Para escribir la biografía de Azaña, el autor, Cipriano de Rivas Cherif, tuvo acceso a la vida cotidiana y a la documentación existente. Supone, por lo tanto, una tarea indispensable para conocer la obra del intelectual y político republicano.
De este libro, Zenda adelanta las palabras previas escritas por José Luis Rodríguez Zapatero, quien fuera presidente del Gobierno de España.
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Es muy de agradecer este reencuentro con los textos de Azaña que Reino de Cordelia lleva haciendo posible durante los últimos años con ediciones muy cuidadas y de apariencia atractiva y amable. En esta ocasión, coincidiendo con el año en que se cumplen ochenta desde que muriera el político alcalaíno, se le ofrece al lector, a todos los azañistas irredentos y a los que, sin duda, están por venir, nada menos que una nueva edición de la biografía escrita por Rivas Cherif, su Retrato de un desconocido, en la versión preparada por su hijo Enrique y que revisa Isabelo Herreros. De un desconocido, sí, como el autor creía que era Don Manuel, al menos en su faceta más personal, a principios de la década de los cuarenta cuando arreciaban las burdas descalificaciones con las que el nuevo régimen salido de la guerra civil se apresuraba a intentar sacar de la Historia a la figura más insigne de la República española.
Naturalmente, es determinante la relación que existía entre biógrafo y biografiado. Durante todo el tiempo, Manuel Azaña y Cipriano Rivas mantuvieron una amistad entrañable, una amistad de esas que, como diría Borges, no precisan frecuentación ––Cipriano Rivas pasa temporadas fuera del entorno de Azaña, de ahí la correspondencia entre ambos––, aunque se frecuentaron mucho, en viajes, en tertulias, en paseos, con ocasión de visitas a las dependencias oficiales del político… y llegaron a convivir junto con sus familias en la etapa del exilio, porque la relación entre ambos había devenido en parentesco una vez que, en febrero de 1929, Azaña se casase con Lola Rivas, la hermana pequeña de Cipriano.
En este Retrato hay continuos testimonios de esta amistad, verdaderamente inquebrantable, incondicional, que en muchos momentos conmueve. Una amistad teñida por la admiración que Cipriano le profesa a Azaña, a quien nunca se refiere en estas extensas páginas ––como se ha destacado, porque llama la atención–– por su nombre o apellido: es el «compañero», el «secretario del Ateneo», el «diputado», el «ministro», el «presidente del Consejo», el «expresidente», el «presidente de la República», el «cuñado» o «hermano político»… siempre el «amigo». Cabe añadir que el lector es en todo momento consciente de tal admiración, por lo que ello no le impedirá alejarse de ella, si fuera menester, para valorar con objetividad las menciones a los comentarios o actitudes mostradas por Azaña y al marco y al momento en que se producen.
Azaña nos dejó su propia biografía, sus Memorias, y las referencias biográficas contenidas en sus otras obras. En este sentido, el texto de Rivas Cherif viene a complementarlas cuando nos cuenta los pensamientos y motivaciones de aquel, tanto en relación con sus inquietudes literarias como respecto de las iniciativas y reacciones a los acontecimientos políticos, y cuando incluye las oportunas y bien descritas, con profusión, referencias de contexto en que unas y otras aparecen. Además ––hay que hacer notar––, la conexión entre la interpretación del propio Azaña y de Rivas sobre Azaña se establece expresamente en las notas a pie de página, planteándose un curioso y bien interesante diálogo entre el texto y ellas, casi siempre confirmatorio aunque no exento de matices y modulaciones. Para que el lector en cada caso juzgue.
Si tuviera que destacar los pasajes que más me han impresionado de este dilatado retrato en movimiento elegiría el principio y el fin, el principio y el fin de la República, este último casi coetáneo de la muerte del propio Azaña.
