Desde Tombuctú, Doudou y su mujer huyen de la guerra en dirección a Melilla en busca de una vida mejor. Tras múltiples abusos por parte de la policía marroquí y de las mafias que sacan provecho de su desesperación, consiguen subir a una patera. Ella está embarazada y temen morir en el mar, ahogados.
En el pequeño camposanto de la Isla de Alborán aparece una cabeza mutilada de origen africano, rodeada de gaviotas decapitadas con cabezas de muñecas de porcelana en su lugar. Es un islote habitado solo por un reducido destacamento de la Armada española, con el objetivo de preservar el territorio nacional ante la posible llegada de migrantes, vivos o muertos, y de velar por el ecosistema protegido de la zona en colaboración con un biólogo de la Junta de Andalucía.
La sargento Julia Cervantes, Infante de Marina experimentada, es enviada con el contingente que se desplaza a Alborán tras el macabro descubrimiento. En su vida solo quedan su hijo Mario y su madre. Después de varios años, sigue sin poder superar la muerte de su marido.
Durante una terrible tormenta, quedan totalmente incomunicados con el exterior, y desde la megafonía del faro comienzan a escuchar una extraña nana: “Diez soldaditos se fueron a cenar; uno se asfixió y quedaron nueve”. Cuando empiezan a sucederse los asesinatos, el terror se desata en la isla. Julia debe hallar al culpable si quiere volver sana y salva junto a su hijo pero, ¿hay alguien más en la isla o el asesino se encuentra entre sus camaradas?
Zenda adelanta el prólogo a El corazón de los ahogados, la nueva novela de Daniel Fopiani, que llega hoy a las librerías de la mano de la editorial Espasa.
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Prólogo
Isla de Alborán, 6 de diciembre de 2018
Tierra húmeda, olor a lluvia. Y una mariposa de alas blancas formada por los lazos de sus zapatillas deportivas. De sus labios, una bruma pálida que desaparecía paulatinamente en el espacio, agujereada por las gotas que caían desde el cielo. Se enfrentó por quinta vez a la pendiente que unía el muelle y el faro de la isla, apretó sus dientes torcidos e intentó desviar la atención de los metros que le quedaban para llegar arriba. Piensa en otra cosa. Canta una canción. Organiza la lista de la compra. Lo que sea.
Las cinco series de cuestas fueron justificación suficiente para regalarse varios segundos de recuperación antes de levantar la mirada de sus propios pies. Al fondo del sendero descubrió algo que le llamó la atención. No era extraño ver gaviotas deambular por el pequeño cementerio de la isla; todo lo contrario: la piedra gris y desalmada de las lápidas permanecía nevada de plumas y cagadas avícolas. Pero la congregación de aquella mañana en el camposanto sobrepasaba la normalidad. Además, parecían nerviosas, violentas, como si disputasen entre ellas la carroña más jugosa.
Patas, picos y graznidos.
Unos cuarenta pasos después, la bandada de pájaros levantó el vuelo ante la llegada de aquel monstruo sudoroso. Sus alas golpearon el aire con la premura del espanto y las dos zapatillas deportivas manchadas de barro se pararon en seco. Se quedaron juntas y muy quietas, como si el cuerpo humano que sostenían un poco más arriba hubiese dado con un mamparo invisible. Sus ojos se posaron en la zanja de tierra removida que había aparecido en uno de los laterales del cementerio y el ritmo cardíaco se le volvió a disparar, a pesar de encontrarse completamente inmóvil.
Al principio pensó que lo que tenía ante sus pies era una hortaliza negra y podrida que brotaba de la tierra. Una gaviota, quizá más valiente o hambrienta que las fugadas, hurgaba con su pico en la pulpa con la insistencia de un buscador de oro. La cabeza decapitada no comenzó a perfilarse en la mente del corredor hasta que comprendió que aquella protuberancia cartilaginosa formaba parte de una nariz carcomida por las aves de carroña. Pelo rizado, rasgos africanos y tiras de piel suelta como cáscaras de plátano putrefacto. Entre las encías, desprovistas de dientes, sostenía la cabeza de una muñeca de porcelana negra.
La gaviota dejó de escarbar, desplegó las alas y miró al recién llegado con aire amenazador, como si temiese que pudiera arrebatarle aquel nutritivo botín. Volvió a hundir su pico bañado en sangre en una de las dos cuencas oculares vacías.
Dio un paso atrás, pero antes de salir corriendo reparó en que lo que veía por el rabillo del ojo no eran puñados de plumas, sino una formación circular de gaviotas muertas rodeando la cabeza decapitada como en un ritual de secta enfermiza.
Un cóctel oscuro de tierra y sangre reseca salpicaba el blanco sucio de sus alas. Los cadáveres de las aves también habían sido degollados para colocarles cabezas de muñecas negras. Los rizos despeinados permanecían medio enterrados en la zanja mientras los rostros contenían una sonrisa comedida bajo dos ojos resplandecientes. Parecía que aquella exhumación les hubiese dado vida.
Las gaviotas que aún eran capaces de agitar las alas comenzaron a graznar desde las alturas, como si pudiesen llorar desde el cielo. Miró hacia arriba. Las nubes que paseaban por aquella cúpula plomiza derramaban suaves gotas que terminaban aterrizando en su rostro. La lluvia le sirvió como estimulante para despertar de la pesadilla.
Dio media vuelta, dejó aquella carnicería a sus espaldas y emprendió la carrera.
Cuando los lazos de sus zapatillas quedaban suspendidos en el aire ya no formaban mariposas de alas blancas, sino dos horcas retorcidas.
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Autor: Daniel Fopiani. Título: El corazón de los ahogados. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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