El mediodía del viernes 9 de marzo de 2020 llegué a la casa de Almudena Grandes en la calle Larra, y la escritora me recibió sonriente y amable. La pandemia del Covid-19 comenzaba a azotar el mundo, y sin embargo nos saludamos dándonos dos besos en las mejillas. “Yo sigo dando besos”, dijo con la firmeza y resolución que siempre la caracterizó. Enseguida me ofreció un café y me invitó a pasar a su salón, donde conversamos una hora sobre la novela que acababa de publicar: La madre de Frankenstein. Fumaba y hablaba con vehemencia y así, ágil, profunda y por momentos tierna, respondió a todas las preguntas que le hice. Una semana más tarde, el mundo tuvo que confinarse y la vida, tal como hasta ese momento había sido, cambió para siempre. Este es el texto que escribí tras aquel encuentro.
***
Una de las primeras conclusiones que se extraen de la lectura de La madre de Frankenstein, novela de la escritora madrileña Almudena Grandes, es que se trata de una obra de marcado carácter político. Al respecto, Grandes dice que hay buenas razones para pensar que el carácter de esta novela es político, porque el tipo de represión y de clandestinidad de las que se habla en esta obra no son las previsibles. “Aquí se habla de una represión aparentemente invisible, transparente, sobre la intimidad de las personas. Y hay una clandestinidad también sentimental. Eso concentra el aspecto político de la novela en el hecho de que no hay pistolas ni acción armada”.
Grandes habla en el salón de su amplio y luminoso piso, donde se ha dedicado los últimos diez años a la escritura de estos “Episodios de una guerra interminable”, serie que comenzó con Inés y la alegría, seguida por El lector de Julio Verne, Las tres bodas de Manolita y Los pacientes del doctor García, y que concluirá con la novela titluada Mariano en el Bidasoa, uno de cuyos temas será el principio de ETA y cómo la gente de izquierda vio a ese grupo terrorista.
Respecto a La madre de Frankenstein, Grandes explica que sus personajes viven sumergidos, en todo momento, en un clima de miedo y, sobre todo, en un asfixiante ambiente de silencio. “En esta novela se aprecia que el silencio fue fruto del terror”, destaca la autora, “el terror de los años 40 que le costó la vida a más de cien mil personas en tiempos de paz; que arruinó a multitud de familias; que dividió a muchísimas parejas, y que le costó la prosperidad a millones de españoles; un terror que en los años 50 cuajó y maduró, y cuya fría expresión fue el miedo, porque en los años 50 en España nadie hablaba con nadie y nadie hablaba de nada. Ese momento fue el ideal para que floreciera lo que se llamó el nacionalcatolicismo, que parece una ideología pero que en realidad no lo es, sino que es una especie de engendro ideológico de ocasión que combina el puritanismo más rígido de la iglesia católica más conservadora con el autoritarismo de un Estado fascista, lo que nos sitúa en un país donde todo es pecado y donde todos los pecados son delitos, algo que llevaba a la gente a jugarse no solo la vida eterna sino también la cárcel, y donde la denuncia era la forma más exitosa de ascender socialmente, generando al tiempo una clandestinidad sentimental, pues debajo de la aridez había corrientes cálidas donde era posible la amistad, la complicidad, el sexo y el amor, pero siempre sin que nadie supiera nada ni te pudiera denunciar”.
Este clima se aprecia claramente en un pasaje donde la autora escribe que esta historia trata de “la tragedia de una chica y el chantaje de una monja”. “En ese sentido”, indica Grandes, «hay una idea que resume la novela: la principal diferencia entre vivir en una dictadura y vivir en una democracia es que en una democracia las personas que están en libertad son libres; pero en una dictadura puedes estar en libertad, pero no ser libre, no tener capacidad de tomar decisiones libremente”.
