Esta no es una novela; es una una novela que ha ganado el Nadal, un premio con cuyas voces más importantes Inés Martín Rodrigo tiene una relación literaria y sentimental directa: desde Carmen Laforet o Ana María Matute hasta Carmen Martín Gaite. Consciente de que dialoga con esa tradición, la periodista y escritora de ABC presenta a los lectores Las formas del querer (Destino), la novela que ahora le permite compartir galardón con las escritoras que la hicieron lectora.
La novela propone una fotografía de conjunto de tres generaciones de una misma España: la de la guerra civil y la posguerra, la Transición y la democracia. Este no el primer libro de Inés Martín Rodrigo: en 2016 publicó la ficción biográfica Azules son las horas, y a esa siguieron la antología de entrevistas a escritoras Una habitación compartida (2020) y el cuento infantil Giselle (2020). Desde 2008 trabaja como periodista en la sección de Cultura en el diario ABC, donde ejerce como una de las firmas más importantes en el periodismo cultural en España. Sobre reporterismo y literatura conversa Inés Martín Rodrigo en esta entrevista.
—¿Cómo conviven la novela, la autoficción y la autobiografía en Las formas del querer?
—Partamos de la base de que en la novela no hay autoficción. Es una novela pura y dura. Lo que hago es valerme de la imaginación para configurar la historia que yo quería contar como Inés persona, y que está presente en la novela a través de Noray. Desde ese punto de vista, lo que sí está presente son los recuerdos de la memoria familiar de la protagonista, que tienen mucho que ver con los míos, pero también con los de cualquier familia de la historia reciente de España. Pensé en la estructura de la novela como juego de espejos entre la ficción y la realidad. No entre mi propia ficción y la realidad, sino en la ficción de Noray y su propia realidad. Es ella quien escribe una novela en primera persona y lo hace apoyándose en los recuerdos que la abuela Carmen le ha ido contando a lo largo de su vida. ¿Cuánto hay de invención en esos recuerdos? Probablemente mucho.
—En este libro hay tres generaciones: una condicionada por la guerra civil y la posguerra, otra por la Transición y finalmente la democracia. ¿Por qué la que vive con mayor bienestar parece la más vulnerable e infeliz?
—Hace unos días estuve conversando sobre esa etiqueta de «la Generación de Cristal», que se está extendiendo hacia distintas generaciones, entre ellas los millennials, aquellos que hemos nacido a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta: nos podemos permitir manifestar esa fragilidad. Tanto Carmen como Olivia sufren lo mismo, y probablemente con más desgarro que Noray, pero, sobre todo Carmen, no puede manifestarlo. En ese momento, no se entendía la palabra «depresión», ni siquiera se utilizaba en aquel momento.
—Se tomaban las pastillas de optalidón «como si fueran Juanolas», escribe en la novela.
—Durante décadas mantuvieron a las mujeres de este país completamente anestesiadas, sin saber que estaban tomando un tratamiento prácticamente psiquiátrico… Lo que quiero decir es que las generaciones más jóvenes podemos manifestar esa fragilidad. Las que nos preceden, ni siquiera podían hacer eso.
—Hay en estas páginas un ejercicio de memoria, otro de catarsis y uno literario. ¿Cómo discurrió cada uno de ellos?
—Creo que fueron los tres de la mano. Hay un ejercicio de memoria personal, porque de la misma manera que lo que no se nombra no existe, lo que no se recuerda se termina olvidando. Hay un ejercicio no de catarsis, sino de usar la escritura como herramienta terapéutica, que no sanadora. Hago una introspección y uso la narración de esta novela para mirarme al espejo, hasta el punto de descubrir cosas de mí misma que probablemente no sabía o a las que no me había enfrentado hasta que no me puse a escribir esta novela. El ejercicio de estilo literario acompaña a los otros dos. De manera muy consciente narro usando esa misma cadencia y ese mismo vocabulario que a mí me ha criado, palabras que tienen una música: «prenda», «mestresiesta», «botarate»… y tantísimas otras. Eso también está ligado a la memoria, porque si dejamos de usar esas palabras desaparecerán, pero si las apresamos en una narración, permanecerán.
—En este historia, según cuál generación, lo femenino está relegado a lo doméstico. Sin embargo, el rol de maestra tiene un papel transformador. ¿Hay un homenaje implícito?
