Phil Gaines es un policía. Un Teniente del Departamento de Policía de Los Angeles. Nicole Britton es una prostituta de lujo. Viven juntos cerrando los ojos a la delgada y frágil frontera de sus mundos, negándose a reconocer sus pensamientos y sentimientos omitidos. Gaines es un solitario. No sabemos las razones pero no se encuentra cómodo sino en un cerrado pasado a cal y canto, el pasado de la América de los años 30 y 40: Cole Porter, Artie Shaw, los deportistas de leyenda, las big bands… como si esa evocación borrara de repente esos años medios de los 70, en los que aún pervive la resaca de los 60 que se llevó por delante el país, la convivencia y una cierta manera decente de mirar la vida, aunque quizás todo se rompiera antes, casi sin darse cuenta, cuando regresaron los veteranos como Marty Hollinger de la pesadilla de Corea, ciertamente no los mejores años de nuestra vida, para encontrarse con pesadillas emocionales y una familia desarraigada en todo.
Esa delgada frontera en la que viven Gaines y Britton la refuerzan con sueños de una escapada a Roma o a París, mientras en el tocadiscos suena la voz de Aznavour cantando «Yesterday When I Was Young», mientras la coraza de ambos cierra con cerrojo sus vidas más allá de ese refugio de pareja que prefiere no ahondar en los celos, la soledad o en algo más sangrante que emana de sus vidas, la vida en su crudeza del trabajo de policía o las mentiras de seda y sexo caro en la prostitución de citas y teléfonos que hieren dejando huellas indelebles en la intimidad de sus deseos.
Claro que Phil y Nicole viven en L. A., una ciudad en la que adolescentes huyen de su hogar, un hogar en pleno desarraigo familiar, y se enredan en sueños rotos, antes de nacer, de dinero, fama y lujo, para solo encontrar siniestros locales de sexo en el Strip y tramoyas de oropel de películas porno y orgías organizadas por lascivos abogados poderosos que visten trajes de 400 dólares y tienen mesa reservada en el Harry’s Bar, que imita al de Florencia o Venecia. Abogados cuyo poder significa librar de la justicia a narcotraficantes o ejecutar a enemigos del sindicato al que prestan su toga y su labia. Como Leo Sellars, que paga elevadas sumas a elegantes prostitutas como Nicole, en tanto que chicas como Gloria Hollinger acaban muertas, ahogadas, atiborradas de semen y drogas en una desierta playa de la ciudad de los milagros de L.A.
Una tarde, tras ver en un cine Un hombre y una mujer, Gaines lleva a Nicole a un bar, un bar cualquiera, de esos a los que te lleva la soledad o el desencanto a beber hasta emborracharte. Quiere decirle algo, porque algo bulle en su interior. Pero es Nicole la que cuenta cuán sola se ha encontrado, huérfana de un padre asesinado por una bomba en París, en la Avenue Montaigne y cómo él, Philip Gaines, es el único hombre que ha llevado ternura a su vida. Pero eso ya no basta, y en la intimidad de su piso Gaines rompe las barreras e irrumpe en la tierra de nadie del frente de combate, desata el demonio azul de los celos, expresa con palabras como cuchillos su desprecio por el comercio de Nicole, ella empaca sus cosas expresando los agujeros negros de su represión emocional, su carencia de amor verdadero, se pelean, se golpean, él la arroja a la cama, quiere poseerla, ella se resiste y ambos acaban abrazados dominados por otra violencia, la de la pasión que les devora, que destruye a la vez que construye las barreras de sus vidas. Ella susurra que es Ava Gardner, están en Madrid, mientras una orquesta toca una balada sentimental de siempre. En ese momento Destino fatal evoca la Biblia de las películas de amor y desprecio, de recuerdos y corazones rotos, que es Johnny Guitar, cuando Viena y Johnny, de madrugada en la cocina desierta del saloon de ella, se confiesan sobre el pasado, su dolor y cuánto, a pesar de todo, se aman y se necesitan.
