NOVIEMBRE DE 1980
Es difícil, Diana, ser gordo. Si, encima, eres más miope que Rompetechos y necesitas gafas de culo de vaso, motes como “bola sebo”, “saco-grasa”, “gafotas, cuatro ojos, capitán de los piojos” te hostian día sí y día también. Hay mucho hijoputa suelto. Carroñeros que hacen sangre del que olfatean débil, acomplejado por ser diferente, física o moralmente, que decide emprender una senda distinta y que, por su edad o sus traumas, aún no tiene arrestos para plantar cara a la jauría. Consiguen hacerte sentir un tonel de mierda. Eso enraiza en tu alma. Te acompaña toda tu vida.
Pero yo… ya conoces lo zanguango que soy: Papá se cabrea porque dice que soy más grande que ellos y de una hostia podría estamparlos en la Cueva de la Encantá, pero no me sale, Diana, no me sale…
Antes de que tú nacieras, una tarde me rodearon algunos compañeros al salir de la Biblioteca. Yo me refugiaba allí, en el antiguo cuartel de la guardia civil. Aunque estaba cochambrosa, para mí era un alcázar inexpugnable: los borricos no entraban a ella. No creo que supieran ni que existía. Y, si pasaban, seguro que se les llenaba el cuerpo de ronchas al ver tantos libros. Yo era el rey. Sandokán y Goliat, que había abandonado al Capitán Trueno, me cubrían las espaldas. La George de Los 5 no veía en mí a un gafotas seboso y me invitaba a salir con ella y con su Tim.
Me rodearon 5 o 6 en el muro del jardín de los Aguado. Sabía que me iban a llover guantazos hasta en el cielo de la boca. Miré con expresión de súplica a aquellos compañeros con los que creía que había establecido algún lazo. Sólo vi desprecio en su mirada. Había visto en la tele con Papá una de sus películas favoritas: ¡Qué verde era mi valle! Su protagonista era un niño de familia minera al que un maestro picajoso dejaba baldado a varazos. Un amigo de los hermanos de la criatura, antiguo boxeador, acorralaba al maestro y le daba una somanta de puñetazos. Yo intenté imitarlo y me puse en lo que creía que era una posición pugilística. La risotada carroñera de mis acorraladores me hizo saber que no les había impresionado. Chico, tu antecesor, un pachón con la nariz partida, más feo que un dolor, pero que había preñado a la mitad de las perras del pueblo, apoyó su lomo en mi pierna y, en vez de huir, parecía decirme que estaba dispuesto a recibir su ración de hostias. Cuando me preparaba para encajar el primer tortazo, no sé de dónde salió el hermano mayor de uno de los matones y comenzó a pegarles patadas y puñetazos a cascoporro. Corrieron como chinches quemados por zotal. Mi salvador era uno de los gitanos que vivían por la Puentecilla. Iba con su padre ayudándolo a recoger la basura en un carro tirado por un mulo. Los saludaba cada vez que me cruzaba e intercambiaba algunas frases con ellos. Por Navidad, cuando hacía un frío que hacía tiritar a los muertos en sus nichos, Mamá los esperaba en la puerta de la casa que habíamos alquilado junto a la Balsa del Pilar y los convidaba a un plato de dulces y unas copicas de mistela y anisete.
El basurero me miró largamente. Me dio la espalda y se marchó en silencio. A partir de ese día se acabaron las encerronas.
DICIEMBRE DE 1980
Se han terminado, Diana, las collejas, pero me siguen haciendo el vacío o insultándome cuando no hay ningún mayor cerca. Son más burros que un arao: se ha puesto de moda un juego que consiste en pegarle un puñetazo a uno en los huevos y descojonarse cuando éste se retuerce de dolor. Uno de los pocos amigos que tengo me quiso hacer partícipe del juego y… ¡la madre que lo jiñó!
También está de moda el “churro, media manga y manga entera”: se forman 2 equipos de 5 o 6, uno se agacha encadenado mientras los del otro van saltando sobre sus lomos. Ninguno quiere a un gordaco con ellos: dicen que los reventaría. Como tampoco me quieren en el fútbol ni siquiera como portero, me refugio en las cocinas. Papá está ahorrando para poder pagar la entrada a un piso en la capital. Por ello se pluriemplea: por los mediodías vigila el comedor de las Escuelas y al acabar las clases de la tarde se va al Moreno, donde está la residencia de los estudiantes del instituto que vienen de otros pueblos de la Sierra, y se encarga de controlarlos hasta que se acuestan. Juana y Josefa, las cocineras, me adoran. Les gusta que les cuente mis historias. Me dan unos bocadillos, a escondidas de Papá, que quitan el sentío.
Sí, Diana: podría dejar de estar tan gordo si comiera con más cabeza, pero, no sé… Tragando como un pavo, casi sin masticar, como dice Mamá que hago, es a la vez un castigo y un premio.
FEBRERO DE 1981
Ya estoy en el instituto. Muchos de los que se reían de mí se quedaron atrás y no siguieron estudiando. Ya no me llaman Bolasebo o el Memo. Ahora me dicen Montaña Grande por ser el mejor amigo de Sagredo, al que han puesto de mote Macahan por su forma de andar, como si acabara de bajarse del caballo, que les recuerda al protagonista de La conquista del Oeste. No me molesta tanto, como tampoco cuando me llamaban el Algarrobo, por el gordo que luchaba junto a Curro Jiménez.
