Otro primero de diciembre, el de hace ahora noventa y seis años, ya casi un siglo, la diáspora parisina de los jazzmen estadounidenses alcanza su máximo apogeo con el charlestón que baila una mujer. Se llama Freda Josephine McDonald. Para su nombre artístico utiliza el apellido de su segundo marido, Baker. Y como Josephine Baker ingresará en el panteón de la memoria colectiva donde se honra a las mejores personas que ha dado la humanidad a lo largo de todos los tiempos.
Esta buena disposición hacia los afroamericanos está siendo el mejor caldo de cultivo para el descubrimiento entusiasta del jazz en nuestro país vecino. Francia, que también es la patria de la libertad y de la cultura, será el país que dará carta de identidad cultural al jazz. En Estados Unidos, la patria del linchamiento, el jazz es poco más que una alegre música de negros. Francis Scott Fitzgerald es uno de los norteamericanos blancos que más frecuentan el París de aquellos años. Acaso el más grande de los autores de la que él mismo llamará “la era del jazz” en una de sus colecciones de relatos —Cuentos de la era del jazz (1924)— es bastante racista. Aunque ni más ni menos que el común de los estadounidenses de los felices años 20. Como al resto de los norteamericanos de entonces, le gusta escuchar jazz clásico —sobre todo charlestón— mientras se emborracha.
Con el tiempo, lo del gran Borís Vian será muy diferente. Amará el jazz sobre todas las cosas y los grandes jazzmen protagonizarán algunos de sus mejores artículos. Publicados en la revista del Hot Club de Francia, está asociación de melómanos, fundada en 1932 por un par de estudiantes parisinos —Elwyn Dirats y Jacques Auxenfants— será la primera iniciativa, en el mundo entero, para la salvaguarda del jazz. Sí señor, será después de que Francia convierta al jazz en una música tan culta como pueda serlo la del romanticismo alemán o la del barroco italiano, cuando la cultura estadounidense acoja al jazz en su seno con todos los honores que merece.
Y el jazz, tan dado al mestizaje como muy pocas músicas, también será pasión de innumerables creadores e intelectuales, tan dispares entre ellos como el cineasta Louis Malle y el escritor Julio Cortázar. Más aún, el jazz llegará a ser la mayor aportación de la comunidad afroamericana al acervo de la cultura universal. Pues bien, toda esa dicha alcanza su cénit en el París que aplaude, hace ahora noventa y seis años, a Josephine Baker.
Unos meses antes, cuando cantaba en los clubes de su país, la joven Josephine —cuando no era rechazada directamente en los espectáculos por demasiado oscura y delgada— tenía que entrar por la puerta de atrás, la reservada a los niggers. En París, el Follies-Bergère se rinde a ella. Musa de las vanguardias, su cara inspira a los dadaístas y a los cubistas. Entre los músicos que integran la orquesta de la Revue Négre que protagoniza, se encuentra el genial trompetista Sidney Becket. Otro de los grandes del jazz clásico que también habrá de fijar su residencia en Francia y hacer de algunos clásicos de la chanson —La vie en rose, Petite fleur— clásicos de su repertorio.
Mas es Josephine quien, sin otro atuendo que una pequeña falda integrada por plátanos, pone a bailar con entusiasmo a la capital cultural del mundo. Bien es cierto que en el espectáculo en cuestión hay algunas referencias al supuesto salvajismo de los pueblos de color y colonizados que resultarán hirientes a las sensibilidades venideras. Pero no lo es menos que en París, y por ende en el resto de Europa, las personas de color comienzan a despertar una simpatía inusitada en América, e incluso en las colonias europeas, donde paradójicamente siempre han sido tratadas mucho peor que en las metrópolis.
Nacionalizada francesa en 1937 —en Estados Unidos nunca fue bien recibida—, lucha por esa Francia que tanto la quiso como una auténtica heroína. Miembro de la resistencia durante la invasión alemana, ya es una vedette en su otoño cuando, como un tipo duro cualquiera, llena sus canciones de mensajes para sus camaradas. Y es así como Josephine Baker contribuye a la liberación de Francia casi tanto como a la eclosión francesa del jazz.
Será una verdadera lástima que, ya andando los años 50 —una nueva edad dorada de la música que nos ocupa—, la gloria jazzística de Josephine Baker quede desdibujada entre los amantes del jazz, quienes comienzan a gustar del bop de Nueva York y el cool de San Francisco. Vuelan así, escuchando las legendarias grabaciones de Dizzy Gillespie, Miles Davis o Chet Baker, de la costa este a la oeste. Y comienzan a olvidarse de esa reina del charlestón que fue Josephine Baker.
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