A Gaines no le gusta el dry Martini, esa «bala de plata» de la que hablan maestros como Manuel Alcántara, Garci o el añorado Gistau, que cambió la la bala de plata por los mekonios de sus hijos. A Gaines no le gusta el dry Martini porque no sabe qué demonios hacer con la aceituna o con la cebolla; prefiere beber bourbon, Bushmill’s, tan seco, tan duro como su oficio de policía o una película tan noir, tan cine negro como Destino fatal. A Mrs. Hollinger sí le gusta el dry Martini, aunque apenas lo prueba cuando se cita con Gaines en un restaurante de esos que frecuentan con rubias oxigenada los abogados de trajes a 400 dólares. En una escalofriante secuencia. Mrs. Hollinger le cuenta a Gaines la historia de su vida, de su fracasado matrimonio, de su infidelidad, de su marido, Marty, el veterano de Corea que no puede olvidar la guerra y extraña el incongruente, el extraño hogar al que ha regresado y del que huyó su hija Gloria, una víctima colateral de la vida de sus padres. Aldrich fija el rostro de Ben Johnson como el mapa de arrugas y sufrimientos, de secretos y mentiras, el archivo dolorido de una vida, no quiere prisioneros y desprecia el laissez faire, laissez passer de la policía, no admitiendo el suicidio de su hija varada en aquella playa desierta. La busca del culpable es también un ajuste de cuentas por sus propias culpas, un descenso a los infiernos de la vida clandestina de la vida de Gloria y a la vez la condena de su propia existencia, ya sumida en ese infierno que le dejó Corea. Bob Aldrich, el Gordo Aldrich, como lo describía el maestro José Luis Guarner, filma, plano-contraplano, esa conversación entre Gaines y Mrs. Hollinger, sublime Eileen Brennan, magistralmente sobrio Burt Reynolds, como la confesión de una cristiana que ha perdido el sentido de su religión, el del sacrificio, inútil ante el Mal, del Hijo de un Dios. La pantalla se sumerge en la emoción, como le contaba Hitchcock a Truffaut.
Destino fatal es lúcida, filosófica, elemental, brutal y seductora, violenta e íntima; un noir tejido con los costurones de la vida de una ciudad desalmada, de una sociedad depravada, un noir que el guion de Steven Shagan, adaptando su novela titulada con irónica certeza City of Angels, parece haber excavado en juzgados de guardia, urgencias hospitalarias o comisarías de madrugada, una narración que parece haber escuchado el eco de las palabras de Albert Camus o Louis-Ferdinand Céline.
Claro que entre tanta oscuridad quizás, quizás, piensa Phil Gaines, aún haya ocasión de hacer justicia a Marty Hollinger, a los más débiles, como reflexionaba el abogado Frank Galvin en Veredicto final, quizás, quizás, aun sea posible decirle a Nicole cuanto la ama y preguntarle si de verdad le gusta su oficio, y proponerle una cita en el mostrador de la TWA en el aeropuerto de Los Angeles para largarse los dos solos unos días a ese lugar loco y feliz de Sausalito, quizás sea aún posible.
Aldrich, digamos que un maestro posclásico, filmó algunas obras maestras como El último atardecer, Doce del patíbulo, Rompehuesos, Alerta, misiles, Chicas con gancho, Honeysuckle Rose o La venganza de Ulzana; esta última, como Destino Fatal, una epopeya íntima sobre la necesidad de vivir con códigos morales que no ignoran que nuestra vida la gobernamos desde la intimidad de nuestros principios, aunque el mundo tienda siempre a desmoronarse sobre esos principios.
Quizás no hayan visto aún Destino fatal. Les aseguro que yo no la he olvidado, se ha quedado prisionera de la retina de mis recuerdos desde que la vi una noche de 1976 en el cine Palafox de Madrid. Sincera, honesta, brutal, romántica y desesperada, una manera de saludar a la vid que nos lleva y nos zarandea con o sin tormentas.
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Hustle (Destino fatal, 1975). Producida por Robert Aldrich y Burt Reynolds. Dirigida por Robert Aldrich. Guion de Steven Shagan adaptando la novela City of Angels. Fotografía, Joseph F. Biroc. Música, Frank de Vol. Montaje, Michael Luciano. Dirección de arte, Hillyard M. Brown. Vestuario, Betsy Cox, Oscar Rodriguez y Norman Sailing. Interpretada por Burt Reynolds, Catherine Deneuve, Paul Winfield, Ben Johnson, Eileen Brennan, Ernest Borgnine, Eddie Albert, Catherine Bach, Jack Carter, Colleen Brennan, David Estridge, Don “Red” Barry. Duración: 120 minutos.
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