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Un té en el Palace

Lo mejor de leer, o de haber leído, o de ver películas de las de antes, o de haber conocido a quien supo lo que el mundo fue o pudo haber sido, es que permite situarse ante el presente con una mirada que hace fotoshop –o como se escriba– con la realidad. Que permite proyectar, reconstruir, lo que tienes en la imaginación y la memoria. Se trata de un ejercicio de lo más útil, pues convierte el equipaje que llevas contigo en aliado poderoso. En cómplice imbatible. Te permite ver cosas que tal vez nunca serías capaz de advertir de otro modo.

El Palace es mi hotel en Madrid. Desde que hace medio siglo empecé como reportero jovencito, mi vida profesional está vinculada a él. Allí hice entrevistas cuando era yo quien estaba al otro lado del bloc y el bolígrafo, y allí las hago de este lado cuando tengo novela nueva. Me alojo en él y frecuento su rotonda, uno de los espacios más bonitos que conozco. Tomo algo, leo, espero. Me gusta, pues gracias a un personal admirable conserva un estilo correcto, educado, cada vez más raro de encontrar: las buenas maneras de la gran hostelería europea.

A menudo, cuando estoy sentado en alguna butaca de la rotonda –tengo una en casa, que me regaló la dirección del hotel cuando cumplí sesenta años–, miro alrededor e imagino. Elimino parte de lo que es y amueblo ese espacio con lo que fue. Es un ejercicio divertido; educativo, incluso. Y ayer lo hice. Estaba leyendo Las cuatro plumas cuando alcé la vista, miré alrededor y me perdí en el tiempo. Ayudaba la música del piano. Y como si viajara a un siglo atrás, lo vi todo de nuevo como pudo ser. O como fue.

Estaban allí otra vez, todos ellos. Les aseguro que los vi, con su distinción y su glamour tan encantadores y elegantes. Tan injustos, también. Con aquel frívolo aplomo que no pocos de ellos, años más tarde, iban a pagar caro en una España donde la vida real, la Historia con mayúscula, siempre termina pasando factura. Pero en ese momento y lugar, la desigualdad, la miseria, la desesperación que acabarían sacudiéndolo todo, quedaban lejos. Hasta la rotonda del Palace, entre las columnas de mármol y bajo el cielo de vidrio multicolor, no llegaban los gritos de cólera que sacudían España y Europa. Sólo la música. Y claro: visto desde aquel lugar privilegiado, el mundo parecía un lugar maravilloso.

Miré alrededor y los observé atento. Hombres apuestos, mujeres como dibujadas por Penagos con sombreros cloche y ligeras túnicas de crespón, cuellos Arrow, corbatas, humo de cigarrillos Kedive, perfume de Coty, vestidos de Chanel, de Worth, de Poiret. Un caballero delgado y correcto, de aire melancólico, subía por la escalera y tras contemplar un momento la rotonda, pensativo, decidía refugiarse en el american bar, ante el camarero.

–Ponme un fizz, Gregorio.

–Ahora mismo, don Luis… ¿Ginebra nacional o importada?

–No seas bromista, hombre. Inglesa.

En los sillones de mimbre conversaban animados, en torno al té y los cócteles, pollos elegantes y niñas bien, muchachas y señoras llamadas Tinita, Nina, Toti. Unas en toda frescura, otras en plena belleza, otras sosteniendo su edad con los andamios habituales. Charlaban o flirteaban con hombres llamados Julito, Quique o conde de Verín, más partidarios de Joselito que de Belmonte. Discutían ellos las bondades mecánicas del automóvil Packard frente al Pierce-Arrow, vestidos con pantalón de pliegues, americana encogida, corbata puente y pelo planchado de brillantina. Unos y otras se hacían confidencias entre risas y sorbos de long drinks.

–No te pongas Bertini, hija mía. Enamoro al latazo de Polito para fastidiar a Niní, que lo tenía ya para las mulillas.

