Foto de portada: Jeosm
El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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Espionaje británico en España (1938-1945). Informes, escuchas y transcripciones, edición a cargo de Federico Sánchez y José Martínez, París, 1973.
(Selección). Conversación grabada clandestinamente el 20 de septiembre de 1940 entre Ramón Serrano Suñer y Antonio Tovar:
SERRANO: “Me es grato comunicarte que has sido elegido para hacer funciones de intérprete entre Franco y Hitler el próximo mes de octubre, en la cumbre de Hendaya. Venir recomendado por Ridruejo, de nuestra Falange, ha dado sus frutos. Felicítate y ¡arriba España!”
TOVAR: “Muy honrado de servir a la España victoriosa, y si es para transmitir entusiasmo por los logros imperecederos del nuevo Reich, a tu disposición siempre, Ramón”
SERRANO: “Nada, nada, Antoñito, si te digo que has sido elegido porque eres de Falange es porque Hitler quiere que sea uno de Falange el que le traduzca, una manía que le ha entrado, por su amistad con José Antonio. Además, tú ya has visitado las Juventudes Hitlerianas y conoces el percal”
TOVAR: “Nada más lejos de mi ánimo que contrariar al Führer. Por cierto, ¿esto será remunerado?”
SERRANO: “No dudes en ningún momento, Antonio, que tu labor será remunerada, pero más que en flujo de caja, líquido o dinero contante, el Generalísimo querría obsequiarte con una gira por el Reich, a gastos pagados, obviamente, para que tomes nota de lo que es hacer bien las cosas”
TOVAR: “No me encuentro en disposición de hacer esa gira, Ramón, ya que estoy preparando oposiciones”
SERRANO: “Bueno, eso ya se verá. Al grano. Ahora que se acerca el día del encuentro, querría repasar contigo lo acordado: ya sabes, diga lo que diga el Führer, tú me traduces lo bonito para Paco, y quédate siempre a su derecha, el lado izquierdo le da mal fario; y otra cosa: nunca utilices los términos bajito, judío (di siempre sefardí, es más nuestro), Habsburgo ni masacre; si el Führer pregunta si hay camellos en España, dile que no tenemos, que para eso pedimos Marruecos, para tener camellos”
TOVAR: “Comprendido, pero permíteme que insista en lo de la gira: no me va bien, preferiría unas pesetas”
SERRANO: “Pues nada de giras, se te paga y en paz. Pero tú te presentas en Hendaya a las seis de la mañana el día acordado, eh. Nosotros no te podemos llevar porque en el coche también viene Carmencita y ya somos muchos. Viene con la cabra, a la que mi sobrina siempre lleva a los viajes”
TOVAR: “Ramón, te advierto que como el Führer hable en vienés, vamos aviados. Yo vienés ni idea. Yo solo sé el alemán de Berlín, el de verdad, que es más musical”
SERRANO: “Antonio, déjate de músicas. Mira, la verdad, traduce lo que le dé la gana de decir a Hitler, pero de Paco, que vayan las palabras tal cual las diga él, eh, dejando muy claritas dos cosas: una, que no vamos a prohibir los toros, y otra, que no vamos a dejar en España ni un solo rojo vivo; y si no nos da Marruecos, pues les mandamos a Muñoz Grandes y sus soldados, que se mueren de ganas por vestir el uniforme de la Wehrmacht, pero nada más”
TOVAR: “Entiendo, entiendo, pero ya te digo: como me hable en vienés, me levanto y me voy”
SERRANO: “A ver, Antoñito, no me vengas ahora con melindres de filólogo; si Hitler habla en vienés, el que se levanta y se va es Paco; no hay cosa que el Generalísimo peor lleve que el que le hablen en vienés, coño. Por los valses, todo el mundo sabe que para el baile Paco no está dotado”
TOVAR: “Ah, pero, ¿Franco baila?”
SERRANO: “Muñeiras, Antoñito, muñeiras, y solo en la intimidad”.