María Castejón, ese personaje central de La madre de Frankenstein, representa fielmente lo que fueron las mujeres españolas en aquella época. Grandes puntualiza que ese personaje padece, por un lado, una serie de experiencias donde “las personas de orden se ven con derecho a intervenir en la vida privada de la gente, y por otro refleja una represión específicamente femenina, pues las mujeres eran el objeto de deseo, el objeto de pecado y el proyecto de pecado. Una mujer en esa España solo podía sobrevivir si se convertía en la policía secreta de sí misma, porque cosas tan inocentes como enseñar los brazos o ir sin medias arruinaban su reputación. Pero había una cosa todavía más grave y que se ve en la novela: el amor era lo más peligroso que podía haber, porque si una cedía a la tentación de enamorarse de un hombre que no fuera exactamente el que la sociedad pensaba que estaba destinado para ella, lo primero que aprendía era que lo suyo no había sido amor, había sido vicio, perversión, etc. Y si se te ocurría enamorarte, te convertías en un desecho social, condenando a las mujeres a estar solas o arrastrarse por el fango eternamente. Esa dureza de la vida de las mujeres españolas en los años 50 la representa María Castejón. Pero por otro lado está el hecho de contar la novela desde un manicomio de mujeres, donde tienen lugar muchos pasajes de esta historia, lo que hace que ese espacio se convierta en un microcosmos que ejemplifica y expresa las partículas tóxicas que se respiraban en un macrocosmos que era un país de locos, un país que era un manicomio”, afirma.
Otro de los personajes centrales de La madre de Frankenstein es el doctor Germán Velázquez, un psiquiatra exiliado en Suiza que vuelve a España para poner en práctica un estudio clínico de clorpromazina en el manicomio de Ciempozuelos. “Este personaje”, refiere Grandes, “representa muy bien esa especie de condena del exiliado que se siente culpable porque le ha ido bien, y cuando vuelve a España se encuentra en un país que reconoce, pero no entiende nada de lo que pasa, pues los códigos de comportamiento y las actitudes de la gente han cambiado, y es como un marciano”.
Germán también refleja, por el momento histórico en que vive su exilio en Europa, que la libertad está en todos los frentes muy amenazada. “Es un hombre que está en una ratonera”, admite la escritora, “y que al volver a España en realidad se quita un problema que tiene en el país donde vive, Suiza, de donde sale la historia de la familia judía Goldstein, que protagoniza otra parte de la novela. Esa familia me permite generar toda una distorsión de los afectos, de la seguridad, porque en el fondo todos son como náufragos amarrados a un madero y no tienen libertad. Y es que toda guerra es una tragedia y pasar por una experiencia como pudo ser la derrota de la República española o el Holocausto es algo que marca indeleblemente; es algo que a mí me impresiona muchísimo. Pero lo que yo he querido contar en el personaje de Germán sobre todo es algo que me llama mucho la atención: que los resistentes que he conocido, los que habían estado en España, a pesar del sufrimiento, de la cárcel, de las palizas, eran gente más alegre y conforme con su vida que los exiliados que tenían siempre esa amargura de no haber estado y no haber sufrido, no haber participado. Los Goldstein dejan a un hijo en Alemania, se van a Suiza y se sienten culpables de no haberlo salvado, y Germán también”.
Pero en el centro de esta novela, como un personaje tutelar, destaca la feminista española Aurora Rodríguez Carballeira. Almudena Grandes confiesa que llevaba treinta años dándole vueltas al tema de esta parricida, una mujer culta, educada y feminista que el 9 de junio de 1933 entró en la habitación donde dormía su hija, la célebre militante socialista y teórica de la liberación sexual Hildegart Rodríguez, y le disparó cuatro tiros. Y que desde que leyó la historia clínica de esta mujer, condenada a veintiséis años de cárcel, veintidós de los cuales los pasó recluida en el manicomio de Ciempozuelos, escrita por el psiquiatra Guillermo Rendueles, la autora de Las edades de Lulú, Malena es un nombre de tango o Modelos de mujeres comenzó a pensar que España entera, en los años posteriores a la Guerra Civil, se había convertido, literalmente, en un manicomio.
