Mucho antes del nacimiento de Parménides (siglo VI a. C.) surgió en Anatolia un culto mistérico dedicado a Apolo: era el culto de Apolo Oulios, o Apolo el Destructor. Sus practicantes, los ouliadês, eran considerados, como Asclepio Sanador, hijos de Apolo. Parece ser que Parménides, nacido en Velia, en el sur de Italia, donde muchos de los ouliadês llegaron desde la Focea anatolia, podría haber sido uno de ellos. Quizá fue también un iatromantis, un sanador-profeta. Entre las prácticas de los iatromantis había una en particular —muy parecida a la que Plutarco describe al hablar de los cultos de Osiris— cuyo fin era emprender el “viaje al mundo de los muertos, para morir antes de morir”. La técnica consistía en “aislarse en un lugar oscuro, tumbarse en completa quietud y permanecer inmóvil durante horas o días. Primero se apaciguaba el cuerpo y luego la mente. Y esta quietud es lo que daba acceso a otro mundo, a un mundo de total paradoja, a un estado de consciencia absolutamente distinto. Otras veces se decía que era “como un sueño pero sin serlo, como un tercer tipo de consciencia bastante diferente de estar despierto o dormido”. El proceso se vinculaba “a todo un lenguaje técnico, además de a toda una geografía mística”. Griegos y romanos dieron a esa práctica el nombre de “incubación”.
Imaginemos ahora que todo eso en lo que creyó Platón, en lo que creyeron Sócrates y Aristóteles, aquello en lo que creyó Hegel, se sostuviera en un error, o, en el mejor de los casos, en un malentendido. Imaginemos todo ese enorme edificio de la filosofía sostenido sobre los hombros de Parménides de pronto vacilando y, de un momento al siguiente, viniéndose abajo.
No es tarea sencilla sentarse a reseñar el libro que Peter Kingsley, profesor honorario en la universidad Simon Fraser, de Canadá, y de la universidad de Nuevo México, se ha sacado de la manga (y digo bien, porque en esta obra actúa como un mago y a lo largo de sus más de seiscientas páginas pone en liza más de un truco). La tarea que emprende en Realidad consiste, nada menos, en demostrar que a lo largo de veintitantos siglos Occidente ha vivido sometido al engaño de las preconcepciones platónicas, pues lo que Parménides dijo —afirmación de Kingsley— no tiene nada que ver con lo que dijo en realidad. Kingsley aborda su labor de desandamiaje de la realidad de un modo realmente persuasivo, y bastan un puñado de páginas para convencernos de que efectivamente Parménides se coló en una tumba y allí recibió la visita de una diosa. Los problemas comienzan, sin embargo, cuando se dan por ciertas algunas afirmaciones sobre las que todavía pesa la duda —donde Kingsley ve a un ouliadês hijo de Apolo, otros ven todavía a un ouliadês en su acepción de “natural de Elea”—, o cuando el autor emplea sus extensos conocimientos del griego antiguo para darle a algunas palabras el significado que, en su opinión, pudieron tener antes de que ese significado se perdiese o cambiara, muchas veces de manera irreconocible, en los cientos de años que separaron a Parménides y Platón. A veces uno tiene la sensación de que Kingsley incurre en el mismo error que él achaca a los anteriores intérpretes del poema de Parménides: “no ver lo que uno no está dispuesto a ver”. Pero entonces hace otro pase de manos y se te olvida enseguida. O por lo menos hasta el siguiente tropiezo.
Es cierto, no obstante, que si uno entra en el juego que propone Kingsley y da por ciertas sus afirmaciones la realidad, tal y como la conocemos, no hace más que tambalearse ante nuestros ojos. Si Parménides fue el primer racionalista (y en cierto modo el primer metafísico), si le disputa a Aristóteles el título de padre de la lógica, si, en definitiva, aquello que ha moldeado nuestro pensamiento proviene de él y resulta que todo eso es un engaño, ¿podemos extrañarnos de que hasta las propias páginas del libro parezcan de pronto desdibujarse en el aire, y abrir un agujero por el que podríamos colar la mano y sacar dios sabe qué? En este libro, esos agujeros están por todas partes. También, lo diré una vez más, esas molestas piedrecitas que dificultan el camino antes de tocar el agujero. No estoy tan seguro, por ejemplo, de que algunos pasajes que Kingsley describe como humorísticos en el poema de Parménides lo sean realmente, ni siquiera en el contexto de la Grecia presocrática. Es justamente en esos pequeños raptos de juicio subjetivo donde el libro, a mi modo de ver, pierde la fuerza con la que atrapa al lector (si esto no nos suena a cierto, ¿qué puede haber de falso en todo lo demás?). Pero aun así, la argumentación general de Kingsley resulta tan subyugante que uno acaba por recordar menos las piedras que los agujeros. Arrugamos menos veces el ceño de lo que celebramos la pericia con la que el libro es capaz de poner patas arriba nuestros conceptos heredados sobre la realidad (que, como afirmaba Nabokov, es una palabra que sólo significa algo si aparece entre comillas). Es posible, y creo que cada vez es más probable, que nuestra manera de comprender el mundo parta de un malentendido ocurrido muchos siglos atrás, seguramente con el primer gruñido, y, de la misma forma en que Occidente en general ha podido estar equivocado respecto a las enseñanzas de Parménides, Kingsley en particular también podría estarlo en relación a su manera de entenderlo. Pero una cosa me ha quedado clara: si es cierto que Kingsley se ha apoyado en una premisa equivocada y lo que cuenta no es verdad, merece serlo.
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Autor: Peter Kingsley. Traductora: Paula Kuffer. Título: Realidad. Editorial: Atalanta (2004; reed.: 2020). Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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