El principio, el 14 de abril, que Rivas Cherif vive hora a hora junto a Azaña y a otros líderes políticos, desgranando minuciosamente el precipitarse de los acontecimientos, con esa mezcla de azar y necesidad que está casi siempre presente en los sucesos de relevancia histórica. La aparente serenidad de Azaña ante el vértigo del cambio, inesperado por sobrevenido, del régimen; y su alegría cuando comunica la noticia de que Macià ha celebrado el advenimiento de la República en Cataluña con el grito de «Viva España», lo que, sin duda, remite a la preocupación que Azaña tenía por la cohesión territorial de España y a la que tanto tiempo y afán habría de dedicar después con motivo de la elaboración del Estatut y con ocasión de ulteriores acontecimientos menos esperanzadores. Algo que se entiende muy bien, por cierto.
El final, el golpe, la guerra civil, la creciente sensación de la derrota, las desavenencias y rupturas entre los líderes republicanos, los sucesivos traslados, el accidentado alejamiento de España, el exilio. Como escribió Marichal, tras julio del 36, el presidente de la República se apresta a «preparar el testamento colectivo de una generación histórica para legar así a sus compatriotas por venir el fruto sombrío de las terribles luchas fratricidas». Es «la conciencia trágica de Azaña», en carne viva.
En este último período, impresiona el contraste entre la dignidad del personaje y la perentoriedad de sus circunstancias. Impresiona también su obsesión por la paz (que ya no podemos siquiera concebir sino junto a la «piedad» y el «perdón»), su obsesión porque cese «la sangre» («la guerra es un crimen que no debe aceptarse jamás, que es necesario impedir»), aunque sea con un reconocimiento de la derrota, y del vencedor, siempre que sea «humanitario»…
Ningún político como Manuel Azaña encarna mejor o simboliza los anhelos y las frustraciones de la gobernación de España, de su conformación como una comunidad política, una comunidad de hombres y mujeres libres, social y territorialmente cohesionada, esto es, una comunidad de ciudadanos. Más de siete décadas después de que vislumbrara el corazón de una democracia social como esa, que hoy nos sigue pareciendo perfectamente reconocible, los ecos de esos anhelos y de esas frustraciones, unos y otras, llegan también hasta nosotros. Y ello a pesar de que la generación a la que pertenezco puede sentirse afortunada de ser la primera que, desde su mayoría de edad, solo conoce la democracia como forma de ordenar la convivencia.
Por tanto, no es que volvamos a Azaña, es que siempre estuvo con nosotros. Como su mirada a Europa, igualmente inseparable, de él y de nuestro presente.
Asimismo, ningún político ha encarnado mejor la relación entre cultura y política, entre la reflexión y la acción que se proyecta sobre la sociedad. Manuel Azaña fue un gran intelectual, a fuer de político, y a la inversa. Y pensaba que la política era el estadio más elevado de la cultura, lo que supone entender aquella como expresión de racionalidad y sensibilidad, lo que hoy se tiende a llamar empatía, el respeto por la diversidad, hacerse cargo de las diferencias, el ejercicio de la tolerancia… Azaña luchó frente a la irracionalidad, y la irracionalidad le tumbó al tiempo que arruinaba al país. No he conocido a ningún irracional moderado, empático o tolerante. Conviene, particularmente hoy, recordarlo y poner énfasis en ello.
Se ha abusado tanto de la expresión lectura indispensable que da rubor utilizarla. Pero no me resisto. Esta obra es de lectura indispensable, en mi opinión, para todo aquel a quien le interese la Historia reciente de España, lo que supuso ––anhelos y frustraciones–– el período de la II República y, desde luego, para el que se haya acercado ya a la obra de Azaña. Encontrará en su lectura, muy bien conjugados, el interés y el puro disfrute. Qué más se puede pedir.
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Autor: Cipriano de Rivas Cherif. Título: Retrato de un desconocido: Vida de Manuel Azaña. Prólogo: José Luis Rodríguez Zapatero. Edición y notas: Enrique de Rivas Ibáñez. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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