Parece ser que ahora, en una plataforma de cine en streaming cuanto menos dudosa, circula una versión de La cabeza de Jano (1920), uno de los filmes perdidos de Friedrich Wilhelm Murnau. Mucho me temo que no sea más que uno de esos montajes de fotografías fijas de las distintas secuencias —aquellas que se mostraban como reclamo publicitario en las vitrinas de las salas de mi infancia, las que iba a robar Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)—, sobre las que una voz en off nos cuenta la peripecia de la cinta hasta que desapareció su negativo.
Al cabo, el asunto de La cabeza de Jano es una interesantísima variación de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886), el clásico sobre la dualidad de Stevenson. Su protagonista, el doctor Warren (Conrad Veidt), adquiere en un anticuario un busto que por un lado muestra la testa de un dios y por el otro la de un diablo.
Veintitrés años después de aquella primera noticia sobre La cabeza de Jano, me fue dado leer el espléndido artículo que Manuel Gutiérrez da Silva dedica a Nastassja Kinski en su Diccionario de actores (T&B Editores, 2004). En esas líneas dice: “Los mismos rasgos que en su padre conformaban una fealdad apocalíptica se conjugaban en ella con bella armonía”. Yo no sé si los hombres son o no son feos. Pero se me antoja que Klaus Kinski fue dueño de una de las peores cataduras de todo el cine de su tiempo. Los villanos del spaghetti western fueron para él un terreno abonado. Frente a ese rostro angelical de su hija, empero tan parecido, el padre se me descubrió como imagino al dios perverso de La cabeza de Jano.
Nastassja Kinski irrumpió en la cartelera comercial de los años 70 con la misma inocencia con la que Tess Durbeyfield, su personaje en Tess (1979), llegaba a la mansión de los d’Urberville en aquella adaptación de Thomas Hardy con la que Roman Polanski fue a rendir un último tributo a su amada Sharon Tate. Afortunadamente, Nastassja, sin llegar a ser esa inequívoca representación del mal en la pantalla que era su padre —a quien siempre odió y despreció públicamente—, tampoco era tan buena como parecía. La virtud, la inocencia inmaculada de las pastorcillas, siempre ha sido mucho más aburrida que el vicio de las cortesanas.
Ahora, que de todo hace ya tanto tiempo que en mi memoria se confunden los gestos y las actitudes de las chicas que lo fueron de veras con los de las soñadas en las películas, la imagen que transmitía aquella Nastassja Kinski de finales de los 70 —siempre con los labios húmedos, la mirada turbadora y un erotismo sofisticado, muy por encima de cualquier ruralismo y su pretendida inocencia—; es decir, la imagen de aquella Nastassja Kinski que todos quisimos tanto, se me antoja como la de ciertas jóvenes de mi época. Aquellas que ya habían llorado y habían hecho llorar, de modo que se sentían fuertes ante una nueva aventura. Sabían que la historia que empezaba iba a acabarse, pero querían disfrutar de su principio como si no lo supieran. En fin, mentiras tan gratas que merecían ser ciertas.
La dulce Nastassja —dulce sí que lo era sin fisuras— a mí me gustaba por su desparpajo. De hecho, la recuerdo haciendo el pino en Falso movimiento (Wim Wenders, 1975), su debut tras unos trabajos como modelo publicitaria. Y haciendo el pino también, gusto evocarla, en la secuencia de la proyección en Súper 8 de Paris, Texas (Wim Wenders, 1984), mientras en el score escuchamos la versión de Ry Cooder de la Canción mexica. En aquella obra maestra, Nastassja acabó con su imagen de chica inocente en otra secuencia memorable: la del peep show en el que su antiguo marido, Travis Henderson (Harry Dean Stanton), la visita.
Un tipo me dijo hace mil años que el onanismo es uno de los mayores tributos que un hombre, puesto a ello, puede rendir a la mujer que le inspira. Para eso visitaban a Jane Henderson, el personaje de nuestra actriz, los clientes de su peep show en Paris, Texas. Ciertamente, estos establecimientos ya existían antes de aquella cinta. De hecho, Sam Shepard, el autor del libreto de la cinta, se inspiró en uno de ellos. Pero después de aquella secuencia en que Nastassja Kinski perdía la inocencia, fueron mucho más frecuentes.
La pantalla de los años 70 fue sicalíptica como ninguna otra. Aun así, el erotismo que exhalaba la hija del ogro trascendía de la cartelera a la vida cotidiana. En un Madrid que empezaba a dejar de escandalizarse por todo, fue sonado el alboroto que provocó el inmenso mural que la mostraba desnuda, anunciando en el cine Callao Así como eres, coproducción ítalo-española del 78, dirigida por Alberto Lattuada.
Pero la maravillosa Nastassja tampoco era esa chica del atardecer de galanes otoñales que pudiera parecer enamorando a Giulio Marengo, el personaje de Marcello Mastroianni en aquella propuesta de Lattuada. Antes de ser una de las grandes musas del cine de la encrucijada que nos llevó de los años 70 a los 80 —sin duda su auténtica dignidad—, su segundo personaje fue una de aquellas endemoniadas que, también se enseñorearon de la pantalla de los años 70 tras el éxito de El exorcista (William Friedkin, 1973). Esa inocencia, con un poso de maldad que rezumaba la Nastassja primera, hizo que rozase la perfección en su creación de la novicia Catherine Beddows de La monja poseída (Peter Skies, 1976), la última producción de la Hammer Films en su etapa mítica.
Ya desde el primer momento, como todas las musas del softcore de los 70, Nastassja Kinski fue estigmatizada por los últimos retrógrados —que les llamaban los liberados—, esos inquisidores, siempre con la prohibición de la pornografía a cuestas y la cantinela de que el sexo es pecado. Apenas supieron que sólo tenía quince años cuando había tenido una historia con Polanski, para la opinión pública uno de los grandes pervertidores de menores, pusieron el grito en el cielo. A ese revuelo fue a sumarse una supuesta falsificación de su fecha de nacimiento —vino al mundo en Berlín en 1959—, a la que la actriz se prestó de buen grado para hacerse pasar por mayor de edad y que sus desnudos pudieran verse en Estados Unidos.
Paul Schrader, buen conocedor de ese puritanismo que había hecho de la joven Nastassja uno de sus objetivos principales, fue educado en el calvinismo más estricto y no se le permitió ir al cine hasta los 18 años. Seguro que significa algo que Schrader brindase a la dulce hija del ogro otro de sus grandes personajes: la Irena Gallier de El beso de la pantera (1982), su esplendido remake de La mujer pantera (Jacques Tourneur, 1942). Completa la filmografía ideal de nuestra actriz la Leila de Corazonada (Francis Ford Coppola, 1981), acaso su última ingenua.
Mujer libre donde las haya, nunca se dejó intimidar por las críticas de los puritanos. Amó en la vida real a no pocos de los grandes cineastas que trabajaron con ella, a cuantos hombres le dio la gana. Al final no fueron las insidias de los bienpensantes las que acabaron con la estrella de Nastassja Kinski, fue el cine comercial. Tras Los amantes de María (Andrey Konchalovskiy, 1984) comenzó a darse a él con largueza. Volvió a colaborar con Wenders en Tan lejos, tan cerca (1993) y con David Lynch en Inland Empire (2006). Después el tiempo se llevó a aquella chica de mirada imprecisa, en algún punto entre el bien y el mal. Desde el año 13 no ha vuelto a ponerse delante de un tomavistas.
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