—En el personaje de Filomena está representado el amor a los libros y la educación. No hay acto más generoso que legar esa biblioteca que ella ha ido construyendo a lo largo de los años con tanto esfuerzo a su amiga, que no ha tenido la posibilidad de instruirse y soñar con los libros de la misma manera en que ella sí pudo. Hay un homenaje implícito a esas mujeres que a mí me han acompañado a lo largo de mi vida y me han hecho ser quien soy y amar los libros de la manera en que los amo, y que creo que no están lo suficientemente representadas en nuestra historia de la manera en que lo merecen.
—La relación con el cuerpo y la enfermedad tanto física como mental son manifiestas.
—La enfermedad mental está muy presente a lo largo de toda la novela. De hecho, en determinados puntos vertebra la trama. La enfermedad mental está relacionada con la enfermedad física. El ejemplo claro y evidente lo tenemos en el caso de Noray. Ella sufre anorexia, de manera que eso que comienza como una depresión muy severa y muy grave porque sus padres se separan, termina repercutiendo a nivel físico en ella, hasta el punto de que tienen que internarla en un hospital. Muy jovencita está a punto de sufrir un infarto y acaba arrastrando las secuelas físicas, que la dejan marcada, literalmente, con cicatrices que tiene presente aunque no las vea, porque están en su espalda. El hecho de que la enfermedad en su conjunto, tanto física como mental, esté presente en la novela es porque para mí ha sido una manera de reconciliarme conmigo misma, al usar la escritura para reflejar una realidad que yo también viví y que a lo largo de las últimas décadas yo no he encontrado reflejada en la ficción que a mí me sirviera.
—En su manuscrito, Noray cuenta desde el desgarro. El lector de esas páginas es Ismael, que se comporta como un cobarde. ¿Por qué ha de ser un cobarde el lector de esas páginas?
—No creo que sea un cobarde, ni mucho menos. Ismael lo que hace es sobrevivir, y al leer el libro que ha escrito Noray llega a descubrir y conocer muchas cosas de ella que él ignoraba, porque Noray no quería que lo supiera. No es fácil contarle a tu pareja que pasaste por determinados traumas y que estuviste tan al borde del abismo, y que incluso quisiste llegar a saltar. Ella se vale de la escritura para responderse a preguntas, y las respuestas a esas mismas preguntas las encuentra Ismael leyendo el libro. Pero yo no creo que Ismael sea un cobarde, no lo creo.
—¿Hasta qué punto el periodismo sabotea y hace posible la literatura? ¿Cómo vive esa pugna?
—La Inés escritora es muy distinta de la Inés periodista. Para mí el periodismo y la literatura son hermanos, porque la matriz es la misma, que son las palabras, pero yo tengo muy claro dónde queda la frontera entre los dos, y nunca se mezcla.
—¿Y en ocasiones a la Inés escritora no le apetece decirle a la Inés periodista: «Cállate un poco, que necesito escribir»?
—Para mí la literatura es sobre todo y ante todo disciplina. Soy una persona muy autoexigente y disciplinada, con lo cual separo bastante las horas que dedico a la literatura y la escritura y las que dedico a mi profesión, mi oficio, que es el periodismo. Durante la escritura de esta novela lo marcaba la ducha. Yo me levantaba a las seis de la mañana y llegaba un momento en el que me metía en la ducha, ahí se acababa la Inés escritora, me olvidaba completamente de la historia de Noray y me ponía el traje de la Inés periodista. El agua era purificadora.
—Esta no es solo una novela, es un premio Nadal, que tiene una tradición literaria y afectiva y de la que tú formas parte, de manera deliberada, con Ana María Matute, Laforet… ¿Qué significa Inés Martín Rodrigo para el premio?
—Eso tendrán que decidirlo los lectores. Lo veremos con el paso de los años. Eso no me corresponde decirlo a mí. Lo que sí puedo decir es qué significa el Premio Nadal para mí: es un sueño cumplido, una sensación de irrealidad de la que no consigo desprenderme. Incluso aunque tenga el libro en mis manos no desaparece. Este premio me conecta con mis madres literarias, con esas escritoras a las que he ido leyendo desde muy niña y que me leía mi madre. Carmen Laforet, la Matute, Martín Gaite y tantísimas, gracias a las cuales nació no sólo la Inés escritora, sino la Inés lectora. Y ahora tengo el privilegio enorme de compartir con ellas galardón. Es que ni siquiera verbalizándolo me lo llego a creer. Estoy emparentada con ellas literariamente, y este premio para mí es la guinda del pastel.
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