Todos los libros tienen su historia. Si lo pensamos, la historia del que los escribe, la historia del que los edita, la del que los vende y la del que los compra y lee. O simplemente la del que los lee, que ya es mucho. Yo podría hablar de muchas historias de los libros, pero hoy quiero referirme a la de los que compro, la de los que me regalan, la historia de muchos libros que llegan a mis manos, de la forma más variopinta.
Muchos libros los compro, por supuesto. Ahora, al escribir sobre ellos de vez en cuando, me los mandan las editoriales cuando los pido y tienen esa gentileza. Muchos también me los han regalado familiares y amigos. Mi tío Eduardo, hermano de mi madre, sobre todo en la infancia, adolescencia y primera juventud —a lo largo de toda mi vida, si lo pienso bien—, me ha regalado muchísimos libros. Toda una formación del artista adolescente, o no tan adolescente.
En realidad me llegan libros de la forma más variada, y todos me hacen feliz, todos son amigos y compañeros de mi vida: gracias a ellos los días, pese a todo, son una alegría, desde que me levanto hasta que me acuesto. Fecundan mis pensamientos, potencian mi imaginación, me divierten, y sobre todo, ya digo, me hacen feliz.
Hace poco me llegó Tuareg, de Alberto Vázquez-Figueroa, en RBA, en una edición de quiosco que yo recuerdo muy bien, en tapa dura, azul. Tengo otros libros de esa colección, como La caza del Octubre Rojo, El padrino, La casa Rusia… Para mí éste, Tuareg, es un libro muy especial; lo es la novela en sí y lo es esta edición, por lo que contaré ahora. Un mendigo se lo dio a mi madre en la calle. Le dijo que él no sabía leer y que rezara por él. Ahora yo también rezo por él. Este hombre no sabía, por supuesto, que el hijo, uno de los hijos, de aquella señora, había escrito un libro sobre el escritor canario. Para mí ese Tuareg está cargado de significado, de valor, y en el modo en que llegó a mí encuentro algo que estimo mucho.
Hace poco también, en la calle, compré otro libro para mí importante. Lo vendía un hombre que tenía muchos papeles alrededor, como si fuera un erudito, muy original, papeles que parecían apuntes para escribir algo. Tenía bastantes libros en el suelo, sobre una sábana o manta. Yo acostumbro mirar los libros de la calle porque de vez en cuando encuentro uno que me gusta (ya el mero hecho de mirarlos me gusta). Este hombre se parecía al personaje de un cuento que escribí hace años, más de veinte, yo creo que en primero de carrera: “Extraño hombre regala libros en el metro madrileño”, algo así decía mi cuento de su protagonista.
Ahora que lo pienso estos dos hombres asociados con los libros podrían ser el personaje de aquel relato mío.
Había un libro que me llamó la atención entre los que tenía en el suelo este peculiar sabio —me parece que los sabios de verdad son siempre peculiares—: Otra historia de España, de Fernando Díaz-Plaja. Del autor había leído algún libro y me había gustado. Recuerdo Cómo escribir y publicar, en Temas de Hoy, que a mí me fue útil hace muchos años y al que ahora, es curioso, he vuelto. Tengo en casa algunos otros libros suyos. Me acuerdo que pasé por el puestecillo, si así se puede llamar, de este hombre, y recuerdo que no lo compré para no cargar con el libro, pues iba andando algo lejos, precisamente a la presentación de otro libro, el último de Inocencio F. Arias, Esta España nuestra, en el Ateneo de Madrid. Pero a la vuelta pasé de nuevo por el puesto, estaba todavía el hombre, y le compré el libro. No me pareció barato, dado que era un libro de segunda mano, pero lo pagué encantado.
Sin embargo debo decir que el valor de los libros es especial, porque para mí siempre es infinito, o incalculable.
Otra historia de España, mi ejemplar (Plaza & Janés, 1972, tercera edición) estaba, está, nuevo por dentro, y en buen estado por fuera. Una gran parte de los libros que compramos de segunda mano están nuevos, al menos por dentro, y aunque a veces se vendan como “ya leídos” resultan, o lo parece al menos, que no los ha leído nadie.
A veces pienso que hay más libros que lectores, muchos más —quizá sea esto obvio, si bien para mí tiene carácter de descubrimiento—, pero me sigue maravillando encontrar en librerías de lance, como la que suelo frecuentar en Madrid, El Desván del Libro, tan bien regentada por el librero Manuel, libros prácticamente nuevos, a menudo, y a muy buenos precios.
Desde pequeño vi el libro como una especie de parque de atracciones. No sólo convierte en fiesta la soledad sino que hace, cuando tienes entre manos un buen libro, que persigas la soledad para ponerte a leer. El libro te da mucho, muchísimo, tal vez infinito, porque hace que te fundas con él —todavía más al escribirlo—. He tenido algunas conversaciones en torno al libro con Arturo Pérez-Reverte, por poner un ejemplo representativo, y creo que no he conocido a nadie que los valore tanto como él —y he conocido a muchos que los valoraban mucho—, quizá de la forma en que los aprecia él, que los ha convertido en auténticos camaradas, eje de sus días.
Ahora que vivimos tiempos de gran tribulación por la pandemia el libro se ha revelado en todo su potencial, aunque sus auténticas consecuencias seguramente tardarán en notarse, en el futuro. Porque los libros fecundan y tienen sus propias cosechas. Quizá nosotros entonces ya no lo podamos captar, o ya hayamos olvidado. Se venden más libros que antes, dicen. Se leen más libros que antes… Yo escribí hace tiempo un artículo titulado “El libro es la solución”, en el que hablaba de todo esto.
Cuando salgamos de esta etapa, y Dios quiera que salgamos pronto, el libro habrá puesto en nosotros lo que siempre da, lo que siempre me ha dado a mí al menos: imaginación, diversión, ideas, inteligencia, y por qué no, evasión, sana y muy justificada evasión, la esperanza de que otro mundo es posible, un mundo mejor, un mundo que antes de existir en cualquier otro lugar existe en los libros. Es decir, en nosotros mismos, parte esencial de lo mejor que hemos hecho en nuestro paso por la Tierra, parte esencial de lo que somos.
Impresionante
¿Por qué los tuareg visten siempre ropas de color azul (añil) obscuro e incluso negro?
¿Es edición de quiosco o del círculo de lectores, como el de mi madre?