguntaban qué sentido tenía. Yo sabía que ser un escritor de fin de semana no te llevaba a ser un escritor.
—El deseo sexual y la lucha por el poder. ¿No era el deseo una especie de fe? ¿En qué sentido la historia de don Hipólito es dominar a esas mujeres, a las «hipolitinas», o bien que el hombre no podía controlar sus instintos?
—Es un religioso con mucha fe, aunque no fanático. Se da cuenta de que su deseo sexual es irrefrenable y encuentra una vía en la que todo eso tiene sentido: el iluminismo. También tiene muy claro que cuando la cuestión se destape, todo se acaba. Me imagino que fue actuando como lo hacen muchos transgresores de la ley: como los políticos corruptos que cometen actos que se salen de la norma y no va ocurriendo nada y llegan a tener una conciencia de impunidad, de que no van a ser destapados nunca. En este caso todo lo que hace don Hipólito sí tiene consecuencias. La querencia final suya siempre será un misterio. ¿Hasta qué punto estaba convencido de que lo que hacía era bueno? Yo creo que eso se murió con él. Hasta el último momento se mantiene en eso, y decía que “no tenía conciencia de haber pecado” y que esos matrimonios místicos y sexuales que practicaban al pie del altar no eran pecados, sino una aproximación a Dios. Si él de verdad lo creía… a saber.
—¿Qué ha sido más determinante para construir el personaje: la hemeroteca, los testimonios o lo imaginado?
—En la hemeroteca no hay nada de él. Hay algún artículo con muchos errores. Lo fundamental fueron los testimonios de Pérez Estrada, la confirmación contra su voluntad que me da Alfonso Canales, abogado del Obispado [poeta y Premio Nacional de Literatura]. Me daba largas, pero cuando le pregunto si la Iglesia condenaba a un inocente, me dijo: “No, cuidado. A un inocente no”. Allí había un hecho delictivo dentro de la Iglesia, las personas que me han ido contando cosas, y luego su sobrino, que aparece cuando el libro está a dos días de entregar las pruebas de corrección de imprenta.
—Hay páginas muy explícitas.
—Todo me lo fueron comentando, incluso quien en principio me lo negó, como el librero Pepe Negrete, delante de la Iglesia donde actuaba don Hipólito. “Aquí, en el altar, decían, ¿que se acostaba con todas? ¿Y decían que hacía esto?”. Negándolo, fue diciendo un montón de cosas que luego otra gente me ha ido confirmando. Entre ellas la madre de Rafael Pérez Estrada, Mari Pepa, que nadie puede tachar de provocadora. En las memorias cuenta parte del ritual, que es tremendamente sacrílego. Al final toda esa información la metes en una coctelera y a partir de ahí trabajas interpretando del mejor modo posible toda la información que tienes e imaginando cómo pueden ser esos puntos ciegos.
—Sacramento iba a ser el título de El Camino de los Ingleses (Premio Nadal 2004 y llevada al cine por Antonio Banderas con guion del propio Soler). ¿Te quedaste con ganas de poner ese título?
—Lo primero que pensé es qué suerte tenía por no haber utilizado antes Sacramento. Porque era el título de este libro. Hubiera sido forzado titular El Camino de los Ingleses como Sacramento, por aquello del sacramento de la amistad. Aquí me parecía que era el título perfecto. Desde antes de poner la primera palabra sabía que así se iba a llamar la novela.
—Eliges muy bien la portada del libro. Tu mujer, María del Mar Peregrín, coach, psicóloga y enorme lectora, te propone siempre alguna fotografía para ilustrar la novela.
—María del Mar sabía de qué trataba el libro. Buscó una imagen y me dijo: “Abre la mente. No sé si te va a gustar, pero a mí me parece perfecta”. La vi y dije que esa es la portada. Pero no acabó ahí. Contacté con el fotógrafo y tuve que pasar un examen. Me preguntó qué simbología veía en esa imagen y cuál era el contenido del libro. No quería poner un cura, una cruz o nada de eso. No quería hacer un libro que no fuera ni plano ni evidente.
—¿Cuántas versiones has escrito?
—Como mínimo, han sido cuatro entre las correcciones y versiones del libro. Y luego correcciones más parceladas, por llamarlo de algún modo, yendo a las zonas que me parecían más susceptibles de depuración. La primera versión fue bastante más voluminosa. Sobre todo en la primera y segunda parte del libro había muchas más páginas y me parecía que la novela quedaba descompensada estructuralmente y en el ritmo. No era necesaria tanta información previa antes de entrar en la historia. Ahí fui eliminando muchas páginas, alrededor de 150.
—Málaga es también protagonista de la novela.
—La ciudad formaba parte de la historia. Hay que tener en cuenta la cronología de don Hipólito, que nace en 1907 y atraviesa, siendo ya sacerdote, la llegada de la Segunda República. También la quema de conventos e iglesias, que en Málaga tiene un peso especial, además de la represión contra los curas y las monjas. Luego la Guerra Civil con la muerte de su hermano y él encarcelado. Y una brutal represión por parte del régimen franquista en la ciudad. Eso lo ve el protagonista en primera línea y me parecía que había que contarlo para ver la influencia de cómo todos esos acontecimientos de la ciudad repercutían en él. Sin esas circunstancias, el personaje quedaba más desdibujado y deslavazado. Era importante construir parte de la historia del país y de la ciudad. En Málaga se vive todo el proceso de España de un modo más acusado.
