Como indicábamos en la primera entrega de este viaje —apelando al espíritu de Pausanias, nunca con suficiente énfasis—, de Atenas sólo nos interesa lo que tenga más de dos milenios de antigüedad. Lamentablemente, nadie lleva toga por la calle y los homeless no viven dentro de un barril, pero reconforta comprobar, mirando el plano, que los lugares clave de la topografía de la ciudad antigua son bastante reconocibles bajo la trama urbana actual. Así, cualquiera que desde la colina de las Musas haya mirado hacia el Pireo, no habrá podido dejar de notar las avenidas, rectas y paralelas, edificadas sobre el trazado de los Largos Muros. Menos evidente, la muralla de Temístocles —cuyas entradas más importantes, la Puerta Sagrada y el Dipylon, están en el Cerámico— corría por las calles Sofokleus y Stadiou, entre otras. La carretera a Maratón va por la moderna Vassilis Sofias, y hasta han puesto carteles indicando distancias, para los epígonos de Filípides. El Dromos, camino extramuros hacia la Academia, coincide con la actual Salaminas; mientras que la Vía Sacra, que llevaba a Eleusis, conserva su nombre a través del tiempo: Iera Odos. Y más…
De esta superposición entre el ayer y el hoy vamos a sacar ventaja en lo que queda de nuestro recorrido.
Ágora
Comenzaremos señalando que del Ágora conviene tener una visión de conjunto; por ejemplo, la que proporciona la perspectiva que nos ofrece la Acrópolis o el Areópago. Allí, desde lo alto, calibramos sus dimensiones y entendemos mejor la función del recinto. Apreciamos el espacio rectangular, apto para la reunión de los vecinos… y los vecinos eran Sócrates, Diógenes, Protágoras o Pericles. Intuimos los pórticos que la flanqueaban, gracias sobre todo al impactante efecto de la reconstruida stoa de Atalo. Distinguimos claramente el trazado de la vía Panatenaica, por la que trascurría el desfile sagrado que Fidias reproduce en el friso del Partenón. Y marcamos en el tapiz muchos restos de monumentos, especialmente el Hefesteion, el único que se mantiene gallardamente enhiesto.
Hay dos accesos posibles al Ágora, uno al pie de la Acrópolis y otro en la calle Adrianou, pues la puerta de Apostolou Paulou, a la altura precisamente del café Athinaion Politeia, ha sido clausurada. Elegimos Adrianou, como si viniéramos desde el Cerámico, y cruzamos por la pasarela que salva la trocha del tren. Dejamos atrás, abajo junto a las vías, restos de lo que sin duda fueron importantes referencias, tal el pórtico Real o el de Zeus Eleuterio. Estamos dentro del recinto, pero el lector aprovechará mejor su tiempo si le remitimos a una guía al uso para que, uno por uno, descubra los numerosísimos monumentos—Bouleterion, Metroon, Héroes Epónimos…— cuya importancia para nuestra cultura es imposible de exagerar, y así nos veremos libres para concentrarnos en un par de lugares, quizá menores, pero por los que tenemos particular afición.
El primero de ellos nos lo encontramos más o menos donde los planos sitúan la stoa Central. Un cartel de piedra nos indica “Casa de Simón”, y es evidente que se refiere al zapatero (otros dicen talabartero) en cuya tienda Sócrates mantenía una animada tertulia. Que el local estuviera allí no significa una especial distinción, sino que, en tiempos de nuestro artesano, el ágora ocupaba un espacio menor, y justo esa parte, donde más tarde se construyó el mayor de los pórticos, era todavía un barrio comercial.
De Simón sabemos por Diógenes Laercio. En su Vida de los filósofos ilustres, lo incluye como uno más en el mismo libro segundo por donde desfilan Anaximandro, Anaxágoras, o el propio Sócrates. Todos, sin duda, cracks de la filosofía, y nos preguntamos si Simón jugaba en la misma liga, o es una exageración del autor. Leemos:
Simón, nativo de Atenas, fue zapatero de oficio. Siempre que Sócrates venía a su taller y enseñaba alguna cosa, Simón apuntaba cuanto se le había quedado en la memoria. Por esto sus escritos se llaman Diálogos de Zapatería. Son treinta y tres, unidos en un libro (…). Se cuenta que Simón fue el primero que difundió la doctrina de Sócrates por medio de sus discursos. (Diógenes Laercio. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, libro II)
Pues aproximadamente lo que Fichte con Kant o Marías con Ortega, pero con mayor mérito, porque estos no tenían además que coser zapatos.
