Voy en el tren sentado en dirección opuesta a la marcha, rumbo a Valencia, donde el sol del invierno carece del rencor traicionero de Madrid. Comparto una mesa para cuatro. Al principio este asiento me sitúa en un incómodo espacio de silencio con tres extraños, que se disipa tan pronto como cada uno habitamos nuestras impermeables burbujas. La mujer que tengo enfrente, de pelo recién dorado y apoteosis de laca, habla en voz alta por el teléfono y rompe la efectividad de mi burbuja. La mascarilla la asfixia, pero no la detiene. Expone sus dolores con vitalidad atronadora y se queja de que sus hijos no la quieren, porque no la visitan desde hace tiempo.
Si el arte pretendiera la verdad, como a menudo se tiñe de laca este adjetivo (con decoro universalista), solo nos quedaría el resentimiento. La ficción o mentira del arte permite nuestra libertad, pues nada absoluto eclipsa la representación de nuestro deseo. Si una pintura de Ángeles Santos fuese más verdadera que una de Remedios Varo, entonces habrían monopolizado nuestra libertad sentimental, como la mujer que tengo enfrente, que desea fagocitar el querer de su descendencia, como Saturno o las ideologías devoran a sus hijos.
Amamos el arte porque agita nuestra pasión hacia la vida, aunque su representación nos duela. Lo que inspira el arte es la eterna búsqueda de la reconciliación entre ser amados y amar, pero sin engullir la libertad emocional del otro. Por ello, el arte es el cortafuegos más efectivo contra la violencia que brota del resentimiento: mientras uno pueda crear, recrear o admirar una obra, su deseo no buscará otras argucias coactivas. Debemos proteger el arte, porque es preferible suicidarnos, asesinar al padre, a la madre o al rey en un poema que en la literalidad del acto. Nietzsche escribió: «Solo el arte puede salvarnos», o «inventamos el arte para no morir por la verdad».
Nietzsche también nos recordó que la vida no tiene sentido. Esta afirmación, lejos de ser pesimista, es el motor del arte: la ausencia de sentido nos invita a crearlo. Si la vida tuviera una verdad absoluta, nuestro deseo ya estaría conducido y obligado. La misma idea la encontramos en Camus, cuando escribió que la primera pregunta filosófica es el suicidio. No elegimos haber nacido, pero si decidimos seguir con vida, entonces debemos ser artífices de nuestra existencia. La misma dinámica sucede con el amor: la debilidad consiste en delegar que alguien nos ame sin haber creado algo digno de admiración. El arte propone interpretación; el resentimiento lo impone.
El arte es un antídoto contra el resentimiento, como El olvido que seremos, libro de Héctor Abad Faciolince y llevado al cine por Fernando Trueba, obra que rescata la memoria de su padre, médico humanista que fue asesinado por el resentimiento en las calles de Medellín. El resentimiento teme la competencia de la pasión, este peligro se vuelve atroz utilizado políticamente. El enamoramiento, al igual que el arte, es un delirio íntimo, de la imposibilidad para enamorarse surgen demencias públicas.
Gracias a ese desvarío privado que llamamos obra de arte nos sentimos menos solos en los registros inseguros de nuestra intimidad, en nuestras dudas acerca de la rigidez de los sentidos prestados. La verdad absoluta e incuestionable nos conduce a lugares que odiamos, como la mujer que ventila enfermedades y que va a visitar a sus hijos desde la mendicidad amorosa. Ella sigue hablando, ha pasado una hora, y mi venganza es retratarla, porque me parece violento pedirle que se calle.
El arte es la alternativa a lo permisible y nos reconcilia con la faceta oculta de nuestro deseo. Cuando Angelica Liddell afirmó que «en vez de disparar a alguien, escribo», transformó el dolor en una reconciliación consigo misma. El fundamento del arte es el cuidado de la pasión, antes de que una ideología bautice de enemigo a la diferencia (aquello que no nos ama o no lo hace como desearíamos). Cuando nuestra fuerza se conduce hacia la tarea de darnos un sentido, nos empeñamos en cuidar de nuestra pasión y evitamos que el resentimiento nos consuma. Seremos arte, porque lo contrario es la atrocidad del olvido.
El Olvido que seremos , tanto la novela como la película son un bálsamo para el alma , recomiendo ambas.
¡Siempre es inspirador leerte, Sergio!
Arte, amor, enamoramiento, libertad, resentimiento, olvido, reconciliación, pasión, suicidio… Sergio Antoranz, una vez más, aporta una interesante visión nexionando precisamente, con mucho arte, todos estos términos que marcan tanto nuestras vidas.
Queridísimo Sergio:
Cómo me ha gustado esta lección maestra de Filosofía, he debido volver una y otra vez a cada palabra para empaparme bien del conocimiento que destilas convertido en arte, pues las referencias literarias, pictóricas, cinematográficas, artísticas en definitiva, ilustran esta bellísima reflexión.
Son tantos los temas que nos sugieres… El primero que me atañe es el del sentido poético, cómo no remitirnos al significado primigenio de la palabra “poesía” como creación, el poeta es un demiurgo, es un creador verdadero y principal, desde la palabra crea un mundo nuevo, un mundo que nace por obra y gracia de la creación poética. El arte, creo yo, si es algo, es la creación verdadera, no la artesanía que reproduce. El arte, pues, puede salvarnos en la creación de un mundo, un mundo que no es más verdad que otro pero que existe, no siendo más verdad una creación verdadera que otra. Los arquetipos, constructos mentales, que devienen también del sentir y de las normas establecidas por un pueblo, revierten su contenido en esta misma, haciéndola fluir en la dirección que el propio arquetipo impone desde su poderoso poder de convicción y desde su verdad de no existencia. No es más verdadero Edipo que Medea, pero qué verdad encierran ambos.
El arte nos salva de todo, qué maravillosa revelación, que las sombras hablen desde su escenario, sea este cual sea, pero celebremos el acto mágico de la representación poética en su sentido más amplio y profundo de creación. Es pues la contemplación del arte un acto sagrado porque nos salva de los demonios de la verdad absoluta en la que alguien se puede ahogar, arrastrando a otros tantos y dejando un rastro de devastación emocional a su paso.
Que se vierta la terrible mirada de la verdad impuesta en un lugar libre, un espacio nuevo, aún sin habitar, allí en el lugar mismo que sirve a la creación, como único modo de salvación.
Los versos de Piedad Bonnett nos sumergen en la belleza del dolor, capaces aun de exorcizar los quebrantos:
Nunca fue tan hermosa la mentira
como en tu boca, en medio
de pequeñas verdades banales
que eran todo
tu mundo que yo amaba,
mentira desprendida
sin afanes, cayendo
como lluvia,
sobre la oscura tierra desolada.
Nunca tan dulce fue la mentirosa
palabra enamorada apenas dicha,
ni tan altos los sueños
ni tan fiero
el fuego esplendoroso que sembrara.
Nunca, tampoco,
tanto dolor se amotinó de golpe,
ni tan herida estuvo la esperanza.
A todo esto, bonita venganza poética te has tomado en la observación de la señora chantajista de las emociones.
Qué capacidad de sugerencia con respecto a la propuesta nietzscheana de la necesidad del símbolo y de la poesía para escapar de la prisión del lenguaje y trascender las limitaciones.
Maestro, en este sentido, yo me siento muy pequeña, y quisiera beber y beber de tus fuentes de conocimiento para aprender un poco más sobre nuestro Nietzsche, Shopenhauer… y la imposibilidad tan romántica de aprehender el mundo solo a través de la razón.
Que hable, pues, la poesía. Y espero con ansiedad más entregas que nos hagan acercarnos de tan bella y dulce forma a la filosofía.
Un abrazo, maestro.
Así hablaba… A. Gala.