A continuación Zenda reproduce el prólogo de Claudia Piñeiro a Nosotros, los Caserta (Tusquets) de Aurora Venturini.
Declaro que pertenezco a la cofradía de admiradores de Aurora Venturini. Llegué a esta escritora como lo hicieron gran parte de sus lectores: de forma tardía y entusiasmada por el asombro de un lector anterior. Era el año 2007, Venturini acababa de ganar el Premio Nueva Novela de Página/12 con Las primas, y yo por esos días me encontraba con mi maestro, Guillermo Saccomanno; no me acuerdo con qué excusa ni dónde, pero seguramente para hablar de libros y literatura. Guillermo había sido uno de los jurados de ese concurso y en aquella ocasión me recomendó con pasión que leyera la novela ganadora. Recuerdo que me contó que antes de que se develara su nombre real, él y otros de los jurados especulaban con quién sería la persona detrás del seudónimo «Beatriz Portinari». La ganadora había presentado su manuscrito tipeado a máquina, con tachaduras y pequeños papeles pegados como marca de correcciones. Para algunos, el borrador en cuestión era hasta desprolijo. Varios jurados apostaban a que el autor debía ser un joven gracioso y atrevido que quería engañarlos sobre su identidad. Porque claro, si bien no había límite de edad para los concursantes, al tratarse de «nueva novela», la expectativa era que la mayoría fueran jóvenes. Por eso, cuando en la fiesta de premiación irrumpió esa señora delgada a la que traían desde La Plata, una mujer que a simple vista parecía de más de ochenta años, que difería tanto de cualquier suposición identitaria anterior, fueron muchos los asombrados.
Nosotros, los Caserta llega a esta colección después de Las primas, aunque la escritura fue anterior. Me alegró que en este texto ya estuviera su fabuloso y desaforado universo literario; tal vez, incluso, expuesto de una manera más brutal. Familias monstruosas, personajes enanos o cabezones, descendencia deforme a los ojos de alguna «normalidad» relativa, padres lejanos o hasta violentos en su desapego, todos ellos circulan por Nosotros, los Caserta como peces en su agua.
Mi papá era cruel, y lo sé por experiencia, cruel y hostil. El padre de mi papá, mi abuelo, vivió en París toda su vida, dilapidó cuanto pudo sin llegar a fundir las arcas que lle-nara el tenaz inmigrante. Las mujeres de mi familia fueron viejas de miedo y prejuicio. Mis parientes maternos, san-juaninos, solo plantaron el árbol genealógico que no sirvió para un carajo.
Desde el inicio de la novela se percibe que estamos frente a una inteligencia superior. En realidad, dos inteligencias superiores: la de la autora y la de Chela, la protagonista narradora, que se advierte en la prosa, en los parlamentos, en la construcción de los personajes y hasta en las citas que utiliza Venturini. El sistema de citas que arranca con el epígrafe provoca la misma admiración y sospecha que cuando se lee a Jorge Luis Borges: ¿existió de verdad este filósofo?; ¿hay una enciclopedia con ese nombre?; la diferencia de una letra en el apellido del autor, ¿es un error o es a propósito?; el escritor o la escritora nombrados, ¿dijeron lo que cita Venturini?
Desde el epígrafe de Nosotros, los Caserta, me hice preguntas parecidas. Sabía que estaba frente a una autora erudita, pero también una escritora que no le escapa al humor negro, sino que lo cultiva con acidez. Ante cada cita necesité confirmar si la obra original existía o si era producto de la extraordinaria inventiva de Venturini. En ocasiones busqué arduamente hasta encontrar la pieza original, en otras me entregué o la descarté. Tanto el cuadro de Durero, «La alegoría de la melancolía», como la canzonetta siciliana, epígrafe de esta novela, me llevaron largo tiempo de búsqueda. El cuadro de Durero sabía que existía, pero no recordaba la imagen. En mi paso por el colegio secundario, durante las clases de Historia, nos habían asignado un trabajo de equipo sobre algún pintor renacentista, y mi grupo eligió a Alberto Durero. Aún tengo presentes otras de sus obras: retratos de hombres o de mujeres, varios de sus autorretratos, una joven liebre. Dudé, busqué, y ahí estaba la obra citada, tal como Aurora la describía con sus palabras. Así era como Chela se sentía en el mundo que habitaba.
Soy «La alegoría de la melancolía» de Alberto Durero, y mi recinto es el mismo entorno del personaje; en mi desván de la casa quinta están todos los objetos del exilio, rodeándome; mientras apoyo mi cabeza ardiente y palúdica en mi mano izquierda, en la derecha sostengo un compás de inú-til espera. Están aquí la escalera que a nada conduce, el amorcillo detenido en la oxidada rueda, rota la campana, los relojes sin música, desequilibrada la balanza, el perro famélico. Solo faltan los signos que Durero agregó al gra-bado y que son de esperanza, la estrella del fondo, y ese sello de dieciséis números que suman treinta y cuatro en cualquier dirección, asegurando fasta solución a cualquier problema.
Dar con la canzonetta fue más difícil. Había en la cita errores de tipeo que el traductor de Google no lograba superar. La búsqueda no funcionaba. ¿Existía esa canción? Fuoco di paglia que aparece abajo y como firma, ¿es el autor? Llamé a un amigo italiano. No la conocía, pero me corrigió las palabras erradas y entonces sí apareció la cita. Era una canzonetta de autor anónimo, que había sido votada en un programa de radio como la canción más popular de Sicilia: «Ahora que has matado mi amor el mar se oscurece, mientras mi corazón está lleno de dolor». Fuoco de paglia no es firma, sino el título de la canción. Me hubiera encantado escucharla tarareada por Aurora. Estoy segura de que la debe haber entonado más de una vez.
La novela tiene una estructura circular que se inicia en una foto infantil y se completa después de que Chela viaja a Europa y, por azar o no, termina en Sicilia. No en vano, en alguna edición anterior, esta novela se llamó: L’Isola. (Crónicas sicilianas). De ese lugar del sur de Italia era la familia paterna de Chela y allí vivía su tía abuela Angelina, una de las dos personas a las que confiesa haber amado apasionadamente en su vida. Nuestra extraña heroína deberá llegar hasta ese lugar para terminar de entender quién es, pero antes habrá pasado por encierros, vicisitudes, desprecios, amarguras, amores, sectas, amistades, viajes, dolores y más encierros. Algunos la quisieron, otros no. Muy pocos la entendieron. Así la describía su maestra, preceptora y psicóloga, María Assuri, en el informe que le pidió su familia cuando aún era una niña:
Espero que Chela comprenda hasta dónde pueden perjudicarla su total desubicación, su afán de superación desmedido y su anormal plusvalía (…) Esta niña — ya adolescente— es como un barco difícil de manejar. Personalmente, pienso que se trata de un ser raro y sádico. (…) Chela carece de sentimientos hacia sus semejantes y solo ama a los animales.
La maestra Assuri no parece ni quererla ni entenderla. Por el contrario, cualquier lector de la novela concluirá que Chela es mucho más interesante de lo que suponen quienes la estudian e informan sobre ella. Al menos yo no tengo dudas, y por eso estoy tan entusiasmada con que a partir de esta edición de Nosotros, los Caserta, sean muchos más los que descubran belleza en la fealdad, riqueza en lo extraño, fragilidad en la dura reacción frente al desprecio, amor en el dolor, de la mano de Aurora Venturini y como solo ella puede lograrlo.
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Autora: Aurora Venturini. Título: Nosotros, los Caserta. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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