Charles Fourier (1772-1837) es uno de esos pensadores amortizados y casi diríamos enterrados en la historia intelectual bajo la rúbrica de socialista utópico. Su nombre se asocia con la propuesta de una sociedad organizada en forma de falansterios y regida por un espíritu racionalista al mismo tiempo que emancipador. Este Fourier cuya imagen postrera debe mucho a Marx es el que, con gran agudeza y soltura, desmonta el libro del historiador Fernando Díez.
Hijo de los grandes debates de la Ilustración sobre el componente pasional de la naturaleza humana y el valor fundamental que cobra en nuestra existencia todo lo relativo a deseos, emociones, intereses y sentimientos, Fourier aspiraría, en la Francia posrevolucionaria de las primeras décadas del siglo XIX, a clausurar el ciclo revolucionario abierto en 1789. Para él, la Revolución Francesa era sinónimo de caos y anarquía, y solo la restauración de un nuevo equilibrio podía abrir las puertas al progreso de la humanidad. Tal equilibrio se confronta con el artificio social de la civilización, un concepto en el que Fourier vuelca toda su repugnancia respecto de las normas, prácticas y convenciones que, a lo largo de los siglos, han lastrado las posibilidades de la felicidad humana. Su utopía oculta, convenientemente desescombrada por el talento camaleónico de Fernando Díez, consistiría en hacer de las pasiones, de los aspectos libidinales del psiquismo humano, el fundamento del lazo social. Este sortilegio o, para muchos, verdadero anatema representaría la esencia más pura del pensamiento de Fourier, un ilustrado extremo o utilitarista lógico que llevaría la herencia del siglo XVIII a una orilla impensable, la de una sociedad emancipada de los diques civilizatorios y construida culturalmente sobre la presuposición de que nada de malo y peligroso existe en la corriente libérrima de los deseos.
El Fourier que el asombrado lector de esta obra inmensa va descubriendo a medida que avanza en el desvelamiento del personaje se incuba en los talleres de la Ilustración, de donde recoge su noción del hombre como maximizador de placer, y se aproxima inopinadamente al mundo actual. Fernando Díez trabaja a fondo y con claridad muy de agradecer la génesis ilustrada del pensamiento de Fourier, comparándolo con autores tan señalados como Rousseau y el marqués de Sade. Una vez que la utopía ha sido localizada en su contexto, el lector es arrastrado por la fuerza de empuje de un visionario dinámico para quien la plenitud humana no remite a un lugar perdido en alguna Edad de Oro del pasado, sino a un tiempo barruntado en el porvenir. La utopía se mueve, está en marcha, atraviesa los meandros del siglo XIX y el XX hasta explosionar, gracias a la venturosa travesía que gobierna el autor de este libro, en las primeras décadas del XXI.
Fernando Díez persigue la alargada sombra de la utopía demostrando que siempre existió, en el pensamiento europeo, un Fourier oculto más allá del socialista y falansteriano. La crítica extrema de la civilización como un régimen de perversión de las pasiones que impedía a estas florecer adecuadamente fue percibida por el fino olfato de autores tan dispares como Dostoievski y Zola. El libro alcanza uno de sus momentos más intensos en las páginas dedicadas a explicar los Apuntes del subsuelo, del novelista ruso, y el contraste entre la visión del hombre de este y la de Fourier.
Si algo le ha quedado claro al lector antes de llegar al último capítulo, al último tour de force de estas variaciones sobre un mismo tema, que lleva el enigmático título de «Resonancias», es que de Charles Fourier existía una idea equivocada y pedestre, y que, bien y correctamente explicado, cabe reconocer en su obra una, si no la principal, de las utopías de eso que hemos dado en llamar Modernidad. Con el matiz de que semejante utopía es tan dinámica y desinhibida en los supuestos antropológicos y sociales que la constituyen que, posiblemente, anide en ella no solo una expresión radical de la Modernidad, sino un anticipo genial de la Posmodernidad. En una palabra, Fourier cubre mucho tiempo histórico toda vez que su creatividad verbal e imaginación utópica se consideran en la profunda clave utilitaria y pasional que espolea a una y otra.
