«¿Dónde estabas tú, ese día?». Así tituló David Gistau el artículo que publicó en La Razón el 12 de septiembre de 2001 a raíz del atentado que cambiaría el destino de la Historia que todavía hoy estamos escribiendo, o reescribiendo, según como se mire. Según para cada uno. «De ahora en adelante, durante el resto de nuestras vidas, serán muchas las veces que nos preguntaremos los unos a los otros: ¿Dónde estabas tú, ese día?», rezan las primeras líneas del artículo. No es la intención de servidora comparar aquel atentado con la pérdida de uno de los rostros del periodismo nacional, pero tampoco puedo evitar recordar dónde estaba ese día: el 9 de febrero del 2020. Estaba en casa. Era un día normal, de domingo. Tranquilo. No hubo estruendos. No hubo impactos contra un edificio emblemático. Sólo silencio ante lo que algunos medios no tardaron en comunicar: el fallecimiento del periodista David Gistau. Y sin embargo, el día que más recuerdo es el siguiente. El día de después que todos vivimos. El día que, tras recibir una noticia, sea buena o mala, se toma más consciencia de lo sucedido. El día que compruebas que el nudo que se formó en el estómago al enterarte no ha desaparecido. No todavía. Y es que el 10 de febrero de hace dos años algunos colegas de profesión compartieron una primera vez con David. Un recuerdo, un encuentro, un negroni. La primera vez que se conocieron; cuando coincidieron en tal partido donde el Real Madrid jugaba en casa, en el santuario blanco, el Santiago Bernabéu; o esa copa que se tomaban justo antes de volver a casa, o nada más salir del trabajo, y entonces quedaban los de siempre, o los de casi siempre, para hablar de trabajo, de boxeo, de literatura, de cine, de vida. Algunos de sus colegas le devolvieron a la vida con la oratoria, otros con la palabra escrita. He aquí el impacto de los medios. El impacto de leer y sentir cómo vuelve a formarse ese nudo en el estómago. El impacto de escuchar lágrimas al otro lado del micrófono, y emocionarte tú también sin poder evitarlo. Empatía lo llaman unos, compasión otros; una prueba más de la capacidad del ser humano por sentir el dolor ajeno como propio. “Tú eres eso”, que diría Campbell.
El día 10 mi padre y yo estábamos escuchando la radio sin mediar palabra, prestando atención a lo que uno de los amigos más cercanos de Gistau contaba sobre él; aislados del resto del mundo, inmersos en el relato del orador. A juzgar por el tono de su voz, podía imaginar cómo debía estar. Temblando, controlándose… Con una mano sujetando el guión, o la escaleta, y con la otra acariciándose la barbilla, cubriéndose la boca, protegiéndose la garganta en un intento por controlar la emoción con tal de no derrumbarse y que se le quebrara la voz. Pero inevitablemente hubo quiebro. La voz no salió, como tampoco lo hicieron las palabras. Sólo hubo silencio. De nuevo, para sobrellevar el duelo. Levanté la mirada y ahí estaba mi padre, derrumbado, llorando también, acompañando en la distancia a la persona que, sin conocerla personalmente, había perdido a un amigo. He aquí la humanidad de los medios. He aquí la identificación que siente el ser humano hacia otro y piensa “sé por lo que estás pasando”.
Hace un año, en la presentación del libro El penúltimo negroni (Debate, 2021), David Lema reconoció no haber llegado a tener una relación de amistad con David Gistau, y lo dijo con cierta pena en su voz, pero también reflexionó sobre lo que nos había dejado: el camino marcado, y a seguir, para quienes vamos detrás. Ese tesón de quien, sin haber estudiado la carrera, sabe a lo que se quiere dedicar. Esa vehemencia de quien no se levanta del asiento de la redacción en la que empieza a trabajar hasta que no domina el texto y las palabras que deben expresar exactamente lo que piensa. Esa cabezonería inocente de quien no se da por vencido fácilmente pese a no saber lo que le espera. Puede intuirlo, imaginarlo si acaso, pero que no podrá mostrar su valía, su valentía o su talento hasta que no lo viva. Como el joven púgil de no más de quince años que acaba de subirse por primera vez al ring y, sin querer, siente cómo se le eriza la piel. Su cuerpo le ha hablado y él responde consciente de que ese cuadrilátero es su destino y el escenario donde actuará durante gran parte de su vida a pesar de los golpes bajos que vaya recibir; a pesar de las cicatrices que marcarán su cuerpo y que representarán el mapa de los adversarios, de las batallas libradas y de la sangre derramada.
David Gistau no sólo nos dejó las dos novelas que escribió (Ruido de fondo, Golpes bajos), ni el libro que recoge una serie de relatos titulado Gente que se fue, ni los dos ensayos llamados La España de Zetapé y ¿Qué nos estás haciendo, ZP?, ni la recopilación de artículos que, gracias a Lema, podemos encontrar en El penúltimo negroni, y que mezclan la crónica y el estilo periodístico de golpe certero de David… No. David Gistau dejó mucho más. Nos dejó un aquí y un ahora. El goce por la profesión que se está ejerciendo. El atrevimiento a la hora de romper los moldes establecidos. El brindis de negroni que haces por él. Y, sobre todo, que cuando asistes a una velada de boxeo de más de cuatro horas organizada por el WiZink Center, un acontecimiento que poco o nada tiene que ver contigo y a la que vas más por la compañía que por ti misma, lo primero que pienses es: “¡Cómo le habría gustado esto a David!”. De modo que, ¿dónde estaba yo, ese día? Recordándole, como lo hago hoy.
A veces esos hilos de telaraña que nos unen a otras personas, incluso sin conocerlas, son tan finos y transparentes que se nos olvida que están ahí hasta que un detalle, un hecho, nos hace mirar en esa dirección y la unión vuelve a traernos a esa persona, o su recuerdo, a nosotros. Admiramos a mucha gente que ni conocemos, pero aunque no los tengamos presente de continuo, no dejan de estar ahí.