Con motivo de la muerte hace unas semanas del poeta ecuatoriano Pedro Gil, presentamos un texto preparado por el escritor Freddy Ayala Plazarte en su memoria.
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El poeta ecuatoriano Pedro Gil (1971-2022) ha fallecido en la ciudad de Manta, y al igual que su infancia, como su escritura se habría gestado en Tarqui —uno de los barrios próximos al mar; y donde, ahora, las estelas espumosas hacen vigilia tras su partida— fue enterrado, ahí mismo, y sin mayores honores institucionales. Modestamente, Pedro, incansablemente navegaría en una pequeña balsa, surcando en el embravecido mar de su tiempo, hasta reunirse, finalmente, en el salón de la “casa de los peces” (en alusión a su natal Manta) con su añorado hermano, Ubaldo Gil (escritor, editor y catedrático), que hace unos años también falleció.
Y que, a su vez, parece confirmar el postulado de Adoum, acerca de que el “Ecuador es una línea imaginara, partida en dos”. La literatura de nuestro país, y como sucede en otras artes, es la línea imaginaria de sus propios gobernantes, autoridades, instituciones, habitantes, que solamente, llegado el momento de una tragedia, se conforman con enviar notas de condolencias; cuando lo que realmente los autores necesitan, en vida, es dar a conocer sus obras y generar vínculos humanistas hacia el arte, en sus entornos locales.
No resulta sencillo definir a Pedro Gil (aunque epítetos para definir su vida y su obra no han faltado, en la mitología urbana de sus lectores, opositores, o seguidores). Un autor que vivió en lo profundo de su escritura y en los extramuros del oficialismo, pues, estuvo asiduamente coqueteando con todas las antítesis de lo “políticamente correcto”. Su vida y su obra fueron una expresión de su propio nombre, y, por supuesto, no correspondía al personaje psicótico que se esmera en construir a su personaje.
Los rasgos de su obra, en gran medida, se han caracterizado por situarse en los ambientes más peligrosos: en la calle, en los centros de rehabilitación, en las clínicas, en las puñaladas (recibidas), en lo sustancioso, en los cementerios, en las alcantarillas, en los nauseabundos esteros y en todas las repulsivas y vomitivas escenas que nos haya dejado alguna vez el tiempo. Tales dimensiones, en efecto, no provenían de una evocación, sino de una experiencia directa con la realidad (la suya); quizás, un escritor encarnado y comprometido con el paria, el marginado imaginista de su propia voz poética.
De este modo, es fundamental dimensionar a Pedro Gil en el entorno social que estuvo comulgando constantemente. Así, me refiero a que, en su poesía, se recoge la marginal, la locura, descarnada y violenta cotidianidad de un paciente de clínicas y hospitales, y que percibía el mundo desde las cortinas de la habitación de terapias; queriendo escaparse a reunirse con sus amigos de la esquina, a inmolar los vicios y a provocar las transgresiones más dislocadas que ocurren en una realidad paralela, contraponiéndose a la forma más civilizada del orden (no resulta extraño haber escuchado noticias o representaciones cinematográficas de sicarios, popularmente signado como “cine manaba”, en su provincia).
En un entorno donde el sistema de vida ha sido mezquino frente a la lectura o la escritura, considero meritorio escribir y enfrentarse con la palabra, y, para Pedro Gil, resultaba un ejercicio más que necesario, asumiendo, en ello, los múltiples oficios: desde sepulturero, hasta motivador y guía de grupos en proceso de rehabilitación. Y esto, porque, efectivamente, entendía y sabía que ganarse la vida no formaba parte de una disciplina cívica, sino de un constante nomadismo (poco entendido en los ideales progresistas del “buen gusto” de una cultura). ¿Y qué importaría si este poeta tenía pinta de albañil o de sepulturero? ¿Acaso lo medular no se concentra en el magisterio de la palabra o en la habilidad de expresar realidades marginales en un poema?
Volviendo al silenciamiento institucional en su localidad, en su último adiós, no sería mejor de pensar que la poesía realmente no es tragedia, ni decadencia (muchos, morbosamente, querrán asociar poemas de Pedro con el accidente que sufrió); y que, por el contrario, la mayor tragedia y la decadencia en una sociedad es el olvido de sus valores culturales. Este poeta asumió, ante todo, la poesía como actitud de vida. Nunca fue trágica la poesía de Pedro Gil, fue dichosa, y como reza uno de sus poemas “He llevado una vida feliz”, puesto que siempre estuvo y estará abierta a las exploratorias miradas de lo subterráneo, que sin duda forman parte de la sensibilidad del ser humano (y donde caben lo sacro y lo profano, donde la vida y la muerte son dos enunciados para marcar el pensamiento y la existencia). Escribir en los límites y extremos de la imaginación y la experiencia, para algunos, es asumir riesgos, para otros, una virtud.
Pedro Gil descansa junto a sus padres, en su barrio de infancia, y, desde ahí, seguirá escuchando los acordes del océano; ahora los peces lloran, y algunas esquinas por donde anduvo están huérfanas, mientras sus amigos seguirán mitificando la palabra compartida. En Manta (y otras latitudes), seguramente, lejos de ese firmamento gris y anaranjado que a veces revela al paisaje, renacerá la memoria poética de su obra. BISMILLAH!!!
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HE LLEVADO UNA VIDA FELIZ
he llevado una vida feliz.
con bastante bohemia
y un tanto de sufrimiento
conseguí mis títulos
de bachiller y lunático.
conocí la cárcel por robarle
el cariño a no sé quién.
volé a otros caminos
a buscar fortuna.
regresé con unas arrugas en la sangre.
estuve en el abismo.
estuve en el sanatorio
por sobredosis de traumas.
estoy considerado como uno de los mejores
atletas del ocio.
soy el hombre que esta vida se merece.
platiqué con ángeles
de baja calaña.
tampoco soy angelito,
aprendí mis mañas para no dejarme caer.
rescato las virtudes de la indigencia.
la hipocresía y sus secuaces
me tiraron sal a los ojos.
burlé al suicidio
cuando me buscaba.
yo, hijo de un etílico
y una desventurada,
he llevado una vida feliz.
¿por qué la gente no ríe,
si tan solo cuesta unas lágrimas?.
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Algunas obras:
Paren la guerra que yo no juego (1988), Delirium trémens (1993), Con unas arrugas en la sangre (1996); He llevado una vida feliz y Los poetas duros no lloran (2001), Sano juicio (2004), 17 puñaladas no son nada (2010), Crónico, Poemas del Psiquiátrico Sagrado Corazón (2012) y Bukowski, te están jodiendo (2015).
Con toda razón, Cernuda dijo que» escribir en España, no es llorar; es morir», ampliando la sentencia de Larra!