Silke irrumpió en el cine español de los años 90 con las mismas dudas que Niña, su personaje en Hola, ¿estás sola? (1995), respondía a la pregunta que daba título a aquella cinta de Icíar Bollaín, donde se dieron a conocer para el común de los espectadores, actriz y directora. Hablamos de una chica de Valladolid —su papel de entonces— que ha abandonado la ciudad castellanoleonesa junto a su amiga Trini (Candela Peña). Una y otra, cada una a su manera, las dos viajan en pos de su independencia. Quieren ser libres y ricas y se han venido a Madrid convencidas de que en el amado Foro es donde pasan esas cosas. Si hay alguna lista de road movies femeninas, este debut en el largometraje de Bollaín debe figurar en ella junto a Messidor (Alain Tanner, 1979) y Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991). Pero, frente a la desesperación de sus dos precedentes, la cinta española es la más optimista. No sabría decir —y es delicado hacerlo— si esto se debe a que de las tres es la única que está focalizada por una mujer —que suelen ser más positivas— o al buen talante que rezumaba Silke.
Esa primera imagen de Silke bien podría ser la que define el paso por la pantalla de la musa más rutilante y efímera del cine español de los años 90, para ella la etapa más confusa de su vida. Particularmente, siempre he tenido la sensación de que era como una hippie de los años 70, que miraba aquellos bailarines de música electrónica —a quienes supongo heraldos de esa cultura clubbing, que comenzó a imponerse entonces y quizás haya tocado a su fin con la pandemia— desde otra época. Como lo hubiera hecho una freak de mi adolescencia.
Sé que es algo subjetivo, sé que hablo mucho de ellas. Pero comprenda el lector que fueron —nunca mejor dicho— uno de los pilares de mi educación sentimental. Además, objetivamente hablando, ese viaje de Silke a la India en busca del sosiego que perdió con la fama se asemeja tanto a ese periplo que llevó a meditar a Katmandú a varias de aquellas hippies que yo veía en las buhardillas de la Latina y Malasaña —cuando aún era el Barrio de las Maravillas de Rosa Chacel—, que todo en Silke me recordaba a aquellas chicas. ¡Y no digamos su actual retiro como artesana en Ibiza!
En fin. Puede que las mujeres libres e independientes, como siempre fue y nunca quiso dejar de serlo ella, sean iguales en todas las épocas. O puede, sencillamente, que solo cambie el adjetivo y algunas costumbres, pero que la bohemia siempre sea la misma.
Cuando el cine reparó en Silke, la musa que no quiso serlo era una joven que tenía un taller de piercing en Malasaña, junto a una amiga. Siempre interesada por la creación, así en abstracto, asistía a unos cursos de interpretación de William Layton. Allí la descubrió Julio Medem. El autor de Lucía y el sexo (2001), indiscutiblemente uno de los grandes realizadores de la pantalla finisecular española, llegó antes —y ella siempre le consideró su mentor frente al tomavistas—, aunque la cinta de Bollaín se estrenó primero.
Y lo primero que perdió la incipiente actriz, que apenas despuntaba ya era una estrella, con las servidumbres de la fama, fue la vida cotidiana, el día a día de Malasaña. De todas las jóvenes cuya incipiente gloria promocionaron entonces los medios de comunicación, pocas rayaron tan alto como ella. Y ninguna pasó tanto de todo como Silke. Aún estaba por estrenarse su segunda película, Tierra (Julio Medem, 1996), cuando un reportaje, ilustrado con fotos sugerentes, publicado en el suplemento dominical de El País en marzo de 1996, la convirtió, más allá de la pantalla, en una auténtica musa de la juventud, no sé si grunge o indie.
Pero a ella no le gustaba que la reconocieran en el metro, no le gustaba verse convertida en un mito erótico —aunque se dejase retratar en imágenes sugerentes— y no debió de gustarle mucho una suerte de declaración de amor, tan conmovedora que fue publicada en la sección de cartas de El País unos días después del reportaje.
En realidad, Silke ya había debutado en el cine en un pequeño papel en Orquesta Club Virginia (Antonio Iborra, 1992), donde daba vida a una sueca. Nacida en Madrid en 1974, todo en ella era encanto. Hasta el que guarda esa paradoja que hace que, tan a menudo, lo universal sea a la vez lo más castizo. Su madre era una traductora alemana que —además del nombre de la musa que nuca quiso serlo— debió de aportar algo al cosmopolitismo de su hija. Porque aquella querencia a Malasaña no sería bastante para que acabara por marcharse de Madrid.
Criada con su padre, esta experiencia fue determinante para la creación de su tercer personaje, la Queli de Tengo una casa (Mónica Laguna, 1996). Pero su gran papel fue la Mari de Tierra, una ninfómana de diecinueve años dotada con toda la naturalidad de la persona que había detrás del personaje. “Estuve en un sueño el tiempo que duró el rodaje de Tierra. Cuando tenía una semana libre, no me quería ir. Tenía mono. Ha sido la película más especial, la que ha cambiado mi vida. Aprendí mucho, pero no me preguntes qué. No sabría contestarte”.
La cosa cambió radicalmente tras su tercer rodaje. Fue entonces cuando decidió marcharse tres meses a la India y a Nepal, por el sosiego que, al parecer, irradian esos países y porque en ellos nadie la conocía. Pero, a diferencia de las hippies de mi época, de las que nunca más se supo, a Silke sí volvimos a verla. Cuando regresó, al cabo de tres meses, decidió replantearse el ritmo de trabajo. No aceptar nuevos proyectos hasta que se estrenasen las películas que ya tenía rodadas.
No debe de ser fácil abandonar todo lo que en apenas seis meses le fue dado: de agujerear las orejas a la gente a ser una de las musas, acaso la Musa, de los años 90. Pero raramente iba a las fiestas que sucedían a los estrenos. Debe de ser la única actriz que manifestó que diría que no a una oferta de trabajo de Pedro Almodóvar.
Y así pasó una década. Trabajó en Argentina —Diario para un cuento (Jana Bokova, 1998), Felicidades (Lucho Bender, 2000), Tre Mogli (2001)—, Francia —Sansa (Sigfried, 2003)— o Méjico —Al otro lado (Gustavo Loza, 2004)—. Pero el cine no era para Silke, ni aquí —donde llegó a incorporar a personajes tan alejados de su prototipo como la psicópata de Tuno negro (Pedro L. Barbero y Vicente L Barbero, 2001)—, ni en el extranjero.
De modo que, en 2006, tras protagonizar La hora fría, una distopía dirigida por Elio Quiroga, Silke decidió poner punto final a su carrera cinematográfica y dedicarse a la artesanía en Ibiza. ¿Heterodoxa o alucinada? Cómo calificar a una chica que no quiso ser la musa del cine español de los 90. De una u otra manera, ¡ojalá que todo le vaya tan bien como se merece la chica que no quiso ser musa de ninguna época!
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