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La realidad entre comillas

La realidad entre comillas

Todos nosotros, rehenes de la intoxicación
de los medios de comunicación, sometidos
al simulacro de la guerra como a arresto domiciliario.

Jean Baudrillard

I

Hasta hace poco más de un par de años, Giorgio Agamben —editor en Italia de las obras completas de Walter Benjamin, descubridor de muchos de sus manuscritos perdidos, continuista de la noción de “biopolítica” de Foucault y del concepto de “estado de excepción” de Carl Schmitt— era considerado uno de los filósofos más importantes nacidos en el siglo XX. Esta consideración de por sí vacía, como todos los comparativos que tratan de establecer categorías de valor en actividades difícilmente cuantificables, se vio revisada a la baja por la postura que Agamben adoptó públicamente en relación a una conocida pandemia, y más concretamente por su posicionamiento contrario a un (sedicente) sentir común. Se lanzó con un artículo —La invención de una pandemia— escrito como temprana, y, en algunos aspectos, precipitada reacción a una respuesta internacional “frenética, irracional y del todo injustificada”, y allí, sin pretenderlo, regaló toda clase de armas a los paladines de lo que se dio en llamar “consenso”. Más tarde, en octubre de 2021, se dirigió al Senado italiano y a lo que todavía, en virtud de una peligrosa costumbre, era posible considerar un “grupo de representantes” de ese “sentir común” —me está costando lo suyo evitar las frases hechas, en estos tiempos más espurias y temerarias que nunca—, y, también una vez más, por todas partes se desataron las críticas, cuando no las exigencias de “cancelación”, cuando no los insultos. Lo más fascinante de todo es que Agamben se situaba en su discurso ante el Senado del lado, nada menos, de lo humano. Formuló preguntas cuando menos razonables (“¿cómo puede el Estado acusar de irresponsabilidad a quienes optan por no vacunarse, cuando ese mismo Estado es el primero en rechazar formalmente toda responsabilidad por las posibles consecuencias graves?”, “¿cómo aceptar que, por primera vez en la historia de Italia desde las leyes fascistas de 1938 sobre los no arios, inventemos ciudadanos de segunda sometidos a restricciones que, desde una perspectiva jurídica, son de idéntica naturaleza a las que los no arios tuvieron que sufrir?”), y conclusiones no menos razonables que merece la pena citar extensamente:

Todo lleva a pensar que los decretos que aparecen uno tras otro, como si vinieran de la misma persona, deben inscribirse en un proceso de transformación de las instituciones y de los paradigmas de la forma de gobierno de las sociedades de las que somos parte. Es una transformación tanto más insidiosa cuanto que, como sucedió con el fascismo, se desarrolla sin que haya habido cambios en el texto de la Constitución: subrepticiamente. El modelo que así se corroe y se anula es el modelo de las democracias parlamentarias con sus derechos, sus garantías constitucionales. Y en su lugar se instala un paradigma de gobierno en el cual, en nombre de la bioseguridad y del control, las libertades individuales están condenadas a sufrir crecientes limitaciones. La concentración exclusiva de la atención en las infecciones y en la salud, en efecto, me parece que nos impide percibir cuál es el sentido de esta gran transformación que está realizándose en la esfera política (…) Creo que en esa perspectiva es más urgente que nunca que los parlamentarios consideren con extrema atención la transformación política en marcha, que no se concentren tan sólo en la salud: la transformación política que está consumándose, y que a largo plazo llevará a despojar inevitablemente al Parlamento de sus poderes, reduciéndolo —como está sucediendo ya— a simplemente aprobar, en nombre de la bioseguridad, decretos provenientes de organizaciones y de personas a quienes importa poco el Parlamento.

"Quienes hayan leído a Agamben antes de toda esta polémica sabrán que su análisis no surge con la apoteosis de las restricciones y sus efectos sobre el conjunto de los representados"

Estas fueron exactamente las “polémicas” palabras de Agamben ante el Senado italiano: una advertencia de cuanto aguarda bajo la máscara del consenso y las necesidades generales cuando se dice actuar en defensa de lo que, en situaciones de “emergencia social” siempre actualizables, resulta “socialmente” deseable, por parte de gobiernos voluntariamente reducidos a algo así como sistemas operativos en manos de un programador externo que ejecuta las órdenes sin el propio control del sistema. (Cosa que puede hacernos pensar en inquietantes vendedores de software que hubieran abandonado el limitado, a fin de cuentas, monopolio de la industria de los sistemas operativos informáticos para empezar a privatizar al individuo por la vía de la medicación obligatoria, y subrogar su despojo actualizado con reservas —camino del “pantallazo azul” orgánico— a beneficio del Estado). Asusta un poco, dicho sea de paso, tener que precisar que lo humano a lo que Agamben se refiere es aquello de nosotros que no se limita al aspecto temporal, a la mera contingencia (aunque lo temporal y contingente se beneficie de ello), sino que reconoce una acepción soberana y trascendente, nada que ver, pues, con la definición provisional y renovable a la que se dirigen las llamadas “cámaras de representantes” en su aspecto de (sedicentes) “representados”.

