El cine actual me interesa en la misma medida en que a un arqueólogo, en el ejercicio de sus funciones, pueda interesarle el arte contemporáneo: por las posibles conexiones entre ambas pantallas y poco más. Aun así, todas las temporadas hay algún título que me subyuga. En el año 2009 —llamo “cine actual” a todo el producido desde los años 80 hasta hoy—, una de esas cintas fue The Lovely Bones, el título, más que sobresaliente, que Peter Jackson rodó entre su dudoso remake de King Kong (2005) y su también notabilísimo regreso a la Tierra Media con la trilogía de El Hobbit (2012-2014).
Esta de Jackson, en lugar de hablarnos con odio de su asesino, se lamenta con una nostalgia, que me ha conmovido como pocas en la pantalla actual, de todo lo que, al quitarle la vida, su asesino se llevó con ella. “Lo que tú hubieras sido / ha quedado en el aire / perdido para el tiempo”, escribe José Agustín Goytisolo en Mujer de muerte (1955), acaso el mejor de los poemas que dedicó a su madre, víctima de un bombardeo de Barcelona por parte de la Legión Cóndor alemana mientras estaba en la cola del pan.
La evocación de todo lo que hubiera podido ser Susie Salmon (Saoirse Ronan) de The Lovely Bones, las cosas que hubiese hecho si el canalla que la mató no lo hubiera impedido, apenas adivinadas en las instantáneas que tomaba a sus familiares, los barcos que armaba junto a su padre dentro de botellas, los besos que hubiera dado al primer chico con el que intercambiaba miradas… En fin, esa subjetivación de una existencia interrumpida —tenía trece años, le aguardaba todo su porvenir— me impresionó tanto como las almas en pena de los cuentos de fantasmas de Sheridan Le Fanu. Diré más, tanto como esa observación del gran Truman Capote al final de A sangre fría (1966), sobre la “jovencita con el pelo brillante y llena de prisas” que hubiera podido ser Nancy Clutter si Perry Smith, su asesino, no le hubiese pegado un tiro en la cabeza cuando la muchacha sólo tenía dieciséis años.
Afortunadamente, la prematura muerte de Inma de Santis no fue tan dramática. Con esta actriz madrileña acabó la fatalidad, un accidente automovilístico mientras disfrutaba de unas vacaciones en el Sahara. Ya no era una adolescente cuando la Parca se la llevó de un modo tan atroz. Pero hubiera tenido tanto que hacer y que decir en el cine actual que, en las notas necrológicas de su fallecimiento, el veintiuno de diciembre de 1989, predominaron las referencias a las inquietudes que la ya malograda intérprete no iba a poder cumplir: “Dirigir me gusta mucho, es casi como una necesidad para mí”.
Su pérdida, para sus espectadores naturales —el público español—, fue tan sentida como sólo lo es la de esas actrices cercanas por su contemporaneidad y queridas por su candor. Inma de Santis nació en el Madrid de 1959, como yo. Volverla a ver ahora en las fotografías —ya sin lustre— que cuelgan los cientos de admiradores, que aún conserva, en YouTube es como volver la vista a mi propio pasado, a mi —ya también deslustrada— juventud.
Sin embargo, ha sido ahora, leyendo los asientos que su biógrafo, Roberto Hoya, dedica a Inma en su blog, donde tras descubrirme y aplaudir con el entusiasmo que merece el cariño con el que escribe sobre la actriz, he alcanzado a comprender la verdadera dimensión de la tragedia de Inma de Santis, que nunca fue exactamente lo que aparentaba ser. Ni la niña prodigio de su infancia, ni la ninfa que vino después.
Prácticamente se apartó de la gran pantalla desde que el destape, al que nunca se prestó, se enseñoreó de la cartelera en la segunda mitad de los años 70. A lo largo de la siguiente década, se dejó ver únicamente en la televisión. Y fue allí, en la pequeña pantalla, donde empezó a dar prueba de todo lo que era capaz al presentar Fin de semana —y en algunos aspectos dirigir, habida cuenta del escrúpulo con que supervisaba todo el proceso de producción—, uno de los espacios señeros de la RTVE de Pilar Miró. Que la entonces directora general del ente público —de incuestionable rigor y profesionalidad— le brindase semejante oportunidad es toda una demostración de la valía de Inma de Santis. Como también lo es la amistad y el respeto que le profesaron cineastas como Cecilia Bartolomé y José Luis Alcaine, o actrices como Tina Sainz; gente, por lo demás, tan alejada de esas muñequitas cuya imagen siempre gravitó sobre la actriz, que precisamente esa amistad que cultivó con ellos también permite deducir que ella no lo fue. Aquel talento suyo para la televisión, a ambos lados de la cámara, quedó patente en su último espacio en la parrilla del ente, El tiempo que vivimos, la primera revista catódica dedicada a la senectud, ese tramo de la vida que ella nunca habría de conocer, porque la Parca se la llevó en la cumbre de su edad.
La infancia de Inma de Santis coincidió con el otoño de los niños prodigio del cine español: Marisol, Joselito, Rocío Dúrcal o Pili y Mili ya empezaban a cambiar la voz cierta tarde de 1965, cuando la madre de la pequeña Inmaculada subió a su hija a la última planta de la Torre de Madrid para que la pequeña admirase la línea del cielo capitalino. Quiso la casualidad que a esa misma hora la productora de Juan de Orduña estuviese llevando a cabo un casting infantil para el inminente rodaje de El niño y el muro, que Ismael Rodríguez estrenaría ese mismo año. La madre de la futura actriz nunca supuso un destino ante las cámaras para su hija. Pero, como todas las madres del mundo, estaba convencida de que su pequeña era la más guapa del planeta y, ya que estaba allí, la presentó en la selección: Inma fue la elegida entre otras dos mil.
Martha, el personaje de su brillante debut, era una niña del Berlín comunista que se intercambiaba mensajes por un agujero con un niño del lado capitalista de la ciudad. Inma de Santis sólo tenía seis años, pero bordó aquel primer papel. Después, tras ser la pequeña de varios títulos menores, llegó otra de las más celebradas de sus primeras creaciones, la Begoña de El otro árbol de Guernica (Pedro Lazaga, 1969). Durante su rodaje conoció y trabó amistad con otra joven intérprete que habría de morir prematuramente, Sandra Mozarowsky. “Fue una víctima de nuestra profesión», recordó una Inma ya cansada, tras diez años combinando su trabajo en las dos pantallas y el escenario con su formación académica.
Ya en la adolescencia, con más películas en su filmografía que años en su edad, en las entrevistas se mostraba mucho más satisfecha con los trabajos para la escena y los espacios dramáticos televisados que con las colaboraciones para la gran pantalla, aunque, entre estas últimas, ya contaban personajes de Pedro Olea —El bosque del lobo (1970)—, Rafael Moreno Alba —Las melancólicas (1971)— o Pedro Masó —Experiencia prematrimonial (1972)—.
Eso era lo que había cuando el Eloy de la Iglesia, que acababa de rodar con Sue Lyon —la ninfa por excelencia del cine del siglo XX, la Lolita de Kubrick ni más ni menos— Una gota de sangre para morir amando, quiso abundar en el mito de la adolescente con trazas de mujer fatal en Juego de amor prohibido (1975).
Puesto a ello, De la Iglesia confió el papel protagonista, Julia, a Inma de Santis. El cineasta y su intérprete quisieron acabar con esa imagen candorosa que el público aún tenía de la actriz. Para tal fin eligieron la historia de un catedrático de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense que hacen pasar por profesor de COU. Don Luis (Javier Escrivá), el docente en cuestión, secuestra a sus alumnos huidos y los encierra en su mansión.
Ya cautivos, les recita ese fragmento de Macbeth (1606) en el que el propio Lord Macbeth declama: “Ya casi he olvidado el sabor del miedo. Hubo un tiempo en que el sentido se me helaba al oír un chillido en la noche, y mi melena se erizaba ante un cuento aterrador cual si en ella hubiera vida. Me he saciado de espantos, y el horror, compañero de mi mente homicida, no me asusta”. Y al punto, don Luis empieza con sus juegos sádicos. En ellos se alude a todo un catálogo de las bizarrías sexuales de la época. A la postre, Julia se alza sobre todas las crueldades, acaba matando al perturbado don Luis y protagonizando un ménage à trois con su novio y otro cautivo del profesor.
Ciertamente, temas peliagudos sí que había para acabar con toda esa pureza inherente a una Inma ya quinceañera. Pero no sé si el objetivo se cumplió. Juego de amor prohibido fue una cinta escabrosa —que se las llamaba entonces— como pocas. Hasta cuarenta cortes llegó a practicar en sus secuencias la censura. Puede que sea ése el motivo de lo fallida que resulta —principalmente por inverosímil, pero también por otras objeciones— vista cuarenta y siete años después.
Sin embargo, fuera de campo, de espaldas al tomavistas, Juego de amor prohibido fue todo un punto de inflexión en la vida privada de la actriz. Durante su rodaje conoció el amor en la figura de un técnico, por el que habría de abandonar el hogar paterno. Un amor prolongado durante doce años. El amor, según apunta ella misma en su diario —sostiene Hoya—, no conocido en el hogar paterno.
Las nuevas amistades que empezó a hacer tras su emancipación la llevaron a entender el cine, que hasta entonces nunca le había entusiasmado, desde el punto de vista de la realización. Cursó estudios de Imagen en las mismas aulas donde se rodó Juego de amor prohibido. Pero la prueba irrefutable de su nueva inquietud fue otra. Inma de Santis rodó su primer cortometraje, Eulalia (1987), con los restos del negativo de Los pazos de Ulloa, la celebrada adaptación de Emilia Pardo Bazán llevada a cabo por Gonzalo Suárez en 1985, y el trabajo desinteresado de los técnicos que se había ido ganando en sus días como actriz. Las “colas”, que se llamaba a estos sobrantes de los chasis de cámara en la profesión, raramente duraban más de treinta segundos. Ese era el tiempo que, como mucho, podían durar los planos de Eulalia. Aun así, la joven realizadora, la niña candorosa y la ninfa, entonces sí, ya habían quedado definitivamente atrás.
Eulalia fue merecedor de varios premios. Poco después llegaron sus éxitos como conductora de espacios televisivos. Pero la Parca se había propuesto que no nos contase todas las historias que la incipiente realizadora nos hubiera podido contar. Los que fuimos de su quinta, y siempre reconocimos en ella a tantas niñas de nuestra infancia y tantas chicas de nuestra juventud, sentimos la prematura muerte de Inma de Santis mucho más.
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