Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio
La Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó, e introdujo las artes en el agreste Lacio.
HORACIO, Epístolas II, 1, 156-157
TARENTO, Sur de Italia, 272 a.C.
El niño piensa que su menudo cuerpo no podrá soportar más dolor. Le perforan como venablos de hiel los recuerdos de las últimas horas. Ha visto morir a su padre mientras intentaba defender su casa. Ha contemplado cómo esos bárbaros violaban a su madre y a sus hermanas. Él mismo se libró de ser sodomizado porque lo reclamó para sí aquel romano con coraza repujada.
No acepta la escudilla que le ofrecen. Mejor muerto que esclavo. Acuden a su alma unos hexámetros del padre Homero: El esclavo pierde la mitad de su alma cuando entra en servidumbre. Ni el hombre más bravo puede luchar más allá de lo que le permiten sus fuerzas. No recuerda de qué epopeya son. Invoca al aedo. Se refugia en sus versos. Siempre ha sido faro.
ἄνδρα μοι ἔννεπε, μοῦσα, πολύτροπον,
Canta para mí, Musa, al hombre, al poliédrico…
Se maldice. No es momento de llamar al Hombre, a su Odiseo amado. Es tiempo de Aquiles. De su cólera: μῆνιν ἄειδε, θεὰ, Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος. Sólo la cólera del Pelida será bálsamo para su propia menis.
Homero vuelve a ser profético: La desgracia es soportable cuando uno pasa los días llorando, acongojado en su corazón, si por la noche se apodera de él el sueño (pues éste hace olvidar lo bueno y lo malo cuando cubre los párpados). El niño cae rendido en agónico sopor.
Lo despiertan a patadas ofreciéndole otro cuenco con gachas, que tampoco come. Lo hacen lavarse y seguir a su guardián hacia el que era el despacho de su padre. Allí lo aguarda el oficial que lo salvó de ser enculado. Le habla en un griego rudimentario. Le pasa uno de los volúmenes de la biblioteca paterna. Le ordena que lea. Se estremece: reconoce la Ilíada que su progenitor mandó copiar a un precio desorbitado de la Biblioteca de Alejandría. No necesita desplegar el rollo. Comienza a cantar con voz al principio trémula, que se vuelve vibrante cuando su alma se empapa de los dáctilos y espondeos.
El romano lo observa en silencio. Lo deja cantar casi una centena de versos. Lo calla con un levantamiento de cejas. Se presenta: es el tribunus Lucio Livio, de la ilustre gens Livia. Se ha hecho con el niño para que se convierta en el mentor de sus hijos, allí en la remota y bárbara Roma: ha de enseñarles griego y dirigirse a ellos únicamente en su lengua, a la vez que vela por que reciban instrucción, sobre todo lo referente a la cultura helena.
Le pregunta su nombre. “Andrónico”, balbucea el zagal.
***
ROMA, PRIMAVERA DEL 240 A.C.
Andrónico se recostó nervioso en el sitio que le indicó su amo, Marco Livio Salinator. Su antiguo señor, quien lo prendiera más de 30 años atrás, había muerto hacía casi una década. Había servido al nuevo pater familias con la misma devoción con la que sirvió al patriarca. Se había encargado de la educación de todos los vástagos de los Livios y de familias afines. Había, incluso, colaborado con la Res Publica por mandato de su amo escribiendo y representando una comedia y una tragedia en latín, adaptándolas de varios originales griegos, para los ludi que celebraban la victoria de Roma sobre Cartago. Esos bárbaros romanos, que eran invencibles en las lides de Ares y que a sangre y fuego se habían hecho con toda Italia, Sicilia, Córcega y Cerdeña, se sabían descendientes de un puñado de follacabras. Su poderío militar y legislativo era indudable, pero ante los hijos de la Hélade, con una cultura milenaria, se veían inferiores. Por eso admiraban a los griegos: de las polis conquistadas saqueaban obras de arte para decorar sus decadentes mansiones. Instruían a sus hijos en la lengua y la cultura helenas. A él, Andrónico, un cautivo de Tarento, le cabía el honor de haber introducido el teatro en Roma, aclimatando las magnas obras griegas al tosco gusto latino.
Un panal de abejas le roe las entrañas. No son las Saturnalia, en las que por un día los amos fingen que los esclavos son sus iguales, invitándolos a sus mesas. ¿Por qué lo incita su dominus, entonces, a recostarse con él en su triclinium, con cinco nobles amigos más dispuestos en los otros lechos? Apenas presta atención a sus palabras, felicitándolo por el éxito de sus representaciones teatrales.
Ni siquiera reacciona cuando el amo hace venir al mayordomo con un pileus de fieltro y se lo coloca en la cabeza mientras pronuncia una fórmula legal en un latín arcaico. Todos sonríen mientras firman en unas tablillas.
Un rayo de luz lo fulmina cuando su señor le comunica su nuevo nombre: Livio Andrónico. ¡Es libre! Toda la ceremonia era para convertirlo en un liberto: de ahí el pileus, el gorro de los antiguos esclavos.
¡Por Zeus Eleuzeros! ¡Libre! Besa las manos de su patronus y de los testigos. A la vez piensa en que debe comprar la libertad de los suyos. No tiene miedo: sabe que su fama como preceptor, escritor y actor le abrirá muchas puertas. Con la protección de los Livios podrá establecerse por su cuenta como dramaturgo y empresario de su propia compañía, aparte de seguir enseñando —él o los esclavos que adquiera, todos helenos, por Zeus— a los descendientes de las mejores familias de esos hijos de loba.
Quien ha conocido las hieles de la esclavitud sabe libar las mieles de la libertad. Saborea el falerno que su antiguo amo le ofrece en una kylix, rapiñada en el saqueo de Turios. Sueños de gloria se adueñan de sus vísceras. Los dioses le han encomendado ser el vengador de la infamia sufrida por los griegos al ser sometidos por las águilas romanas. Los habrán reducido con sus espadas, pero la Hélade sabrá resurgir cual ave fénix e imponerse a su verdugo con el cálamo.
Ya ha vencido su primer combate evangelizando a estos iletrados con los versos dramáticos de sus Achilles y Aiax. Les ha hecho desternillarse con las tropelías de su Gladiolus, copiado de los caracteres creados por Menandro y Aristófanes. Ha sido el sumo sacerdote que ha contaminado a estos romanos de la devoción a Talía y a Melpómene, musas de la comedia y de la tragedia.
Ahora… Ahora es el momento de traer a la lengua de esos zotes los dones de la de bello rostro, de Calíope, a la que la épica está consagrada. La diosa le ha susurrado con sus labios de miel que intente traducir a la lengua del Lacio los versos de Homero. Livio Andrónico toma aire. El latín es demasiado tosco y primitivo para adaptarlo al hexámetro. Le falta hondura, musicalidad, ritmo. Tendrá que usar el rudo saturnio, basado en yambos y troqueos, no en dáctilos y espondeos. Habrá de cambiar el nombre a algunos personajes: las musas serán Camenas. Mudará el nombre de Odiseo, su héroe, su dios, por el de Ulixes. ¡Qué más da! Su carmen se llamará Odussia. Despierta, viejo Homero, tu hijo Andrónico aventará tus criaturas por suelo itálico. Resurges! Resucitarás.
Apenas un lustro después, Nevio, de raigambre romana, emprendió la senda iniciada por Andrónico componiendo tragedias y comedias de ambientación helena pero de gusto latino. No conforme con eso, quiso superar a su predecesor comenzando la fabula praetexta, o drama en el que los personajes eran romanos y vestían la toga praetexta, el traje nacional. En su exilio de Útica quiso superar también a Andrónico escribiendo el primer poema épico ambientado en la historia nacional romana, no en Grecia: el Belli Punici Carmen, el Poema de la Guerra Púnica, inspirado en la reciente contra Cartago, en la que combatió. Compuesta también en saturnios.
Ambos serán eclipsados décadas después por otro heleno nacido en Rudiae, la actual Lecce, cerca de la costa adriática de la Apulia: Ennio. En sus Annales, la gran epopeya nacional hasta la fecha, recoge en 18 libros la historia de Roma. Su papel fue fundamental, ya que sustituyó el anticuado saturnio por el hexámetro dactílico de origen griego. Con él, el latín alcanzó la madurez para cantar las gestas romanas, tal y como lo hiciera Homero.
De estos tres, pero sobre todo del último, bebió Virgilio el néctar que lo haría inmortal con la Eneida, cuya fama ascendería al Olimpo y besaría las almas de los dioses y de los que quieren sentirse tales viviendo las desventuras del pío Eneas. Su obra cumbre, a la que dedicó los últimos años de su vida. La que, llevado de una exigencia de perfección suprema, no dio por terminada y en su lecho de muerte ordenó que fuera quemada.
El año 19 a.C. lo sorprende viajando por Grecia para documentarse sobre los paisajes que su héroe debía recorrer en su azarosa huida de Troya hasta llegar al Lacio, en el que sembrará la semilla de la que germinarán Rómulo y Remo. No es su primer viaje. Su adorado y adorador Horacio le dedica una de sus odas.
Carminum I, 3
Que la poderosa diosa de Chipre
y los hermanos de Helena, lucientes astros,
y el padre de los vientos te guíen,
y sople el Yápige favorable,
oh nave que me debes a Virgilio, a ti confiado.
Te ruego que lo restituyas incólume
a las regiones Áticas
y conserves así la mitad de mi alma.
La salud de Virgilio siempre ha sido frágil. Sufre de bronquios y de estómago. Aun así decide embarcarse rumbo a Asia para culminar su obra. En Atenas lo halla Augusto, bajo cuyos auspicios Mecenas le encargó la Eneida. El Princeps lo ve tan enfermo que lo invita a volver con él a Roma.
Desembarcan en Brundisium, la Brention (Cabeza de Ciervo, ya que su puerto recuerda a ella) de los mesapios, donde la Via Appia, regina viarum, se despereza para arribar a la Caput Mundi, Roma. A la sombra de unas columnas, cuyas herederas fueron remozadas siglos después, el más grande de los hijos de Homero emprendió su viaje rumbo a la barca de Caronte, hacia la inmortalidad, en la que lo visitarían entre otros Dante o Cervantes.
Su cuerpo fue trasladado a Nápoles. Allí mi amiga María José Solano besó su tumba. Pero su alma quedó varada en Bríndisi, colmando de poesía y de nostalgia su bahía, sus calles, acunándose su memoria a la base de las columnas desde las cuales el cisne lanzó su postrer canto.
Apenas 75 kilómetros separan Tarento, que se baña en el Jónico, donde la Calabria se acicala para cortejar a Sicilia, de Bríndisi, en la que el Adriático acaricia su costa, sabiéndose antesala de Grecia y Oriente. 39 kilómetros es la distancia entre Bríndisi y Lecce, ambas en la Apulia. Puede considerarse que las tres se engloban de una manera u otra en la Península de Salento, en cuyo promontorio de Santa María de Leuca Adriático y Jónico se entrelazan.
De Tarento partió Livio Andrónico. En Lecce nació Ennio. Su hermana alumbró en Bríndisi a Marco Pacuvio, a quien Cicerón consideraba el mejor de los trágicos y lo hizo competir con Eurípides. El propio Cicerón cita en sus Cuestiones tusculanas uno de los versos de su tragedia Teucro: Patria est ubicumque est bene (La patria es cualquier lugar donde uno esté bien). Pacuvio fallece en Tarento. Bríndisi arrulla el postrer aliento de Virgilio.
¡Cuánta poesía en tan breve espacio!
***
C. SVETONI TRANQVILLVI DE POETIS. VITA VERGILI
Anno aetatis quinquagesimo secundo inpositurus «Aeneidi» summam manum statuit in Graeciam et in Asiam secedere triennioque continuo nihil amplius quam emendare, ut reliqua vita tantum philosophiae vacaret. Sed cum ingressus iter Athenis occurrisset Augusto ab Oriente Romam revertenti destinaretque non absistere atque etiam una redire, dum Megara vicinum oppidum ferventissimo sole cognoscit, languorem nactus est eumque non intermissa navigatione auxit ita ut gravior aliquanto Brundisium appelleret, ubi diebus paucis obiit XI Kal. Octobr. Cn. Sentio Q. Lucretio conss. Ossa eius Neapolim translata sunt tumuloque condita qui est via Puteolana intra lapidem secundum, in quo distichon fecit tale:
«Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc
Parthenope; cecini pascua rura duces».
Qué belleza la de esta prosa vivida y sentida. Si algún día hubiese de exiliarme, al Bríndisi erigido por la palabra de Arístides Mínguez me encaminaría.