Mucho antes de que, entre latido y latido, Pink Floyd nos revelase que no hay lado oscuro en la luna —en realidad toda ella lo es— la concepción dualista de la identidad humana ya era uno de los grandes temas de la filosofía universal. Y es que decía Nietzsche (1844-1900) que no hay peor enemigo que uno mismo, porque siempre es uno mismo quien acecha «en las cavernas y en los bosques». Aunque la historia de la literatura está llena de acechantes versiones de nosotros mismos, recuerdo la profunda impresión que El lobo estepario (1927), la novela más compleja de Hermann Hesse (1877-1962), causó en mi yo adolescente. El personaje de Harry Haller, álter ego del propio Hesse, ejemplifica como pocos la angustia vital que sigue al intento de conjugar —sin éxito— las dos caras de la moneda; luz y sombra, razón e instinto, siameses condenados a no entenderse.
Nuestro protagonista vertebra las páginas del volumen como juez y verdugo, porque Eduardo es y no es el antropoide. Oveja negra en una familia de poderosos carneros vinculados al mundo editorial, letraherido confeso y amante del arte, adicto al sexo, melancólico y enamorado del amor, obseso compulsivo que no hace sino lamentarse por lo degradante de sus actos —antes, durante y después de cometerlos—, personaje de raigambre clásica sometido por su entorno. Si en la enfermiza Shame (Steve McQueen, 2011) Michael Fassbender (1977) interpretaba a un yuppie neoyorquino subyugado por su deseo sexual, Parra ha logrado invocar a un Fassbender «a la española», tan afín a la poesía de San Juan de la Cruz y las canciones de Palito Ortega como a los locales de masajes con final feliz y el cruising. El contraste opera a la perfección en este individuo refinado y relegado a un periódico de provincias, un tipo que aúna la pulsión dramática del romanticismo alemán con el esperpento patrio, mucho más cárnico y festivo. Pero no se torturen, porque Eduardo no es Harvey Weinstein ni Patrick Bateman, y tampoco le sucede como a Tertuliano Máximo Afonso en El hombre duplicado (2002) de José Saramago (1922-2010); sabe a todas luces lo que hace, y el principal damnificado por su conducta es él mismo, al menos de primeras.
Igual que el bueno de Jep Gambardella en La gran belleza (2013), de Paolo Sorrentino (1970), posee nuestro Eduardo una mirada especial para auparse entre lo mundano, una vis exquisitamente deformada por esa entelequia llamada cultura con la que tratamos de domesticar al primate; y, como las obras del director napolitano, no puede sustraerse de la angustia carnal, de la pupila ducha en espiar el cruce de piernas bajo la minifalda en un vagón de metro, de lamer la gota de sudor que resbala por un escote desprevenido. Así, sirviéndose de un lenguaje puramente literario, más próximo a lo cervantino que al realismo sucio, Parra también espía a este Dr. Jekyll en su transición hacia Mr. Hyde; obra, por cierto, la de Stevenson (1850-1894), con gran peso en la trama. A pesar de que la balanza tienda a inclinarse hacia la tragedia, El antropoide también homenajea, a su manera, a una commedia protorrenacentista —con su Dante, su Beatriz y su Virgilio— en la que se nos concede una llave dorada a un cuarto oscuro. Y, en ese cuarto oscuro, tras el antifaz, accederemos a los esfuerzos culposos de un hombre por redimirse, por exorcizar al doppelgänger junguiano en la goma de un preservativo que se arroja en mitad de la noche desde el balcón.
En la obra magna de Hesse, los hombres tristes —nunca por cosas triviales— se parecen a los animales, porque ambos conservan un aspecto de tristeza, y es entonces cuando son más justos y bellos. El antropoide libera al triste monstruo en una radiografía apasionada de nuestras intimidades más vergonzantes, y fuerza el examen de conciencia: ¿será el arte lo único capaz de salvar al lobo estepario que aúlla a esa luna oscura y contradictoria?
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Autor: Fernando Parra Nogueras. Título: El antropoide. Editorial: Candaya. Venta: Todostuslibros, Fnac, Casa del Libro, Amazon.
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