El otro día le di un susto a Papá sin querer. Era la tarde del 23 de febrero. Estábamos dando clase en los barracones que había en las traseras de las cocinas de la nueva residencia del instituto. Alguien vino con la noticia de que unos guardias civiles al mando de un tal Tejero habían entrado en el Congreso dando tiros. Los profesores nos mandaron a casa. Más de uno estábamos ilusionados por si triunfaba el golpe y al día siguiente no teníamos clases, como cuando murió Franco. Llegué a casa radiante con la posibilidad de unos días de asueto en pleno febrero. Cuando le di la noticia a Papá, se le cambió la color y, en vez de alegrarse, se puso muy serio y me ordenó que no dijera más tonterías. Salió a la calle a buscar noticias, sin hacer caso a las lágrimas de mamá.
Al día siguiente tuvimos clase. Alguno se cagó en los pocos huevos de Tejero.
MARZO DE 1981
Diana, hoy estoy tristón. Ayer por la noche estaba leyendo en la cocina un libro que nos mandó San José, el de Lengua. Se llama El camino, de Miguel Delibes. Trata de unos niños de pueblo, como yo, que viven unas aventuras semejantes a las nuestras en plena naturaleza. El protagonista, al que también machacaban con motes, ha de abandonar su hogar para continuar estudios en la ciudad y dejar atrás sus amigos, los paisajes y el paisanaje que lo ha hecho ser lo que es. Me sentí tan identificado con él (en un par de años tendré que hacer lo mismo) que empecé a llorar como una Magdalena. Mamá me miraba sombría meneando la cabeza: sé que he decepcionado a Papá por no ser tan “machote” como él y no gustarme ni la caza ni el fútbol ni haberme comido una rosca con ninguna moza. Mamá intenta protegerme diciendo que no tenga tantos pájaros en la sesera, que no llene mi cabeza con tantas historias, que intente no ser tan sensible, pero no lo puedo evitar, Diana. No sé ser de otra forma.
No quiero irme a la ciudad: tendría que despedirme de ti. Viviríamos en un piso y Mamá dice que un piso no es sitio para perros. Bueno, la verdad es que a Mamá no le gustan los perros. Te aguanta porque estás en el corral que Josefa y Manolo nos dejaron y nosotros te cuidamos. Porque Papá dice que eres una buena perdiguera, óptima para la caza, y porque saben que para mí eres más que una hermana.
DICIEMBRE DE 2021
Hace casi 40 años, Diana, que te vi por última vez. Estabas acurrucada en la puerta de la cuadra donde Antonio el de Aurelio guardaba su borriquilla, en su casa de Los Cuartos, en Peñarrubia. Cuando esa mañana nos viste llegar después de casi un año, nos hiciste la mayor fiesta. Antonio y María eran tus nuevos dueños y me constaba que te trataban con todo el respeto y cariño que te merecías, pero Papá era tu Amo y yo tu Hermano. Lo celebrabas con cada uno de tus ladridos, de tus saltos, de tus lametones: nos mirabas como dioses reencarnados.
La profecía de El camino se había cumplido: al acabar 3º de BUP hube de renunciar al arrullo de la Peña para emprender una nueva vida en una ciudad que nunca consideré mía. Lloré cuantas lágrimas de hiel albergaba mi desaforada alma. Tuvimos que dejarte en un nuevo hogar. A pesar de nuestras promesas de ir a verte con frecuencia, las visitas se fueron espaciando. Los humanos somos ingratos con los que nos elevasteis a un altar: nuestras buenas intenciones se diluyeron en un océano de rutina, desidia e ingratitud.
No sé, Diana, creo que he sido digno de aquel al que adorabas, indiferente a si era obeso, miope y destartalado en el vestir. Llevo 30 años pastoreando criaturas en un instituto. Al igual que un azor, oteo a mis pupilos en busca de aquel que, por ser diferente al rebaño a causa de su físico, su temperamento, su orientación sexual, ideológica o religiosa pueda ser víctima de los lobos. Porque hijos de puta sigue habiéndolos, Diana. Iguales o peores que los que me amargaron a mí.
Yo tuve la suerte de que la rama de aquel olivo no aguantara mi peso cuando me colgué de él y de que tú enjugaras mis lágrimas de impotencia y frustración. De contar con la acogida del Goli y los del Biberón, de que Marivi y Adela me enseñaran a valorarme gracias al teatro, de que Raimundo y Pepe me enamoraran de lo grecorromano. No sé si mis zagales tendrán esa fortuna. Por eso intento protegerlos.
Los que me acosaban han llevado una vida de mierda: presas del alcoholismo, alguno ha muerto, incluso, cirrótico. Sus caras abotargadas me miran porcinas, sin atreverse a mantenerme la mirada, rezumando envidia. No recuerdo ni sus nombres. Pronto serán borrados sus rostros.
Al despedirnos de Antonio y María y darte cuenta de que no te íbamos a llevar con nosotros, tus cimientos se desmoronaron. No nos volviste a hacer zalamerías: te quedaste postrada en la cuadra, mirándonos con las orejas gachas y el alma empozada. No volví a verte.
Cuando una marea de nostalgia me arrastra, cuando mi pantalán se anega, tus fascinantes ojos verdes de perra siguen siendo mi faro, Diana. Jamás nadie me ha vuelto a mirar como tú.
El gordo ringa a todos, si de jugar se trata. Excepto Rucio, que siempre aguantó a Sancho y nadie sabe de él.
Caballero, qué palabras más hermosas y con qué sentimiento escritas. Lo guardaré, como su texto de Argos, que me sirvió para ilustrar a mi nieto sobre quien era Ulises. Muchas gracias.
Arístides Mínguez, la riqueza de sentires vive, con pálpito sereno pero sonoro y rotundo, en tu palabra. El verbo que evoca los orígenes y los vivifica anida en tu latir al escribir.
Emocionante y lleno de sensibilidad. Real.