Para la segunda referencia, nos dirigimos a la stoa de Atalo, cuyo interior alberga un pequeño museo. Tras las cerámicas de rigor, en una vitrina a la derecha vemos algo redondo y enorme, de lejana apariencia a lo que es: un escudo. Se aprecian en la superficie incisiones hechas con buril o cuchillo que forman letras. Una cartela nos aclara el texto:
Οἱ Ἀθηναίοι ἀπὸ τῶν Λακεδαιμονίων ἐκ Πύλου: los atenienses (se lo arrebataron) a los lacedemonios de Pilos.
Confesamos nuestra devoción por esta pieza, una suerte de aleph (en el sentido borgiano: punto que contiene todos los puntos del universo) pero de lo griego. Ahí, en esa superficie abollada, hay literatura –Tucídides-, historia –la guerra del Peloponeso-, tradición y todo lo que conforma el carácter de una cultura.
El episodio ocurre en la isla de Esfacteria, una extraña lengua de tierra que cierra casi totalmente la bahía de Pilos, en la punta sudoeste del Peloponeso. En las idas y vueltas de la guerra contra los atenienses y sus aliados, y tras la pérdida de las naves que les transportaban, un contingente de espartanos se tiene que refugiar en el islote. Están aislados y rodeados, con poca comida y, sobre todo, sin agua. Pero su fama de invencibles frena a los sitiadores que, no atreviéndose a atacar, se contentan con mantener el cerco. En Atenas, el sicofante Cleón, grosero y demagogo, nuevo líder del partido popular, se dirige a la asamblea criticando agriamente la falta de valor de los generales y, en concreto, del estratego jefe, Nicias. Tucídides lo cuenta espléndidamente:
Entonces, Nicias (…) le invitó a que tomara sobre sí el mando. Cleón pensó primero que Nicias hablaba por hablar, y se mostró dispuesto, pero cuando cayó en la cuenta de que realmente tenía la intención de trasmitirle la responsabilidad, se echó atrás y lleno ya de miedo dijo que él no era general, sino Nicias (…). Pero Nicias volvió a invitarle, renunciando a su mando en Pilos, poniendo por testigo a los atenienses. Y estos, como suele hacer la masa, cuanto más rehuía Cleón el mando y retiraba sus palabras, tanto más animaban a Nicias a entregárselo (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro IV,28)
Así que Cleón no tuvo más remedio que apechugar con el asunto. Hizo un recuento de las tropas de que disponía, y
(…) se comprometió a traer vivos a los espartanos o darles muerte allí mismo en el plazo de veinte días
Y aquí el gran Tucídides nos deja una insuperable muestra de fina ironía ática:
A los atenienses les produjo risa su jactancia y, sin embargo, los más sensatos se alegraron, pues pensaron que con esta situación se conseguiría una de dos felicidades: o librarse de Cleón, que era lo más probable, o traerse a los espartanos.
Milagrosamente, la cosa le salió bien al general sobrevenido: fue a Esfacteria y capturó al contingente enemigo.
Fue ésta la acción de guerra que más sensación causó, pues todos creían que los espartanos no depondrían las armas ni siquiera por hambre, sino que lucharían hasta el límite de sus fuerzas y morirían con ellas en la mano. (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro IV,40)
Con su carga de siglos y mitos, el escudo de uno de estos espartanos cautivos es el que podemos ver en la vitrina de la stoa de Atalo. Padres que tenéis hijos: traedlos aquí y, frente a su propia imagen reflejada en el brillo velado del bronce, contadles esta historia. A ellos les inculcaréis para siempre el amor a la cultura clásica (valga la redundancia), y vosotros acuñaréis uno de los mejores recuerdos que conservar a lo largo de toda la vida. Lo decimos por experiencia.
