A través de la memoria y de los recuerdos familiares, el periodista y escritor Rafel Nadal, uno de los autores importantes de la literatura memorialística de este siglo, ha conseguido levantar una saga monumental compuesta por Cuando éramos felices y Días de champán, que ahora culmina con Cuando se borran las palabras (todos en Destino) donde nos ofrece una mirada íntima y delicada con la que homenajea a padres y abuelos. Zenda publica un adelanto de esta última novela.
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Al lado de la ventana
Mi madre miraba por la ventana, pero no sé lo que veía. Estaba en el comedor de la casa familiar de la plaza de Santa Llúcia como siempre, sentada en un sillón orejero, con las manos juntas sobre el regazo, la cabeza inclinada hacia la derecha, los labios cerrados y los ojos vidriosos mirando a saber qué más allá de la terraza y del campanario de Sant Pere. No tenía grandes complicaciones de salud y parecía estar en buena forma; en la buena forma física que se puede estar a los noventa y ocho años y pasándose todo el día entre el sillón y la silla de ruedas. Podía parecer que todo era como antes, como siempre, pero nada era igual. Se habían borrado las palabras. Todas. El diccionario entero.
Al principio, hace cinco o seis años, se borraron las palabras difíciles, las más complicadas.
Después empezaron a desaparecer las normales, las sencillas.
El paso del tiempo barrió también las más cortas, incluso los monosílabos.
Hace ya cuatro años que no habla. Ni una palabra.
Los lingüistas dicen que las cosas no existen si no tienen nombre. Por eso, cuando las palabras se borraron, las cosas también dejaron de existir. Primero desaparecieron solamente algunos episodios puntuales de su vida. Después se desdibujó todo lo que había compartido con las cosas y con nosotros, que también perdimos el nombre.
De la noche a la mañana se borró su risa un poco asustada de un día radiante de verano en la antigua terraza de La Fosca, poco antes de la guerra, mientras sujetaba en la mano una langosta descomunal que había pescado el abuelo Pepitu, una langosta más larga que ella misma, tan grande que la cola llegaba al suelo y las antenas la sobrepasaban en altura.
Se borró el pánico de una noche de junio en que el abuelo, enfadado porque lloraba, la metió en la barquita auxiliar, minúscula e inestable, y la dejó más de dos horas atada a una boya, a merced de las olas, en medio del mar, enfrente de la bahía de Palamós: sola, encogida encima de una red, aterrorizada y con la mirada perdida en aquellas aguas oscurísimas, esperando que volviera su padre, que se había ido mar adentro en la costa del cabo Gros a pescar con luces.
Se borró la bofetada que le sacudió el abuelo un día por empinar el porrón y fingir que bebía cuando aún no había cumplido los siete años y estaban comiendo en la playa después de coger mejillones en el Furió de cala Estreta.
Cuando hacía semanas que estaba sentada el día entero en el sillón orejero, al lado de la ventana, callaron los ladridos del perro Mastega, enorme como un san bernardo, que de pequeña la seguía a todas partes hasta que un camión cargado de chatarra lo aplastó enfrente del cuartel de la Guardia Civil, en la calle del Galligants de Gerona.
Se apagaron las chanzas sobre lo mal que se le daba al abuelo Pepitu despachar en la perfumería que ella y la baba habían abierto en la calle Muntaner el año en que se trasladaron a vivir a Barcelona, cuando la guerra.
Se rasgó en mil pedazos ilegibles el carnet de la UGT que se había hecho el abuelo cuando lo convencieron de que dejara la perfumería y se colocó en el almacén de Schröder, un sueco amigo suyo que importaba madera en el puerto de Barcelona.
También desapareció el recuerdo de la claustrofobia que la paralizaba cada vez que bajaba al refugio con la baba Teresa aquellos tres días de marzo de 1938 en que la aviación italiana bombardeó ferozmente la capital de Cataluña y causó más de mil muertes entre la población civil.