La crítica de la civilización, de lo que, en el siglo XIX, empezó a conocerse como sociedad burguesa, inspiró en Fourier su instinto para el neologismo y las palabras desacostumbradas. Es como si al sumergirse en la sala de máquinas del deseo sexual, de la felicidad laboral y del disfrute culinario (gastrosofía), Fourier hubiese descubierto todos los resortes imaginables del psiquismo humano como fuente de una existencia insaciable e infatigable. En el mundo de Fourier, hasta los fetichistas del pie, los rascatalones, podrán saciar su imperiosa y atrabiliaria necesidad sin temor al qué dirán. No existe escondite del deseo que no halle, en la armonía furierista, su adecuado y público desvelamiento. El mal civilizatorio de condenar al hombre a ocultar y malbaratar sus apetitos más inconfesables desaparece a partir del momento en que se establece que no hay apetitos inconfesables, sino sociedades opresivas, y que los impulsos de nuestra naturaleza pueden y deben atenderse sin descanso ni tedio, en un todo a cien abierto las 24 horas del día.
Este es el Fourier en las antípodas de su contemporáneo Balzac cuando este decía que quien busca el placer encuentra el tedio. La utopía oculta del primero arguye justo lo contrario, que quien busca el placer no se cansa nunca de degustarlo, y que si hay cansancio o tedio es porque nuevamente la civilización nos oprime con sus monsergas puritanas y arteras sublimaciones. Por este conducto, el libro termina aterrizando, tras abordar asuntos hoy en día tan acuciantes como el del transhumanismo, cuya afinidad con Fourier resulta inquietante, en su resonancia más deslumbrante, la de empalmar el genio hedonista del visionario con el estilo de vida del actual y hegemónico turbocapitalismo. ¿No sería este, se pregunta Fernando Díez con su habitual distancia irónica, un perfecto engrasador de pasiones? La pregunta se las trae pues, con ella, vendría a decírsenos que nada se aproxima más a la utopía oculta de Fourier, a su liberación del deseo, y no a su organización del falansterio, que un sistema como el actual capitalismo de emociones. ¿No trata este de volvernos insaciables e infatigables para que no dejemos de darle al botoncito que inunda de serotonina nuestros lujuriosos cerebros? ¿Y no es al fin el hombre un animal psíquicamente insaciable e infatigable en la persecución de sus apremios, para quien incluso el hecho de descansar y dormir puede verse como un obstáculo a su completa realización pulsional?
Que el libro concluya depositando el mensaje de Fourier, después de su proceloso viaje por los siglos XIX y XX, en la playa de la sociedad hiperconectada, digital y consumista en que vivimos no sería la menor de sus enriquecedoras ambigüedades. Fernando Díez ha escrito una obra singular, de brillo raro e intenso, que admite muchas y variadas lecturas. A mí, en particular, me ha parecido excepcional cómo, con un autor, se puede, sin apartarse un centímetro del sentido exacto de su pensamiento, componer una panorámica tan densa y clara a la vez de un itinerario histórico tan dilatado. A lo que hay que sumar el gesto desprejuiciado de un historiador en la plenitud de sus capacidades, pues solo quien se siente ligero de equipaje y con los deberes hechos puede, sin encomendarse a dios ni al diablo, sugerir una visión furierista del turbocapitalismo. Un juicio que nos sume en la perplejidad de si acaso la sociedad de hiperconsumo represente, en contra de lo dicho por tanto crítico declamatorio, antes una emancipación cultural que una opresión civilizatoria. No esperen que alguien con la camaleónica personalidad de Fernando Díez les saque de dudas.
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Autor: Fernando Díez. Título: La utopía oculta: Charles Fourier y los orígenes de la cultura del deseo. Editorial: Marcial Pons. Venta: Todostuslibros y Amazon.
Socialismo utópico, marxismo, utopías. Dios nos libre de ellas. Las utopías solo traen el infierno. Acabáramos, que el socialismo utópico sea el precursor del posmodernismo, de Derrida y del poshumanismo robotiano y humano-desintegrador. Suficientemente desgraciado fue que haya sido precursor del marxismo. A este paso, Aristóteles será, dentro de poco, el precursor de la posverdad y Tomás de Hipona del transexualismo y del hiper-feminismo. Por cierto, la frase «visión fourierista del turbocapitalismo» merece figurar en los anales (no me refiero a ningún concepto esfintérico, entiéndaseme, por favor) del pensamiento occidental de los últimos tres mil años. Habrá que leer el libro aunque solo sea para practicar vituperios y ejercitarse en diatribas.