De Tucídides disponemos hoy de cuatro o cinco traducciones en castellano. Después de la de Diego Gracián, secretario de Carlos V, que fue la primera, hubo que esperar casi quinientos años hasta la siguiente, debida al profesor Rodríguez Adrados. En nuestra opinión, es la que mejor traslada el estilo cortante, quizá un tanto cáustico, del historiador.
Cerámico
El Cerámico no es (solo) el cementerio, primera asociación que nos viene a la cabeza. Lo importante del recinto arqueológico actual es que incluye el espacio físico y los restos del acceso más importante a Atenas; esto es, las legendarias Puerta Sagrada y Doble Puerta o Dypilon, que se abrían sobre la muralla de Temístocles.
Confesaremos que es uno de nuestros lugares favoritos. Desde el Cerámico, si se elige convenientemente el banco o la piedra donde sentarse, la visión de la Acrópolis es hipnótica: el entorno parece cobrar volumen, el perfil de los muros y sus puertas se dibuja en el aire y, efectivamente, sientes que estás a un paso de franquear la entrada de Atenas, tal cual viajero que llegara de Colono o Eleusis. Lamentablemente, lo contrario no funciona: si giramos ciento ochenta grados y pretendemos hacernos una idea de lo que sería salir de la ciudad por la vía Sacra, o por el Dromos hacia el bosque sagrado de Academo, unas feas casas y, sobre todo, una horripilante iglesia situada en el peor lugar mancillan tanto la perspectiva que cualquier ensoñación se hace imposible.
Y también está el cementerio. Pero, más que una necrópolis al uso (actual), es un pequeño muestrario de tumbas a la vereda del camino, tal y como en la época clásica se acostumbraba en determinadas ocasiones y para según qué personajes. A esta parte, claro, le conviene la hora del ocaso, por aquello de que la evocación de los difuntos y el sol de Atenas son francamente incompatibles.
Finalmente, queda el museo, del que algo diremos luego.
Ajustados, pues, horarios y posiciones, se impone el reconocimiento sobre el terreno de las puertas y los caminos que, no nos cansaremos de insistir, son lugares tan identificables en la Atenas del siglo V como la Acrópolis o el ágora. Vamos en primer lugar al Dypilon, y haremos como que salimos. Hay un mojón a la izquierda; a la derecha, dicen que estaba la tumba de Pericles. Clavada la mirada en el suelo (por humildad, y para no ver la iglesia), daremos unos pasos con la misma unción con la que Armstrong pisó la Luna. No es para menos: nos estamos dirigiendo a la Academia…
Cumplida esta ceremonia, volvemos un momento para atrás, hacia los restos de la Puerta Sagrada. Un arroyo desnutrido, apenas alimentado por los aspersores del entorno, merece igualmente nuestro homenaje: es nada menos que el río Cefiso. Aquí hace un papel testimonial, pero lo agradecemos. Sabemos que, con más caudal y convenientemente canalizado, sigue fluyendo hacia el golfo Sarónico bajo la moderna avenida de su mismo nombre.
Como antes, dejamos a la espalda la imaginada puerta y avanzamos. La vía Sacra es perfectamente visible, entre dos taludes con estelas, reproducciones de las originales que se guardan en este museo, o en otros. Algunas resultan espectaculares –la Dionisos de Kollitos, con el toro-, pero nuestra favorita está a la derecha, avanzando un poco. Es una dexiosis, como llaman los griegos a estas escenas de despedida, insuperablemente melancólicas, donde se muestra al difunto sentado, recibiendo a sus deudos, en los momentos previos a fallecer. En este caso, Hegeso –nombre de la dama- contempla sus joyas, que una criada le presenta, y que no se va a poder llevar al Hades al ser arrebatada por la cercana muerte… pero las saca de la caja y las acaricia. El mármol original está a buen recaudo en el Museo Arqueológico Nacional, y aunque siempre que podemos nos acercamos a mostrarle nuestros respetos, en realidad nos atrae más la copia dejada aquí, en la calle de las tumbas, a la sombra de los cipreses.