—Todo eso ya lo reflejaste en Málaga, paraíso perdido (Fundación José Manuel Lara).
—Sí, sí. Y hay más. El primer diputado comunista, Cayetano Bolívar, viene de Málaga. Los movimientos obreros de izquierdas eran muy fuertes y se manifestaban en ocasiones con mucha virulencia. La quema de conventos, que se origina en Madrid, es en Málaga donde tiene más eco. La Guerra Civil y el éxodo de la Carretera de Almería y la represión con Arias Navarro, entonces fiscal, el «Carnicerito de Málaga» [el último presidente del Gobierno nombrado por Franco, quien anunció por televisión la muerte del dictador] y con la Iglesia con clarísima connivencia y represora con el Régimen y el brazo en alto al estilo fascista… Todo eso lo ve don Hipólito y había que contarlo también.
—¿Y ahora? ¿Cómo valoras el empuje de la Málaga cultural y tecnológica? ¿Hay algo de cartón piedra?
—Depende de cuál sea el punto de referencia. Si se compara con los años de la posguerra, es el paraíso absolutamente. Lo que pasa es que un paraíso que tiene algo de trampantojo o cartón piedra, como dices. En el ámbito cultural hay mejoras, sin duda. La llegada de museos ha traído un turismo que no es el más deseable, pero eso también hay que llevarlo a escala mundial. Venecia es una ciudad intransitable. En muchas áreas de Barcelona ocurre exactamente lo mismo y se convierte en una especie de parque temático, pero en el plano puramente cultura, si comparamos Málaga con la de los años 70, ahora es un lujo absoluto por los centros literarios donde pueden verse a los mejores escritores nacionales. Claro que es mejorable, pero era impensable hace 40 años que podríamos encontrarnos en esta situación.
—Sacramento se escribió en buena parte durante los meses más duros del confinamiento. ¿En qué medida crees que la pandemia ha modificado conductas o ha cambiado el mundo que vivimos?
—En el aspecto cultural hubo una conmoción con lo que estaba ocurriendo en el mundo, en el país y con los muertos. Te preguntabas hasta dónde iba a llegar el derrumbe de las empresas y de las editoriales. Ese temor lo tuve en los comienzos. Luego, tras el empacho de Netflix y de hacer pan, la gente se puso a leer y se empezó a ver que el mundo editorial no solo no caía, sino que se mantenía con cierta fuerza. Ahora hay optimismo y se va a saber si esos lectores fueron ocasionales o se han hecho lectores. No lo sé. Tampoco me gusta ser adivino.
—¿Un lector de best sellers es recuperable para la literatura?
—Depende de la edad que tenga el lector y de las ambiciones. Sobre todo, qué significa para cada uno la lectura. Si es una mera distracción, una cuestión de evasión o entretenimiento, como el que ve películas de acción o el que come comida basura. Cada uno hace lo que le da la gana, y somos libres de hacerlo. También hay lectores que empiezan desorientados, que van exigiendo algo más que la distracción. Intentas entrar en otros mundos y cabezas. Ves la literatura como un espejo de ti mismo, donde te ves reflejado y ahondas en un conocimiento a través de personajes que están bien hechos y tienen profundidad humana.
—¿No se le concede demasiada importancia a las polémicas y a los premios literarios y menos a explicar bien las obras en sí?
—Hay de todo, y eso siempre ha sido así. Siempre ha convivido la literatura popular con una más exigente y de altura mayor. Ahora sigue ocurriendo con mucho más eco porque está la cultura de masas, pero ya no es nuevo. Hay mucho más ruido que en la época de Galdós, claro.
—Desde el principio renunciaste a tener redes sociales y hace un mes sorprendiste abriéndote una cuenta en Instagram llamada «El hijo del camionero».
—Ahí solo pretendo un poco de diversión, nada más.
—¿Solo pura evasión o hay algún germen de una posible novela en esos camiones?
—Es un juego, y hago algunos guiños con pequeñas reflexiones, pero ni siquiera me atrevo a llamarlos microrrelatos. Es poner pies de foto tomando como excusas los camiones. Mi padre tenía un camión y me ha llamado la atención la gente que está en el camino, en la carretera.
—Pensaba que tu padre era ferroviario.
—No, eso nunca.
—¿Entonces a qué se dedicaba?
—Mi padre se dedicó a muchas cosas. Era un buscavidas y una parte importante de su vida tuvo un camión. También llegó a tener dos. Mi padre tenía uno de la marca Leyland. El otro día estuve hablando con Juan Cruz de camiones porque su padre también tenía uno.
—¿Tiene futuro la ficción pura o dura, o cada vez estará más basada en hechos reales? En la promoción de Sacramento se dice en la primera línea que es un suceso real.