–¡Catastrófico! Pues yo quiero demasiado a Pepín como para casarme con él.

–Colosal. ¿Y tú qué opinas, Jaime?

–Lo vuestro, chicas, es que descoyunta.

Detrás de las columnas, la orquesta atacó un fox-trot y parejas jóvenes salieron a bailar a la pista mientras las mamás, burguesas, jamonas, aburridas, hablaban de los tés del Ritz, del Armenonville, del Negresco, de las cenas de Cyro’s y de los grandes duques rusos uniformados de porteros en París. Y mientras tanto, moviéndose bandeja en alto entre las mesas, alguno de aquellos impasibles camareros de chaquetilla blanca les tomaba a todos, entre ojeadas de silencioso pronóstico, hechuras para la Casa de Campo o la tapia del cementerio.

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Publicado el 5 de febrero de 2022 en XL Semanal.

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Bixen
2 años hace

La ginebra no es propia inglesa ni de los otros hijos de la Gran… Suiza, comento.

Bixen
2 años hace

Por cierto, las cáscaras de los cítricos cerca tu tierra, van pallá. Como los toneles añejaos del xerez, pal güisqui (scotch).

Basurillas
Basurillas
2 años hace

¡Que magnífica evocación y resurección de épocas pasadas! Al lado del glamur artificial y la ñoñería, el espíritu de revancha, de ajuste de cuentas y de revolución pendiente. Las descripciones son tan reales que parece estar viendo y viviendo lo recreado, en sintonía con la música, la moda, los comentarios y el ambiente de éxito. Una época que pronto iba a ser arrasada por los gritos, las bombas, los ajusticiamientos sin pudor y sin juicio, la desesperación y el hambre. Memorable Reverte. Aquello que fue, que pudo ser y que aún permanece en la decoración, en el ambiente y en los susurros de las paredes de los hoteles míticos de Madrid, como el Palace, el Ritz o el Wellington…

Desheredado
Desheredado
2 años hace
Responder a  Basurillas

Ciertamente. El último párrafo, particularmente, es sobrecogedor. Sobre todo por retrospectivamente profético. ¡Brrrrrrr, qué frío!

M.A. Merino
2 años hace

Se escribe Photoshop. Buen relato. Un saludo!.

David Sepúlveda Pérez
David Sepúlveda Pérez
2 años hace
Responder a  M.A. Merino

No captó Ud. la indirecta a los barbarismos de origen anglo…

Pepe Cuervo
Pepe Cuervo
2 años hace

La cuestión del asunto, es que los proletarios de hoy en día, en vez de luchar contra las clases altas, descubren que cuando medran por ejemplo con la política y se compran chalets en urbanizaciones de lujo, con dinero sospechosamente ganado de forma increíblemente rápida, se convierten en casta y se dan cuenta de que es mejor luchar con la boca pequeña y si realmente se liara la Marimorena, serían los primeros en huir a Francia, como ya pasó con muchos «Luchadores» por la libertad, que dejaban eso de pegar tiros para otros.

Alberto Valenzuela y Conde
Alberto Valenzuela y Conde
2 años hace
Responder a  Pepe Cuervo

Como dijo Paco de Lucia «Fui de izquierdas hasta que me gane mis primeras dos millones de pesetas»

Pepe Cuervo
Pepe Cuervo
2 años hace

Es verdad, ja,jaaaa.

Pepehillo
Pepehillo
2 años hace

«La democracia es el gobierno de los no educados. La aristocracia es el gobierno de los mal educados». La frase es de Chesterton, creo. Al menos, estos aristócratas decadentes no intentaban reeducar a los camareros en sus ridícula frivolidad.

Ricarrob
Ricarrob
2 años hace

Don Arturo, a pesar de lo escueto, me he sumergido en su relato con mucha facilidad y me he sentido transportado. Sus palabras acunan la escena. Al final, me he quedado insatisfecho de seguir leyendo más sin poder hacerlo. Me ha parecido el inicio de una novela o incluso alguna escena ya leída o por leer del recordado y añorado Falcó. Estaría bien poder continuar leyendo…
También, cambiando nombres pijos, vestidos y bebidas, podría ser una escena, no del año 1934, sino un relato premonitorio de 2034.