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La luz roja, Ferdinand Meyer, Frankfurt, 1991
(Un fragmento). El comandante avisó de que estábamos llegando a Frankfurt pero la densidad de las nubes descartaba la existencia del planeta. Peor era el viento. Un violento vendaval desestabilizaba el avión en varios direcciones. Especialmente hacia abajo. A toda velocidad. Lloraban los pocos niños viajeros y, aunque tampoco me convencieran las palabras tranquilizadoras de sus padres, no me preocupé hasta que oí a la azafata vomitar en el baño. Sé que era ella porque mi asiento estaba en la penúltima fila y era imposible no fijarse en su perfume, es decir, era su perfume el que se fijaba en cada uno de los pasajeros cuando pasaba junto a nuestros asientos. Pensé en Dios, claro. Le dije:
—No sé quién eres. Solo que respondes a todos los misterios. He hecho lo mejor que he podido. Pero hubiese podido mucho más.
Luego pensé en mi esposa, en mi madre y en mi hija. Por ese orden. Apenas en nadie más, y desde luego en ninguno de los que me pidieron venir a Frankfurt, en ninguna de sus preocupaciones, ni siquiera en ninguna de las mías.
Esto es curioso. Me ligué a mis amores femeninos en la tierra. Solo de ellas me despedí.
Nadie va a creerme. Por graciosa casualidad o por broma del diablo, en ese momento llevaba entre las manos el último libro que escribió D. H. Lawrence: Apocalipsis. Esa era la macabra coincidencia. Iba a ser el último libro que yo leyera, y no me gustaba especialmente. De Lawrence, prefiero la poesía, ese grito imposible de las tortugas en su orgasmo.
El avión nos zarandeó en la espiral de aire. Pensé:
—Todas nuestras cabezas se mueven dentro del caparazón.
El caparazón descendió cien metros vertiginosos, dispuesto a expandir nuestra carne por el suelo como un galápago atropellado en la autopista.
Traté de leer el libro de Lawrence, a pesar de que era muy difícil inmovilizar la página ante los ojos. Me podía una curiosidad. Cuál era la última línea, la que me tocaba antes del accidente. Logré descifrar: «El hombre debe llegar a la plenitud de su poder y también a su plenitud espiritual».
Me lo tomé, ya sí con seguridad, como una segunda broma del diablo. Yo, claramente, no había llegado a ninguna de las dos plenitudes. Era un pelele de mi empresa. Siempre le hablaba a mi familia de que iba a dejarla pero nunca me atreví a hacerlo. También era un pelele de aquella máquina en la que volábamos. Quizás, si no hubiese embarcado, si me hubiese rebelado por fin, me hubiese librado también de la máquina metafórica en que vivimos. Pero ya no tenía remedio.
Escuché la cisterna del baño. Cerré los ojos. Vi en mi mente un hombre igual a mí, pero más viejo. Se me acercaba y me decía:
—Disculpe, está usted ocupando mi asiento.
Decidí no responderle. No solo porque era un espejismo de la muerte. Aquel hombre no merecía una respuesta. Tenía diez años más que yo y todavía seguía siendo sumiso. Mejor que se estrellara nuestro avión.
Entonces se abrió la puerta del baño tras de mí.
—¿Por qué no sale también el perfume? —me pregunté.
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Pepito, un hombre feliz, de Leila Montesinos, Madrid, 1996.
