De vez en cuando es noticia que un diputado en el Congreso se equivoque de botón. Tiene tres delante. Sí, no, abstención. Su grupo parlamentario votaba no y él le dio al sí, o al revés. Supongo que abstenerse no suele ser el error, porque, puestos a meter la pata, es recomendable meterla hasta el fondo. Luego hay la posibilidad de votar (o sea, de meter la pata) desde casa, con el voto telemático, que supongo que serán otros tres botones, sí, no, abstención, pero algo más modernos.
Ese día se votaban 20 cosas, y el señor del error monumental se equivocó en tres ocasiones. Los periodistas destacados en el parlamento han comentado que “muchos diputados se equivocan todos los días”, lo que, como atenuante, resulta principalmente apocalíptico. Exculpar el error se nos antoja humano sólo cuando alguien tiene que fallar, como en las tandas de penaltis, o cuando las circunstancias son tan opresivas que el error de alguien se da por descontado, o cuando sucede una sola vez y de manera extraordinaria. Esto de que los políticos regularmente no sepan darle a un botón, donde se cifra nuestro futuro, no entra dentro de los percances que deberían inspirarnos piedad.
Pienso en otra gente que tiene delante tres o cuatro botones, o tres o cuatro palanquitas. Un gruista, por ejemplo. Tenemos una grúa gigantesca elevando toneladas de ladrillos sobre la calle, pongamos que una calle por la que pasa en ese instante un encantador grupo escolar. El gruista puede desplazar la pluma hacia el edificio en construcción, y entonces darle al botón que hace descender la carga. Pero puede, a la manera de un diputado, hacerlo al revés, y hacer descender la carga antes de que esa carga tenga un edificio en construcción debajo, de modo que aplaste a cuatro o cinco niños y los mate. Debemos asumir que esto no pasa nunca porque los diputados no manejan grúas.
Un sólo botón tiene un clavadora, o sea, una pistola de clavos. Increíblemente, habiendo muchas en el mundo, no suele pasar que uno apriete ese único botón no contra la madera que está trabajando, sino al aire y a lo tonto y que el clavo busque una cabeza o un pecho, y mate o destroce un cuerpo.
Profesiones peligrosas con tres o cuatro botones decisivos hay muchas, pero al final acaba la jornada y nadie ha dado al botón equivocado, o no al menos “muchas veces todos los días”. Piensen por ejemplo en los controladores aéreos.
Si usted es autónomo, sabrá que desde hace tiempo no puede acudir al funcionario que vive de sus impuestos para que le dé altas o bajas, sino que debe hacerlo usted mismo de forma telemática, como el otro con su voto. Usted, que a lo mejor vende churros, no tiene ni puta idea de la intrincada variedad regulatoria en relación al trabajador por cuenta propia, y sin embargo es capaz de rellenar tres o cuatro pantallas con no pocos espacios en blanco, números, sís, nos, marque una opción, marque una aseguradora de nombre extraño… Si no sabe o duda o quiere encima estar seguro de haberlo hecho bien, acude a un gestor.
El diputado, sin embargo, si no sabe votar, vota igual. Tiene, por ley, no sé cuántos asesores, pero no uno que le apriete los botones correctamente. Va el tío y yerra. Lo sometido a votación puede ser transcendental para el futuro inmediato del país, o para el de un buen puñado de trabajadores y empresarios, pero ese voto se hace mientras se ve la tele, se fuma o se anuda uno la corbata, y no con la tensión superviviente con la que, en fin, todos hacemos este tipo de cosas importantes. Pedir una beca, una subvención, un permiso; inscribirse, registrarse, reunir papeles; firmar, aportar datos y documentos, comprobar otra vez todo ello. Eso hacemos los adultos españoles no pocas veces en la vida, sin que el error sea posible, por nuestro bien. Pero los diputados le dan al sí cuando lo único que tenían que hacer era darle al no. Creo que ganan como 5.000 euros al mes.
Cuando toca, en España votan en las elecciones generales 25.000.000 de personas. A casa llegan por correo cuatro o cinco papeletas distintas, que puede uno utilizar o no, pues lo más festivo es esperar al día mismo de las elecciones y escoger una papeleta entre las que reposan en las mesas de los colegios. Ahí hay como treinta o cuarenta formaciones políticas en liza, todas con su papeleta del mismo color, sólo distinguible por el logo del partido arriba a la izquierda, o por que uno se pare a leer el nombre de los candidatos y le suenen de algo. Pues bien, no consta que miles, ni siquiera cientos, no digamos millones, de ciudadanos se equivoquen con su papeleta, sino que, pacientemente, la buscan —la del PSOE, la del PP, la del PACMA— entre las decenas de opciones y la encuentran y la ensobran y consiguen votarla. Tampoco consta que el pintor de brocha gorda, la manicura, el camarero y la abogada que tienen la dudosa suerte de presidir o velar mesa durante esa jornada tachen mal el nombre de un votante o dejen votar dos veces o, finalmente, cuenten a lo tonto las papeletas de su colegio electoral. En general, la gente pone mucho empeño en hacer bien cosas puramente mecánicas cuando conoce el valor extraordinario de su correcta realización, y es previsible que, de los 5.047.040 votantes que tuvo el partido del diputado que no supo apretar un botón la semana pasada, ni uno solo, puesto a la tarea de darle él mismo a ese botón, lo hubiera hecho mal. Esto es lo que se conoce como madurez.
Todo ello, que la grúa no se descargue sobre niños, que el clavo no vuele hacia tu ojo, que el autónomo desarrolle su profesión en el marco debido, que se te conceda la beca o el permiso, que se tramite tu DNI o pasaporte, que el niño esté inscrito en el colegio, que se vote y se vote bien y se cuenten con rigor los votos, que la gente se duerma después de la sucesión sórdida de pequeñas obligaciones determinantes de la vida adulta, todo ello, digo, para despertar al día siguiente y ver que un diputado no sabe darle a un botón concreto de tres que tiene delante.
Y asumir que ese diputado seguirá ahí por décadas.
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