Rafael
Rafael
2 años hace

fantástico … Gatsby revoloteaba …

prop1
prop1
2 años hace

La última frase es terrible, pero se cumplió para muchos.

Janos
Janos
2 años hace

Esos camareros de chaquetillas blancas iban sin comer o veían a sus mayores marchitarse contrahechos como sarmientos, sin ver jamás compensada una vida de sufrimientos y sacrificios. Sus hijos sufrian de raquitismo o malnutrición, sus mujeres trabajaban limpiando retretes, sirviendo o vendiendos besos al por menor … todo mientras los lideres de esa sociedad parloteaban indolentes sobre ginebras inglesas. Puede que no merecieran paredones y fosas comunes, pero la sociedad que los parió merecia acabar y por fortuna, se acabó.

Ana
Ana
2 años hace
Responder a  Janos

En mi opinion el mejor comentario a la escena de la rotonda tan genialmente recreada por el cartagenero. Totalmente de acuerdo contigo Janos

Janos
Janos
2 años hace
Responder a  Ana

Obligado, Ana. Un cordial saludo

Basurillas
Basurillas
2 años hace
Responder a  Janos

No estaría yo tan seguro. Nunca los más ricos lo han sido tanto como ahora. Que las presuntas normas actuales equilibradoras de la sociedad, de boquilla, no le engañen. La sociedad sigue estando montada en torno al dinero, no en torno a las personas.

Janos
Janos
2 años hace
Responder a  Basurillas

No seré yo quien defienda nuestro modelo económico que premia la codicia y formenta la rapacidad. Sin embargo, como la sociedad que describe Reverte, tambien la nuestra acabará y confiemos en que el cambio sea menos traumático y que la siga, sea más amable

Jaime
Jaime
2 años hace

El Palace fue requisado durante la Guerra Civil por el gobierno republicano para convertirlo primero en sede de la embajada de la Unión Soviética en Madrid y más tarde en hospital de sangre. Su famosa «rotonda» acristalada, que había sido escenario de numerosas fiestas, bailes y reuniones, se convertiría en un quirófano donde eran atendidos los soldados heridos en el frente, en muchas ocasiones ayudados y cuidados por el personal del hotel. (Planeta en conserva)

Última edición 2 años hace por Jaime
Julia
Julia
11 meses hace

En un restaurante barcelonés llamado La Masía, había un letrero que decía algo así: «Hay una vida más barata, pero no es vida».

Me gusta el hotel Palace más que el Ritz. Son lugares para ir de vez en cuando y coincido con usted en que transportan a otras épocas.
En su rotonda se celebraban fiestas con cena y orquesta. Recuerdo la Gala de Reyes de 1971, año de mi matrimonio, con familiares y amigos todos vestidos comme il faut, no como los dibujos de Penagos. Señoras traje de noche y caballeros con smoking (sin sombrero de copa).
Regalaban sombreros de cartón, el mío de cowboy, y un paquetito con algo que no recuerdo.

Un elegante caballero de la mesa, próximo padre político, me invitó a bailar. Consideré que debía de agradar con una charla, y a mitad del baile decidió que ya estaba bien y dio por terminada la danza.

Lo que yo desconocía era que, el apuesto señor, tenía que contar 1,2,3, para poder seguir el ritmo, y mi charla lo había desconcentrado.
Se sentía ridículo al no haber podido demostrar que él podía bailar como los demás. Había practicado la noche anterior para tener una atención hacia mi persona.

Era un hombre alto, de ojos azules, guapo, semejante al duque de Edimburgo y usaba sombrero Borsalino.
Permanece en mis recuerdos con gratitud, por las múltiples deferencias que me demostró durante toda su vida.