¿Qué decir sobre Pepito que no haya sido dicho ya? La novela causó tal impresión que en los años siguientes a su publicación muchos padres pusieron a sus hijos e hijas el nombre de José, Josefa o Josefina con la esperanza, quizá, de que fueran personas tan felices como el protagonista de la novela de Montesinos. Pepito es, desde luego, un hombre feliz, pero también lo son los miembros de su extensa familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo y, a decir verdad, todos los demás personajes de esta novela extraordinaria. Nos han hecho creer que para que una historia sea interesante es necesario que cuente en su haber con personajes malvados, «villanos», como los llaman ahora, ya que de este modo se crea el «conflicto» que es, al parecer, tan importante para hacer que una historia progrese. Pepito, un hombre feliz es una novela sorprendente y llena de giros inesperados, pero carece por completo de «conflictos» en el sentido clásico. Por supuesto que los personajes tienen deseos o planes y que en ocasiones dichos planes no se cumplen como ellos esperaban, como cuando Susana, la hermana menor de Pepito, baja hasta el río para bañarse y al regresar a la orilla ve que le han robado la ropa. Esto podría ser considerado un conflicto, ya que Susana se ve obligada a regresar desnuda a su casa, pero en este episodio la muchacha descubre que caminar desnuda por las calles de su ciudad no solo no le incomoda, sino que le produce tal sensación de libertad, que decide no volver a ponerse jamás ropa alguna. No hay personajes malvados, crueles ni traicioneros en Pepito: todos son criaturas entrañables cuyo mayor deseo es ayudar a los demás. Los policías, los inspectores de hacienda, hasta Robur, el ladrón de casas, todos son a su modo personas felices y encantadoras que se desviven por los demás. Todos son, además, atractivos físicamente y disfrutan de alguna cualidad física deliciosa (como las mejillas «de albaricoque» de Pepito) y todos poseen una salud excelente y una suerte pasmosa. La trama está llena de vueltas y sorpresas, como hemos dicho, pero estas no incluyen ni los accidentes ni las enfermedades. Pepito, un hombre feliz ha sido descrito como «el único libro verdaderamente feliz de la historia de la literatura». Leila Montesinos intentó repetir el éxito de Pepito en novelas como Juanito, un hijo feliz y Toño y Ana, una pareja ideal, pero nunca lo consiguió.
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Mil cuentos sobre gatos, de John Christ Evangelion, Harcourt & Brace & Jovanovich, Nueva York, 1971.
Cuento nº 768. «Seymour, el gato gris».
Seymour me mira y piensa: no es como yo. Y yo miro a Seymour y pienso: en realidad, es como yo. ¿Cuál de los dos se equivoca? Yo le considero un gato gris, pero él no se ve gris en absoluto. Para él lo importante no es el color, sino la calidad del pelo que le cubre. Le horroriza mi piel deslucida y desnuda, y así me lo hace saber en una de las conversaciones que tenemos a través del tubófono. Esto del tubófono es un invento de Marcia, mi prima. Es un simple tubo de cartón, pero funciona muy bien: yo aplico el oído a un extremo del tubo y acerco el otro al morro de Seymour, que maúlla débilmente. El tubófono me permite comprender el significado de su maullido. Seymour me dice: me gusta más tu prima que tú, porque es más pilosa. Yo adoro a mi prima, desde luego, sobre todo en los lugares en que es pilosa. Espero que nadie se escandalice por esto. ¿Qué hay más bonito en una mujer que su cabellera, sus cejas, sus pestañas? Seymour me dice: si fueras un gato, te mataría. ¿Por qué? le pregunto, algo asustado, ya que Seymour tiene unas zarpas considerables. Si fueras un gato, te mataría, repite, y luego bosteza y se aparta del tubófono. Corre por el jardín y se pierde entre las tuberosas en busca de topos o de ratones. Yo supongo que desea matar a algún animalito, y que cuando lo hace se imagina que el topo ensangrentado o el ratón decapitado soy yo. Pero ¿por qué me odia tanto Seymour? Al fin y al cabo yo soy quien le cuida y le alimenta. A mi prima Marcia, en cambio, la adora, y siempre busca su compañía. Siempre se acomoda en los lugares donde ella ha estado sentada, en su lado de la cama, en su lado del sofá, y parece sentir una atracción irresistible por su ropa. Allá donde hay una prenda suya, un sujetador, unas medias, una rebeca, allá está Seymour. Se tiende encima y se duerme. Una noche llegué tarde a casa y me los encontré a los dos en la cama. Se pusieron muy azorados al verme aunque lo único que estaban haciendo era leer, ella uno de esos novelones que le encantan y él el periódico. La acelerada respiración de mi prima, sus mejillas rojas como carbunclos, la traicionaron. Al levantar la colcha, vi que ella estaba desnuda de cintura para abajo y que tenía el vientre y los muslos llenos de arañazos. ¿Qué podía hacer? ¿Matarla? ¿Echarla de mi casa? ¡Nada de eso! La solución era más sencilla: llevar a Seymour a que lo castraran. Lo hice al día siguiente. Ahora la convivencia es mejor, pero Seymour ya no me habla. O quizá es que el tubófono ha dejado de funcionar, no sé.
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