Escribía Luis Landero en su Huerto de Emerson (Tusquets, 2021), recordando aquel poema de Juan Ramón Jiménez: “¿Mar desde huerto? / ¿Huerto desde el mar? / ¿Ir con el que pasa cantando? / ¿Oírlo desde lejos cantar?”, que hay personas que prefieren soñar la vida en lugar de vivirla. Imaginarla, endulzarla por medio de las ilusiones que se tienen y que, sin querer, no se dejan de tener. Como si fuera una característica inherente en el ser humano, un rasgo inevitable que algunos pueden tachar de «enfermedad», o padecimiento, y otros en cambio de creatividad. No resulta difícil encontrar artistas que padecen precisamente, como les gustaba decir a Garci y a Gistau, “la nostalgia de lo no vivido”, aunque en este sentido lo que ambos añoraban era una época que inevitable no pudieron vivir porque o bien llegaron demasiado pronto o bien demasiado tarde. La época ideal se les escapó de las manos y por ello sólo les quedaba soñarla. Al igual que Landero cuando expresa “tengo nostalgia de todos los caminos que no he andado”, pero que gracias a la lectura y a los libros los ha recorrido; ha viajado, ha visto y ha vivido. He aquí la magia de la literatura. Y en relación a los versos de Juan Ramón Jiménez concluye afirmando que lo suyo es “mar desde el huerto y oírlo desde lejos cantar”.
Sin embargo hay autores que prefieren lo contrario y que inevitablemente levan anclas, se adentran en la mar y dejan que las olas les lleven allá donde la marea decida. Allá donde no haya ruta, ni destino fijo, sólo aventura. Joan Didion, fallecida el pasado 23 de diciembre, era el tipo de autoras que padecía esto último. De las que se adentraban en terreno desconocido. “Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa”, afirmó. Averiguar su «propio yo». Desnudarse, o descarnarse, para encontrar su propia voz y así trasladársela a todo aquel que se asomara a sus páginas en sus novelas, artículos o ensayos. Didion visualizaba el huerto desde el mar u oía a alguien cantar e inevitablemente lo acompañaba, aunque en más de una ocasión acabó siendo ella la cantante que interpretaba la canción. De nada le sirvió imaginarlo ni sentir nostalgia de lo no vivido, porque por una razón u otra, llámese azar o destino, le tocó vivirlo y así lo dejó por escrito. El ritmo de su escritura lo marcaron sus dedos sobre el teclado, y su melodía, que son sus obras, es lo que ha legado: testimonios reales y francos que huyen de la falsa necesidad de teñir la vida con un color más amable. Si había que contar una tragedia, traducida en dos pérdidas como la de su marido Gregory Dunne y la de su hija Quintana, la contó abriéndose en canal a través de El año del pensamiento mágico y Noches azules, respectivamente, descargando sobre su pluma aquello que estuviera oprimiéndole el alma con tal de liberarse, respirar y encontrar un motivo por el cual valiera la pena seguir viviendo. Un huerto, una canción, o quizá los dos.
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