Cuenta el exciclista profesional Tyler Hamilton en Ganar a cualquier precio, su libro autobiográfico, que llegó a correr un Giro de Italia con una clavícula fracturada. Acabó segundo, resistiendo un dolor tan intenso que le hacía apretar los dientes con todas sus fuerzas en cada etapa. No es metáfora: al acabar la carrera, se había destruido once piezas dentales, que, pulverizadas hasta la raíz, hubieron de ser reparadas en el quirófano.
También la senda hacia la genialidad artística está jalonada por abismos de dolor y sacrificio; y el cine ha ofrecido el relato perfecto en Whiplash. Fletcher, el profesor encargado de una prestigiosa escuela de música de Nueva York, ejerce una presión insufrible sobre sus pupilos. «No creo que entendieran lo que estaba haciendo», dice Fletcher cuando ya ha sido despedido por sus agresivos métodos pedagógicos: «No estaba allí para dirigir: cualquier idiota sabe mover los brazos y marcar el tempo, quería forzar a mis alumnos a ir más allá de lo que se esperaba de ellos». Perfecta alegoría la del batería tocando hasta desollarse las manos, la sangre salpicando sobre el tambor.
Repárese en la radical diferencia entre los métodos didácticos de Fletcher y los del otro docente por antonomasia en la historia del cine, el señor Keating de El club de los poetas muertos. La diferencia se entiende por su diferente cometido: Keating pretendía inocular el amor por la literatura entre maleables adolescentes; Fletcher ambiciona genios. El aspirante a batería le pregunta si con su exigencia extrema no teme desalentar al futuro Charlie Parker. «El futuro Charlie Parker», responde Fletcher en memorable cita, «nunca se desalentaría».
Solo vemos en el ciclista el demarraje exultante en el puerto, para él queda el rechinar de dientes. Como solo vemos en el escritor la obra brillante, sin atisbar las descarnadas peripecias personales y las horas de escritorio a sus espaldas. Hay quienes se decepcionan cuando conocen a su autor admirado; conviene tener a este respecto las cosas claras: lo grande de un gran escritor es su obra, es en ella donde se ha decantado lo mejor de su vida y su personalidad. Por lo demás, el genio de la literatura suele ser una combinación entre lo vitriólico y lo anodino.
El literato mediocre se nutre de lo leído; el grande, de lo vivido. La existencia de las grandes plumas, en consecuencia, compila andanzas intensas, dramáticas, penosas. Dostoievski, desquiciado ante la ruleta en los casinos alemanes. Oscar Wilde, ridiculizado en el juicio sobre su afición a la sodomía. Gil de Biedma, enfermo de lujuria, entre los chaperos de los barrios bajos de Madrid. Las botellas vacías de Hemingway. Cioran, insomne y angustiado, deambulando en la madrugada de París. Pizarnik llenando ceniceros en un manicomio de Buenos Aires. Y en Buenos Aires, Borges, llorando su desamor por Estela Canto. Y Sándor Márai, en vano intento de que el sol californiano disipara las muy magiares tinieblas de la melancolía.
El rechinar de dientes de Tyler Hamilton esconde también una historia palpitante; una historia bien sabida a estas alturas, donde los ciclistas de élite, como los agentes dobles de la Guerra Fría, trabajan para dos bandos: ofician a la vez de adalides de la vida saludable y de yonquis con jeringuillas escondidas. El batería de Whiplash llega a renunciar al amor de una joven mujer para poder ensayar sin atender a nada ni a nadie. Se arrepentirá, claro. En esa mezcla abigarrada entre una vida apasionante y el trabajo asfixiante se cifra el secreto de la genialidad.
Son todas esas vivencias, materia vergonzante, el material con que el gran escritor tejerá sus historias, como el escarabajo hace su bola admirable con el estiércol. Pero cuando es llegado el momento de verter la experiencia en el texto, el escritor, confinado en el escritorio, se convierte en una suerte de auxiliar administrativo, de opositor a notaría. Es entonces cuando la convivencia con un autor de fuste pasa sin solución de continuidad de experiencia intrigante a mera insipidez. Don Quijote regresa a su aldea.
Nietzsche hacía mofa de los filósofos casados y con hijos; ¿a qué profundidades del pensamiento se puede descender desde el parque infantil? Junto al tobogán solo se puede pergeñar filosofía académica y banal. Solo la vorágine y el ahínco obsesivo permiten alcanzar las más borrascosas cumbres del pensamiento.
Ahórrese la decepción y no busque en su autor admirado el chisporroteo de su obra. Su vida se encuentra acrisolada en sus libros: nada de enjundia sacará de un encuentro personal. Encontrará, en todo caso, al individuo taciturno y huidizo: ¿pero qué cabía esperar de quien se da a un ejercicio como la escritura, paradigma de la soledad? Deje de buscar lo que se oculta tras la página escrita: no es agradable de ver. Es caos. O algo peor. Dientes destruidos. Sangre en el tambor.
Redoble de vejiga. También (tampoco) no sé con qué tan ‘sóla’ cuerda acabó su concierto (ni partitura) Paganini.