“Aurora cumplía todos los requisitos para convertirse en el modelo de mujer de la España republicana: era muy inteligente y culta, era autodidacta (el psiquiatra nacionalcatólico Antonio Vallejo Nájera llegó a decir que ella era el resultado de lo que pasaba cuando una mujer leía sin dirección espiritual), era una mujer rica e independiente que emprendió proyectos por su cuenta sin tener que casarse, y no rehuía la vida pública. Y ante todo y sobre todo era una enferma mental, una paranoica que creía que había venido al mundo para labrar la felicidad de la humanidad y que se sentía perseguida por el MI5 y las potencias internacionales. Pero cuando yo leí su historia clínica, cuando leí que en los años 40 sabía lo que era la vasectomía y los psiquiatras que la trataban no, cuando leí que ella afirmaba que la sexualidad femenina era más poderosa que la masculina y se reían de ella todo el tiempo, entonces empecé a pensar que todo estaba al revés. Por otro lado está la psiquiatría, que por un lado otorga a los malos psiquiatras el poder universal sobre la vida privada de sus pacientes, y que en aquella España franquista fue una pieza fundamental del régimen, porque otorgó un barniz científico a la represión física y moral, encabezada por Vallejo Nájera y su teoría del «gen rojo» que decía, a partir de sus teorías sobre eugenesia, que el marxismo era un gen intrínsecamente vinculado a la inferioridad mental, de lo que deducía que todos los marxistas eran seres inferiores mentalmente a los que se les debía extirpar ese gen para que la raza española mejorara. Hoy puede parecer una película del Joker, pero fue real, y permitió la supresión de los portadores, cosa que se hizo abundantemente, o hizo posible que cuando se llegaba tarde y los portadores ya habían tenido hijos, les quitaron a esos hijos y los dieron en adopción a familias ejemplares. Así que eso dio justificación científica a fusilamientos y robo de niños, una de las grandes aportaciones españolas a la infamia universal, algo que no se inventó en Argentina sino en España. En ese contexto, otros psiquiatras del Opus Dei afirmaban por su lado que la homosexualidad era una enfermedad que se podía curar y que el lesbianismo no existía y que era una desviación, y ellos también dieron barniz científico a la moral oficial que era asfixiante. Y que por supuesto volvió más loca a la sociedad”.
En ese contexto, Grandes relata que el catálogo de cosas peligrosas o inmorales de esa España “era infinito”. “Una mujer no podía tener un amigo hombre, porque como se te ocurriera darle un codazo en la calle a un hombre que no fuera tu hermano o tu padre, te convertía en una mujer de mala reputación. Había miedo incluso a que la gente se diera cuenta de que a una persona le gustaba leer por las noches. Muchos niños se criaron en esa España oyendo a sus madres todos los días decirles: «En el colegio no se cuenta nada de lo que se habla en casa». Eso fue muy importante para la salud mental de los españoles”.
Por todo ello, esta novela guarda un potente mensaje universal que da vigencia al relato que Almudena Grandes hace en esta novela. “El fascismo es universal y utiliza los mismos métodos, carga contra las mismas personas, medra de la misma manera y, sobre todo, ilustra los riesgos a los que podemos enfrentarnos de dejarnos arrastrar por dictaduras como la franquista, donde existía una unión íntima entre la iglesia católica y el Estado”.
Por otro lado, esta novela recuerda que el machismo “no es un decálogo, sino una ideología odiosa que humilla a las mujeres y que en aquella época era muy tolerado por el Estado. Por desgracia, la historia del clásico señorito hijo de puta seduciendo y abandonando a una chica pobre y sin recursos es una historia inmortal. Y uno de los personajes vive ese clasismo terrible y esa limitación de la libertad, porque no se podía hacer nada fuera del carril social al que estabas asignado por nacimiento, desde elegir una profesión, casarte, tener hijos, educarlos, siempre en tu carril. Y eso también tiene qué ver con un país de locos”.
En última instancia, La madre de Frankenstein es un relato sobre la rebeldía de mínimas biografías en la capital de un país ocupado, sometido a la humillación perpetua de su miedo y sus culpas, algo que refleja, admite Grandes, el espíritu de toda la serie de los “Episodios de una guerra interminable”. “En ese sentido sigo el modelo de los Episodios nacionales de Galdós, un escritor grandísimo que nos enseñó una forma de contar la Historia, donde las vidas privadas de la gente pequeña sirven para contar la gran historia pública de las naciones. En los Episodios nacionales los narradores son siempre gente corriente: soldados, niños de la calle, algún maestro jubilado, guerrilleros, curas, siempre hay alguien anónimo que representa a muchos personajes reales de los que no importan, que es el narrador, y luego están los grandes personajes de la Historia que entran y salen. En esto he seguido el modelo de Galdós, contando la historia desde el punto de vista de los perdedores de la guerra y, al mismo tiempo, de las personas más cargadas de esperanza, las más alegres y tenaces”, concluye.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: