Arrancó la obra literaria de Pedro Zarraluki dentro de un movimiento general de renovación de nuestra narrativa hacia mediados de los años ochenta. La noche del tramoyista apareció en una colección de rupturista diseño promovida por Jaime Salinas en Alfaguara. Luego Zarraluki engrosó la escudería de Anagrama al ganar el premio Herralde. Representa, pues, los nuevos aires aportados por una segunda oleada de la generación del 68. Seguí aquellas andanzas con interés y tardé en encontrar de nuevo a este autor poco prolífico. Fue en 2014 con motivo de Te espero dentro, un puñado de narraciones que planteaba, como en flashes, las difíciles relaciones entre generaciones y entre padres e hijos. Se trata de un asunto que mucho interesa a Zarraluki. Tanto que, escritor calmoso, libre de las perjudiciales prisas que aquejan hoy a tantos autores por la presión de la industria editorial, vuelve a él cerca de dos lustros después, en La curva del olvido.
Para dar vida a estas ideas, Zarraluki diseña una historia de configuración sencilla. Dos amigos de siempre y en la cincuentena, Vicente y Andrés, deciden pasar juntos unas largas vacaciones en Ibiza (ya escenario, por cierto, de la mentada La noche del tramoyista, lo cual, junto con lo señalado a propósito de Te espero dentro, indica una sólida continuidad en el mundo literario del escritor barcelonés). Con ellos van las hijas adolescentes, casi veinteañeras, Sara y Candela, también amigas desde niñas, aunque de caracteres irreconciliables. El edénico verano no se verá libre de serios conflictos motivados, en parte, por las circunstancias de ambos personajes mayores. Vicente, apurado por la separación de la mujer. Andrés, viudo acuciado por un sentimiento de culpa debido a su no esclarecida responsabilidad en el accidente que causó la muerte de la esposa. Las situaciones tienden a tener una dimensión alegórica. Comienza la novela con un magnífico y sugeridor arranque. Aquel verano, dice el narrador, el mundo parecía desmoronarse, y enumera: protestas contra la guerra de Vietnam, asesinato de Luther King, atentado contra Robert Kennedy, represión soviética de Checoslovaquia y altercados en el reciente mayo francés. La idílica paz ibicenca de los protagonistas replicará, en su modesto nivel doméstico, la crisis mundial.
La historia de los cuatro personajes principales —los padres y las hijas— tiene un enfoque intimista con soporte de exploraciones psicológicas. El relato está fuertemente anclado en la indagación de mundos interiores. Los padres revisan el pasado y muestran su perplejidad y desasosiego por el tiempo irreparablemente ido. Al contrario, las hijas abren, expectantes, los ojos al mundo. Esto en estrecha dependencia de las relaciones con los padres, no por separado. Los padres representan un fin de trayectoria. Las hijas, el misterio del futuro, para lo que tendrán que formarse el carácter. Hay complicidades y también desencuentros entre los padres, y vemos con toda aspereza la barrera generacional: de qué poco sirve la experiencia de la vida amasada por las promociones mayores cuando las jóvenes deben hallar propios mojones que balicen su camino. Cada generación ha de despertar al mundo tras el individual aprendizaje de la vida. La forja del futuro en esa edad crucial de la primera juventud es el tema que Zarraluki explora, analiza y presenta de forma problemática, dialéctica diríamos. Incluso el otro gran asunto de la novela, la amistad, se ve achicado por ese motivo absorbente.
Siendo los mundos interiores el objetivo principal de Zarraluki, no ha querido ceñirlo a una asfixiante elaboración de dilemas mentales. Los ha avivado mediante una reducida pero bien calculada nómina de personajes y un amplio anecdotario. Con ello hace que la vida corriente —la realidad común, si se quiere— entre en la fábula. Por la novela circulan personajes singulares, quizá un poco demasiado singulares: un alemán que fotografía nazis disimulados en la isla, un pintor que discursea acerca de sus fantasmas estéticos, la pintoresca propietaria del solitario hospedaje donde viven padres e hijas, un camarero no poco peculiar, un acaudalado que disfruta en su lujoso yate, un guardia civil venal o unos misteriosos y callados turistas. El anecdotario vale en buena medida como estampa de época: el ambiente franquista de corrupción, el movimiento hippie, la especulación inmobiliaria ya intuida, el incipiente revulsivo turístico, el trapicheo de antigüedades…
Lo uno y lo otro, los plurales personajes y la diversidad anecdótica, sirven al muy positivo efecto de animar el relato y evitar que el comemocos de padres e hijos resulte mortecino. Salvo en un llamativo caso. Una de las chicas fía su mañana a convertirse en editora. El ricacho padre del novio de la chica —el fatuo propietario del yate— le brinda su apoyo y mediará con su amiga Carmen Balcells para que funde una editorial puntera. Sobra este homenaje privado del autor a la poderosa agente literaria y son de un simplismo total todas las referencias al mundillo editorial. El deseo de Zarraluki de añadir diversidad al opresivo argumento central, bien visible en la inclusión de una leve trama criminal sobre el tráfico ilegal de tesoros arqueológicos, ha forzado esta anécdota pegadiza.
La curva del olvido afronta con un dispositivo formal clásico, quizás un punto en exceso convencional, un asunto humano genérico, la inevitabilidad de afrontar el futuro con determinación. Se trata de una lucha nada fácil que obliga a mirar hacia adelante con esperanza. La mirada de Zarraluki es positiva. Sara y Candela salen renacidas de la aventura ibicenca por caminos, eso sí, completamente distintos, pero coincidentes en lo sustantivo: ambas han ejercido con lucidez y valentía su derecho a decidir en libertad. Lo que implica, también, la posibilidad de equivocarse. Como se equivocaron los padres. A la postre, esta novela comunicativa y de amena lectura reescribe sin falsos misticismos la teoría del eterno retorno en el ámbito de lo familiar.
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Autor: Pedro Zarraluki. Título: La curva del olvido. Editorial: Destino. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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