Las noches al raso en las montañas del Rocacorba y los Àngels, cuando volvieron a Gerona y tenían que saltar todos los días de una orilla a la otra del río Ter por miedo a quedarse atrapados, a merced de la legendaria crueldad del general Líster, que dirigía la retirada de la Primera Brigada Mixta de la República hacia la frontera.
Aquellos cadáveres de soldados republicanos jovencísimos que murieron el último día de la guerra bajo el fuego de los fascistas italianos en la calle de la Rosa, justo detrás de casa, y que el abuelo Pepitu la obligó a mirar de uno en uno para que reconociera a los chicos asustados, pero todavía vivos, que dos tardes antes le habían echado piropos en el portal del monasterio de Sant Pere.
El titular «Siete chicas de Gerona van a Barcelona a estudiar carrera universitaria» que publicó el periódico local Los Sitios en las páginas interiores para dar la noticia y que causó un gran revuelo en la ciudad porque aquel año solo había dos chicos entre los nueve jóvenes gerundenses que iniciaban estudios universitarios.
El Premio Extraordinario de Licenciatura en Historia con el que culminó la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona, y también la tesis doctoral sobre el condado de Ampurias, que dejó inacabada poco después de casarse.
Con el paso de los días, se quedaron enterrados en la playa de Castell los dedos de papá, su Manel, que le acariciaban la palma con pasión contenida cuando aún no eran novios formales y hacían manitas hundiendo las manos en la arena a escondidas de la familia y de los veraneantes del lugar.
Se acabó difuminando el olor de los eucaliptos cuando salía del brazo de papá, que estaba flaco como un fideo, el 10 de abril de 1947, el día de su boda en la capilla de La Fosca.
Se ahogaron los gritos desmesurados que lanzaba con voz femenina desde una gradería de hombres contra el árbitro que pitaba en el partido del Gerona contra el Barakaldo, en el antiguo estadio de Vista Alegre, un año en que el Gerona jugaba en segunda división.
Y se fundieron las pendientes nevadas de los bosques suizos por las que le gustaba deslizarse sentada en un plástico el invierno en que viajaron a Ginebra para ir a visitar a Lluís, el hermano de papá, que trabajaba allí de arquitecto.
Poco después empezaron a diluirse las ramas familiares de papá y de mamá, sagas completas que solo ella sabía de memoria. Todo lo anterior a los abuelos se difuminó irreparablemente: el bisabuelo Esteve Farreras, la baba Jerònima Ventura, el bisabuelo Josep Forns, la baba Mercè Navarro, el bisabuelo Manel Nadal, la bisabuela Enriqueta Vilallonga, el bisabuelo Francisco Oller, la bisabuela Joana Viader. Desde entonces resultó inútil invocar estos nombres, se convirtieron en fantasmas sin nadie que se acordara de ellos para darles nueva vida.
También se desdibujaron personajes que siempre habían sido familiares y otros más imprecisos perdieron sin remedio los contornos que nos los habían hecho tan cercanos: Estevenet, el hermano cojo del abuelo Pepitu; el padre Fernando, el hermano buenazo de la baba Teresa; Josep Gros, el encargado del almacén, que vivía en el piso de al lado en Santa Llúcia; Lolita, la inseparable prima mayor de Barcelona; el bisabuelo Genís, que había llegado a Gerona siguiendo la construcción de la vía del tren y decidió quedarse.
De repente fue como si Lola del Pont, Juanita y Maria las de l’Escala, Quima la de la casa Quima, Paco el de Perpiñán, Butxaca el de Tremp, Nac el pescador, Catalina la maestra y Modesta —que me quedo sin saber lo que hacía— no hubieran existido. Nombres de personas (algunas ni las conocíamos ni las habíamos visto nunca) que eran como de la familia porque oíamos hablar de ellas al anochecer, cuando cenábamos en la mesa de la cocina y nos llegaban las conversaciones de los mayores, que estaban en el comedor. Nos habíamos imaginado historias estupendas de todas ellas, llenas de aventuras emocionantes, agrandadas por la predisposición infantil. Pues se nos escaparon de las manos.
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Autor: Rafel Nadal. Traducción: Concha Cardeñoso. Título: Cuando se borran las palabras. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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