—Tengo confianza absoluta en la ficción pura y en la novela pura. Lo que pasaba es que esta historia estaba latiendo, pero no la ha escrito hasta que no se ha convertido en materia literaria. No me he tenido que apartar de mi camino para contar esta novela. Es como si a don Hipólito, a lo largo del tiempo, le hubieran salido raíces, ubicado en mi territorio literario y formara parte de mi mundo. No ha sido a la inversa. La historia ajena se ha ido impregnando de mi mundo, y a lo mejor por eso he tenido que contar cosas de mí mismo. No creo tanto en la novela simple o la clásica que esté un poco desfasada.
[Aquí siete ideas de Antonio Soler sobre la ficción]
—En alguna entrevista de la década los noventa solías decir que querías ser Dostoievski. ¿Hay que compararse con los grandes, o cada uno seguir tu propio camino y ser la mejor versión de uno mismo?
—Están unidas las dos cuestiones… Ahora mismo no sé si querría ser Dostoievski, que sigue siendo grandísimo, pero he evolucionado en el estilo. De joven me gustaba mucho Tolstoi, pero Dostoievski estaba por encima. Con los años me he hecho más de Tolstoi, aunque Dostoievski me siga fascinando. Hay que tomar como referencia a los grandes y tratar de estar a su sombra. Evidentemente sobrepasarlos está fuera de los límites, pero el no conformarse con lo que uno ya domina me parece vital. También el intentar trazar caminos paralelos y no volver a lo transitado. Entre otras cosas, porque sería un aburrimiento muy grande.
—Aunque no vas a decir de qué va tu próxima novela, ¿la tienes clara ya?
—Es posible que sí.
—¿Y las siguientes?
—Hay sombras. Ja, ja.
—Algunos escritores admiten que les van a faltar años de vida para las novelas que quieren hacer. ¿Es tu caso?
—No tengo idea… porque no sé si me voy a morir la semana que viene. Ja, ja.
—¿Cuáles son los clásicos que has releído este año?
—Faulkner. He vuelto a leer Santuario y Mientras agonizo. Y he estado hojeando muy seriamente El ruido y la furia.
—Estas novelas las leíste en tus veintitantos. Ahora, con 64 años, ¿qué te llama más la atención? ¿El trasfondo, la tramoya narrativa?
—Quizá me fije con más detalle en lo que antes ya lo hacía. Me quedé conmocionado cuando leí a Faulkner con veintitantos porque me estaba contando las cosas de otro modo y con mucha profundidad, como en El ruido y la furia, una obra de mucha complejidad y, aun interesándome mucho, había partes que no tenía claras por la dificultad intrínseca del texto. Todavía tengo un punto de fascinación más allá de la mirada técnica.
—Galaxia Gutenberg es una editorial que ha creído en ti. Has publicado ya cuatro novelas (Una historia violenta, Apóstoles y asesinos, Sur y ahora Sacramento) más la reedición de Las bailarinas muertas. ¿Qué te aporta Galaxia? ¿Estabilidad?
—Llegado a un punto de mi territorio y después de haber pasado por algunas editoriales donde he dejado muy buenos amigos, y de los que tengo muy buenos recuerdos, necesitaba un cómplice en la figura de un editor. Alguien que me propusiera un largo viaje juntos, con un concepto de lo literario muy cercano al mío, y donde la confianza mutua fuera muy sólida. Eso lo he encontrado con Joan Tarrida y Galaxia.
—¿Ahora es más difícil publicar para un autor joven o quien empieza en la narrativa? ¿Hay más embudo que cuando tú empezaste a mitad de la década de los ochenta?
—A lo largo de estos años y décadas he ido viendo cómo ese embudo se estrechaba y ensanchaba dependiendo de las épocas. Hubo una etapa donde ser joven era un atributo. Otro donde ser mujer era lo deseable. He visto distintas fases. En este exacto momento, y en el momento donde yo empezaba, el grado de dificultad es el mismo. Hay grandes grupos con diferentes sellos y tendencias. Y luego hay un grupo de editoriales que aunque no son enormes sí tienen unos catálogos muy abiertos y de una calidad contrastada. No veo que haya un grado de especial dificultad. A veces ocurre que en periodos de crisis económica que ese embudo se estrecha. Como antes hablábamos, la pandemia no ha repercutido negativamente en el mundo editorial.
—¿Qué tiene que seguir alimentando la vocación de un novelista? ¿Esa mezcla de inseguridad y determinación que antes has comentado?
—Eso es lo que conforma al trabajo en sí, más que la vocación o el deseo de escribir. La inseguridad es una especie de estado de alerta de no confiarte. Eso me parece absolutamente vital. El oficio no se acaba de aprender. Cada novela es un ejercicio distinto, por lo menos para mí. La determinación de sacar el trabajo adelante, cueste lo que cueste. Pero eso forma parte del momento en el que ya te has puesto a trabajar. Lo que te impulsa a escribir es algo que forma parte de tu vida, casi mecánico. El estar pensando en qué vas a escribir y qué forma le puedes dar a eso que se está dibujando en tu cabeza es un nuevo desafío y una nueva pirueta para alguien que ya vive en el trapecio.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: