La España de las piscinas (Arpa), de Jorge Dioni López, ha recibido el premio al Mejor Libro de Ensayo, 2021, por Gremio de Librerías de Madrid.
Zenda adelanta las primeras páginas.
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INTRODUCCIÓN
ENSAYO Y ERROR
Este libro nace de una intuición. Tras las elecciones generales de abril de 2019, busqué cómo había votado mi barrio y me encontré con el color naranja de Ciudadanos. Lo primero, las cartas sobre la mesa: soy un Pauer. Vivo en uno de esos barrios de calles rectas con nombres al por mayor. En mi caso, ciudades europeas: Liverpool, Milán, Atenas, etc. Gracias a la serie La casa de papel, Helsinki esquina Oslo tiene ahora cierta gracia. Sería un lugar espléndido para un escape room. Retrocedí con el ratón y comprobé que no era la única zona del sur de la Comunidad de Madrid donde ese partido se había convertido en la primera opción. Todas tenían en común las calles rectas con nombres impersonales —Qores, monedas o constelaciones— y haber nacido al calor de la burbuja inmobiliaria. Eran un PAU.
Pasé a Valladolid y comprobé que la ciudad estaba rodeada por varias islas de color naranja. La mayor de ellas era Arroyo de la Encomienda, un antiguo pueblo ganadero que cuenta ahora con 20.000 habitantes y donde se ha instalado un megacentro comercial con aspecto de nave del imperio galáctico. Busqué Salamanca, Ávila, Cuenca o Badajoz —las aplicaciones de mapas son muy entretenidas— y comprobé que el cinturón naranja, más o menos definido, era algo común a la mayoría de ciudades. El patrón también se repetía: calles rectas, rotondas, piscinas y centros comerciales. En muchos casos, había una infraestructura de comunicaciones al lado. Hace dos mil quinientos años se construía junto a los ríos; ahora, junto a las autovías. Volví a Madrid. El norte de la ciudad, Montecarmelo, Las Tablas o Sanchinarro, era naranja. El corredor del Henares, también.
Era un voto del que no se había hablado en la campaña. Quizá, porque la vida en el extrarradio es sinónimo de aburrimiento. Se debate sobre las ciudades gentrificadas y turistificadas, los barrios abandonados o la España vacía o vaciada, pero la ciudad dispersa apenas ocupa espacio periodístico o narrativo más allá de los tópicos. Tengo que escribir algo sobre esto, me dije, y recordé que ya lo había hecho años antes en el diario Metro. Era un relato donde alguien que vive en un PAU visita a un amigo que vive en otro. Como todo es igual, las calles, el ladrillo visto o los setos de las zonas comunes, se confunde de urbanización y no sabe si está en su casa, en la de su amigo o en otra de un tercero. Un arranque kafkiano en el que había un poco de material autobiográfico. El desarrollo bebía de Juan José Millás, un autor que me gustaba mucho por entonces, y el protagonista acababa aceptando su nueva vida sin importarle mucho dónde y con quién estaba. El relato se tituló Pauers, un concepto que me parecía aprovechable.
Mientras daba vueltas al artículo, recordé que había dado clase en la Escuela de Escritores a una arquitecta con la que no había perdido el contacto. Sabrina Gaudino me dijo que le parecía una buena idea y me recomendó las primeras lecturas: Secchi, Sassen o Muñoz. Me quedaba encontrar la chispa, que llegó con el relato El nadador, de John Cheever. Un tipo regresa de una fiesta cruzando todas las piscinas de su urbanización. Ned Merrill, pensé, podría rodear Madrid de piscina en piscina: Pozuelo, Boadilla, Villaviciosa, Parque Coimbra, Arroyomolinos, Loranca, Moraleja de Enmedio… Incluso atravesar el país entero: de Isla Canela (Huelva) a Empuriabrava (Girona). Esto último es una exageración; pero solo, de momento. La mitad de la costa mediterránea está urbanizada y a las administraciones les parece poco.
El texto se publicó el 15 de mayo de 2019 en La Marea. De entrada, mostró que el PAU con chalets y/o urbanizaciones cerradas era el principal modelo con el que se habían expandido las ciudades desde el boom inmobiliario. Decenas de cuentas de Twitter explicaban que, en sus respectivas ciudades, había algo parecido. O, mejor dicho, existía eso mismo, porque una de las características clave del PAU es la réplica. Más que original y copia, hay un modelo que se repite porque es más barato. Puede haber la misma urbanización cerrada en Azuqueca de Henares, San Blas (Alicante) o Arcosur (Zaragoza), lo mismo que, en los años sesenta, se replicó el edificio brutalista con toldos verdes en los cinturones de las grandes ciudades. Como le sucedía al protagonista de mi cuento, es difícil saber si uno está en Móstoles, Leganés o Alcorcón. Incluso si uno está en Bormujos o Catarroja.
El artículo provocó otro tipo de reacción basada en la gasolina de las redes sociales: la polémica. La interacción por internet es un piedra, papel o tijera en el que hay que sacar rápido el argumento que destroce al interlocutor, convertido enseguida en rival. Para hacerlo, nada mejor que un elemento emotivo o sacar de contexto algo que haya dicho la otra persona y que sirva para encuadrarlo en algún grupo despreciable. No hay debate, sino competición, concepto que aparecerá en varias ocasiones. La deriva de las redes sociales no debería provocar sorpresa porque, desde Homero, sabemos que el enfrentamiento es un contenido que funciona mejor que la colaboración.
Dentro de la polémica, había quien atacaba al colectivo que yo había tratado de definir. Son clase media aspiracional. Se sienten ricos por bañarse en la piscina o llevar a sus hijos a un colegio concertado y, cuando llega el fin de semana, agarran el coche y van a tomar algo al centro comercial después de haber visto una película franquicia. Era un mensaje que llegaba de personas más bien de izquierdas, que daban por perdido electoralmente a un grupo bastante más variado en su composición social de lo que cabría imaginar. Tener un chalet era un lujo hace cuarenta años. Hoy, no. De hecho, uno de los principales mares de casas unifamiliares de la Comunidad de Madrid es Rivas, feudo de la izquierda desde hace décadas. Los Pauers —o Pauers— no son ricos, sino personas que viven de su trabajo; el poso despectivo tras el concepto «clase media» revela una vez más las dificultades de la izquierda a la hora de establecer quién es su votante.
Lo más curioso es que esa visión se centra en la decisión personal; es decir, exactamente la forma en que el neoliberalismo interpreta la sociedad: un mercado, una suma de decisiones individuales de personas libres, desvinculadas de las condiciones materiales o del proceso histórico. Es decir, una identidad. La insistencia en que lo personal es político suele ser inversamente proporcional a la influencia de las personas en la política. Cabe considerar que, más que una cuestión de demanda, la fuga al extrarradio fue una cuestión de oferta, y dejó poca capacidad de elegir. A principios de este siglo, cuando dos personas querían establecerse, la urbanización periférica era la principal opción, ya que el sistema financiero quería colocar todas esas casas que había financiado a través de créditos para no pillarse las manos. Salió mal. Al llegar a su casa, no había nada en el barrio, excepto los accesos a las carreteras para ir al centro comercial. El modelo les decía: tienes que buscarte la vida porque no te voy a ayudar. Y se la buscaron.
Es interesante dejar de centrar el foco en lo personal y reflexionar sobre los modelos económicos y sociales que se promueven con las decisiones políticas. Si el modelo empuja en una dirección a través, por ejemplo, de las deducciones fiscales (vivienda, coche, colegio no público, plan de pensiones privado, etc.), centrarse en las decisiones individuales de las personas que no se han resistido será poco efectivo, aunque tenga el delicioso sabor de la superioridad moral. Quizá, el desafío de la izquierda en el siglo XXI sea reintroducir la realidad en el debate público, aunque quizá primero tenga que hacerlo internamente. Es decir, abandonar la autoficción y la autonoficción para regresar al análisis general.
Desde la derecha, la crítica también tenía un componente moral: los progres quieren decirle a la gente cómo tiene que vivir. La confusión entre descripción y toma de postura suele ser bastante habitual, ya que una manera de eludir el debate es considerar que todo el mundo es un activista. Sí me sorprendió el comentario de un asesor de Ciudadanos que ironizó sobre el artículo con cierto desdén. No lo ha leído, deduje entonces. De hecho, supuse que no tenía ni idea de por qué su partido había obtenido tan buen resultado en esas zonas. Las elecciones de noviembre confirmaron mi intuición. Meses después, otro asesor publicó un artículo titulado «Una filosofía del PAU», en el que hablaba de la vida «dulce y amable» de las urbanizaciones, «donde se habla poco de política». Sus apreciaciones eran certeras: «Una vida para que los tuyos estén tranquilos y a salvo. […] Tu nueva tribu te recogerá algún paquete; te vigilará a los niños, e incluso se tirará al agua si cree que tu hijo corre peligro. […] Es normal pensar en conservar cuando tienes tantas cosas buenas que perder». Incluso daba la clave del futuro hundimiento de su partido: «[…] gente que no espera grandes cosas ni de los políticos ni del Estado. Personas que aspiran a votar, que se forme un gobierno y que la vida no se les joda demasiado». Formar un gobierno. Justo lo que no hizo Ciudadanos en 2019.
También había quien se sentía ofendido por mi aproximación. «¿Por qué te parece mal cómo vivimos?», me preguntaban algunos. Supongo que podría haber sido un buen argumento sostener que nada tengo en contra de los Pauers, ya que soy uno de ellos y, dentro de mi introversión, me llevo bien con mis vecinos. Sin embargo, no creo en los razonamientos que contienen vivencias. El texto tiene que defenderse solo y tanto el artículo como este libro tratan del contexto general. Es decir, de cómo el urbanismo crea ideología. El planeamiento urbano no es aséptico ni neutral y provoca efectos sociológicos y políticos, más allá de la dependencia económica del sector de la construcción. El urbanismo es un reflejo de cada sociedad y concreta sus relaciones internas de poder, además de jerarquizar qué es relevante socialmente. Por ejemplo, los desplazamientos son importantes; los cuidados, no. La desigualdad social se puede disimular de diferentes maneras, pero el espacio nos devuelve a la realidad.
Hay pocas cosas más sustanciales que la manera en que se construye una ciudad, porque eso quiere decir cómo vivirán esas personas, con quién compartirán espacio, dónde, cuándo, qué y cómo comprarán, cómo irán a trabajar, a qué colegio llevarán a sus hijos, cómo llegarán hasta allí, dónde vivirán sus amigos, cómo se relacionarán con ellos, a qué distancia estarán los centros de salud, las bibliotecas, los cines, los bares —y qué tipo de bares serán—, qué ocio habrá. El geógrafo David Harvey sostiene que el desarrollo urbano transforma nuestra forma de vivir y no solo crea el espacio en el que nos movemos, sino también, el tiempo. El lugar donde vivimos acaba definiendo cómo somos.
Parece una obviedad, pero el interés por la vivienda suele centrarse en otros aspectos, como el precio, los desahucios, los pelotazos o la gentrificación. De hecho, la afirmación se suele formular al revés: cada ideología crea un determinado tipo de urbanismo. Además, los aspectos materiales, como los descritos en el párrafo anterior, no disfrutan de su mejor momento frente a los emocionales. Es complicado aceptar que las cosas pequeñas y concretas —si hay tiendas a pie de calle o si hace falta ir en coche a los sitios— son decisivas en nuestro modo de ver el mundo. Eres lo que te gusta, decía el escritor Nick Hornby. En parte, cabe precisar. Tu lista de canciones importantes te define, pero también lo hace si la escuchas todas las mañanas dando un paseo o durante un atasco. El mapa físico condiciona el mapa mental, que, a su vez, también reconstruye el primero.
Ideología no quiere decir militancia. Ojo con el determinismo. Como sostiene el urbanista italiano Bernardo Secchi, «los modelos urbanísticos no solo son producto de una política, sino que crean política; no tanto en el sentido de afinidad con una opción concreta, sino en el desarrollo de una visión del mundo, de un modo de estar y ser. No solo en la relación, de integración o exclusión, entre las diversas clases sociales, sino en cómo los habitantes de esos espacios consideran conceptos como la libertad, la seguridad, la democracia o la cultura». El lenguaje siempre es fundamental. No es que vivir en un determinado barrio conlleve un voto concreto, sino que lo cotidiano ayuda a conformar una ideología vinculada a ciertas cuestiones, como la propiedad o la seguridad, que, a su vez, busca su representación.
El modelo PAU, la ciudad dispersa, crea un estilo de vida individualista y competitivo, ya que favorece las soluciones particulares, el aislamiento y el repliegue. Se trata de la plasmación física de un modelo económico basado en la desigualdad, que se consolida y perpetúa a través de la desconexión entre las diversas clases sociales. Se produce una insularización con Qujos de desplazamiento privado entre burbujas. Es algo que podría resumirse en el lema «sálvese quien pueda». Aparentemente, se trata de una forma de pensar cercana al darwinismo social, pero en su versión saludable, cero por ciento de grasas saturadas: el emprendimiento, la cultura del esfuerzo, la meritocracia, la autoayuda, la ley de la atracción, etc. Es decir, el mercadismo. De ahí que Ciudadanos encajase tan bien y la izquierda sea tan mal recibida, a pesar de que después también defienda estas políticas en las instituciones.
La tradición del pensamiento antiurbano se remonta hasta la Grecia o la Roma clásicas y pasa por los utopistas, pero el modelo actual bebe de dos movimientos del XIX, el higienismo y el romanticismo. Ambos, además de mitificar la naturaleza y compartir la raíz protestante, defienden un modelo de vida individualista en el que nos percibimos únicos y nos creamos a nosotros mismos. Aunque el movimiento haya desaparecido, el higienismo está presente en nuestra vida desde los cereales del desayuno a los gimnasios, pasando por el punitivismo penal o el positivismo mental. Ambos comparten la misma base ideológica: la condición humana es individual. Si quieres, puedes. Todo depende de ti y el exterior solo es asumible e interpretable emocionalmente. No existe la obra, sino cómo me afecta la obra. El urbanismo disperso no se entiende sin la introspección, sin la necesidad de hacer de cada persona un monje, ya sea de Dios o del mercado. Podría decirse que Tomás Moro diseñó la primera urbanización en 1516 y Martín Lutero redactó las normas de la comunidad de propietarios un año después.
Además de ciudad dispersa, el objeto de la reflexión recibe mil nombres: ciudad fragmentada, ciudad insular, ciudad extensa (sprawl), ciudad difusa, ciudad multiplicada, ciudad desconcentrada, ciudad al borde (edge city), ciudad posfordista, periferia compleja, hiperciudad, megalópolis, posmetrópolis, contraurbanización, enclaves rururbanos, etc. Tiene tantos porque ha sido un fenómeno muy estudiado. Si ya no hablamos solo de la cuestión urbana, sino del fenómeno sociológico o del estudio antropológico, la cosa se complica aún más. Este no es un texto académico. Mi idea no es definir con precisión el fenómeno ni dibujar un mapa con miles de islitas y señalarlas con un cartel de «Aquí hay Pauers». Tampoco es un libro de actualidad política porque Ciudadanos, la formación que inspiró el artículo, sufrió una grave crisis en marzo de 2021 y es probable que no sobreviva al próximo ciclo electoral. Más bien se trata de aproximaciones, impresionismo. He escrito algo parecido a un ensayo para rumiar sobre el principal modelo urbanístico con el que crecen nuestras ciudades y, por tanto, nuestra sociedad.
Hay una primera parte más descriptiva, y una segunda donde hay más reflexión personal. He intentado que cada capítulo pueda leerse con independencia de los demás y seguir el consejo de Alberto Moreno, mi editor durante años: ser didáctico y divertido. Sé que hay un exceso de Madrid, pero es la semilla, el modelo y el laboratorio.
En la parte final, añado una breve bibliografía por si alguien se queda con ganas de más, pero este es un libro modesto cuyo objetivo es divulgar algunas de esas ideas y, sobre todo, reflexionar sobre cómo vivimos para darnos cuenta de la influencia que tiene en nosotros. El libro parte de esta tesis y vuelve a ella. Cómo vivimos acaba marcando cómo somos y cómo son nuestras ciudades definirá nuestro futuro: comunidad o dispersión. Un dilema ahora más fuerte que nunca, cuando casi no podemos reunirnos y la crisis sanitaria y económica muestra las costuras sociales. Hablamos mucho de las burbujas digitales, pero deberíamos pensar también en las analógicas y en cómo se retroalimentan.
Cierro esta introducción con el historiador Tony Judt: «Si los bienes públicos —los servicios públicos, los espacios públicos, los recursos públicos— se devalúan a ojos de los ciudadanos y son sustituidos por servicios privados pagados al contado, perdemos el sentido de que los intereses y las necesidades comunes deben predominar sobre las preferencias particulares y el beneficio individual. Y una vez que dejamos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley —el bien público por excelencia— que la fuerza». Si este libro tiene algún mensaje, no hay que esperar hasta el final. Es ese.
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Autor: Jorge Dioni López. Título: La España de las piscinas. Editorial: Arpa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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