Es el momento de buscar el sitio adecuado para sacar el Tucídides y abrirlo por el libro II, donde se transcribe el discurso fúnebre con el que Pericles homenajeó a los primeros caídos de la guerra del Peloponeso. A esta pieza cumbre de la retórica política de todos los tiempos, ¿dónde la leímos por primera vez? No recordamos si fue en casa, en el autobús, o en alguna tumbona veraniega. Pero sí tenemos muy presentes las varias veces (una por visita) que lo hemos hecho aquí, en el Cerámico, donde fue pronunciado. Impresiona saber que, nos pongamos donde nos pongamos, erraremos con el lugar exacto como mucho unos pocos metros:
Así pues, para hablar en honor de estos primeros muertos fue elegido Pericles, hijo de Jantipo. Llegado el momento, avanzó desde el sepulcro hacia una tribuna que se había erigido bien alta, a fin de que pudiera hacerse oír ante la multitud, y así habló (…) (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro II, 34).
El discurso hace un balance extraordinariamente bien medido entre los valores de la comunidad y los del individuo. Y tanto por un camino como por otro, todo es una exaltación de la dignidad de las personas.
Hay (en Atenas) un régimen político que no asume como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es modelo para ellos. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todos asisten, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es por la pertenencia a una clase social, sino por el mérito (…) (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro II,37)
En este punto, un escalofrío nos recorre la espalda y sentimos como una sombra rondando a nuestro alrededor. Resulta ser el espíritu de Pericles, con casco y todo, que nos regaña: “Aquí, hablando de democracia como si tal cosa, viniendo de un país donde votáis a los que más roban e investís a los que mejor mienten. Así os va. Pues que sepáis que no se admiten reclamaciones por mal uso del producto” Abochornados, no queda otra que agachar la cabeza y seguir con la lectura. Pocas líneas después, encontramos el famoso párrafo que tanto ha dado que hablar:
Pues amamos la belleza con economía y la sabiduría sin relajación, y usamos la riqueza más como un medio para obrar que como motivo de jactancia (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro II, 40).
Viene bien comparar las distintas traducciones que tengamos a nuestro alcance, a ver cómo se come eso de belleza y economía. Se lo preguntamos al espíritu, y confiesa que se estaba curando en salud por haberse pulido los fondos de la Confederación de Delos para embellecer Atenas (conviene desechar cualquier comparación con nuestros actuales próceres, hábiles también en vaciar las arcas públicas: mientras que éstos han dejado adefesios en las rotondas, aeropuertos sin viajeros y cuentas en Panamá, Pericles construyó el Partenón).
El museo del Cerámico es pequeño y muy grato de visitar. Pasamos rápido por los restos funerarios y nos quedamos con un par de detalles. El primero, una cartela donde se da cuenta del descubrimiento de una fosa común, algo inusual en el mundo griego, fechada por los arqueólogos en la época de la peste que arrasó la ciudad durante a guerra del Peloponeso. La descripción del propio Tucídides (libro II, 48 a 54) es exacta y modélica, casi científica, pero decidimos dejar su lectura para otro día.
Más adelante, en una de las últimas vitrinas, se exhiben trozos de ostraca, esos pedazos rotos de cerámica utilizados como papeletas por los atenienses cuando había que votar el destierro de un ciudadano. Uno lleva un nombre escrito que nos llama la atención: Arístides. ¿Será el mismo Arístides el Justo del que nos habla Plutarco?
Estaban en esta operación de escribir los ostraca, cuando un campesino que no sabía escribir dio el suyo a Arístides, quien casualmente estaba a su lado, y le encargó que escribiese Arístides. Y éste se sorprendió y le preguntó si esa persona que le decía le había hecho algún agravio: “Ninguno- respondió-, ni siquiera lo conozco, pero me fastidia oír continuamente que le llaman el justo”. Arístides, oído esto, nada le contestó, y escribiendo su propio nombre en el ostracon, se lo devolvió. (Plutarco. Vidas Paralelas)
Arístides, sé fuerte…
(Continuará)
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