"Precisamente esta victoria del dogma sobre las posibilidades de la duda ha supuesto con frecuencia para Agamben una cuestión decisiva que éste ha ido abordando en aulas, cátedras, páginas escritas, desde la monumental Homo Sacer, con el problema de la nuda vida como gran atractor de sus ideas, hasta Qué es real"

Quienes hayan leído a Agamben antes de toda esta polémica sabrán que su análisis no surge con la apoteosis de las restricciones y sus efectos sobre el conjunto de los “representados”. Estas cosas no dejan de ser el revestimiento formal y estilístico de una narrativa general y bastante más profunda, que es contra la que Agamben resuelve levantarse en su primer artículo y posteriormente en su discurso ante el Senado (vernos sometidos al encierro, a la paralización de la vida como la conocemos, es el predicado de un sujeto omitido, que define los motivos reales pero está por esclarecerse). Como heredero del método genealogista de Foucault, Agamben encuentra en la noción de la “biopolítica” —la gestión administrativa que el poder ejerce sobre la vida humana— un programa teológico que apela a un principio expresado en la época moderna por Hobbes, donde la autoridad encarna lo que hasta entonces pertenecía al reino de lo divino y, como tal, no admite discusiones. Pero esta descripción, que se adapta mejor al modelo de las viejas tiranías que al de las (así llamadas) “democracias occidentales”, no es sólo la opinión de un filósofo; es también la de médicos antaño prestigiosos como Luc Montaigner (y hoy apestados públicos: véanse los titulares tras su muerte) que han creído asistir a un deslizamiento inexplicable de lo que había empezado como una cuestión sanitaria hacia ese autoritas non veritas facit legem (“la autoridad, no la verdad, hace la ley”) de Hobbes bajo el fantasma, el pretexto, del (también así llamado) “bien común”. Lo de “creído ver”, por supuesto, es una manera de hablar. Porque aquí no tratamos con ninguna fantasía ni esto es una lectura exagerada de los acontecimientos. Ya desde la propia declaración de “emergencia sanitaria” hemos sido testigos de cómo aquellos que se han sentido moralmente obligados a abrir el debate o han expresado una opinión contraria a ese sedicente (una vez más) “consenso” eran descalificados con un término especialmente insidioso, que hasta hace poco se reservaba a quienes se oponían a aceptar la existencia de crematorios o campos de exterminio operados por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial como evidencias históricas; se les ha tachado de conspiradores contra la especie humana, probables sospechosos de servir como propagadores voluntarios (terroristas “sin derecho de ciudadanía”, véase Macron, véase Ursula von der Leyen, comisaria de un ente supranacional al que no se aplica la “democrática” selección por el voto ciudadano, pese a que las decisiones adoptadas en su órgano afectan al conjunto de los países antaño soberanos) de una enfermedad que se libera en el espacio colectivo mediante un mecanismo tan inevitable como es la propia respiración. Hemos asistido, por parte de los gestores políticos, a contradicciones flagrantes que no responden únicamente a la mala administración del gobierno desprevenido por la enfermedad inesperada ni a la prisa por encontrarle un remedio (véanse los “futuros de mortandad” apocalípticamente proyectados por el Imperial College, que impulsaron los confinamientos y las posteriores medidas de control en todo el mundo, desautorizados por los estudios de la universidad Johns Hopkins, véanse las fiestas celebradas en Inglaterra por los mismos políticos y asesores sanitarios —Boris Johnson y esposa; el infame “Professor Lockdown”, Neil Ferguson, que aprovechaba los parques solitarios y los aparcamientos desiertos para jugar a los médicos con su amante— que habían decretado coercitivamente el encierro para el resto de la población), y estamos viendo que en países anteriormente considerados “democracias occidentales” como Canadá se embargan cuentas corrientes y se decreta prisión para aquellos que apoyan económica o materialmente a los llamados “convoys por la libertad”, constituidos por camioneros y grupos de manifestantes opuestos a unas restricciones abusivas, y a los que se está aplicando de facto la ley antiterrorista. Todo esto son hechos consumados, no posibilidades ni elucubraciones, y hechos que (al margen de que exista una “emergencia sanitaria” que requiera de medidas extraordinarias para asegurar la curación y la vida sin por ello privar de sus derechos a quienes no representan un problema para la aplicación de esas mismas medidas) están dejando ver la aparición, cada vez menos “subrepticia”, de un principio regulador de la vida humana enmarcable en lo que Foucault entendía como “biopolítica” y Agamben como la sustancia putrefacta, viscosa, con la que se pretende engrasar, a costa de unos derechos convertidos en permisos, el monstruoso Leviatán actualizado de Hobbes, “la máquina gubernativa de Occidente”.

Ante sucesos también extraordinarios como los que se consuman entre las bambalinas de la (una vez más) “emergencia sanitaria”, precisamente lo que menos debería valer es el silencio ante el “consenso” cargado de contradicciones y sí recurrir a lo que desde siempre ha servido para el cuestionamiento, cuando menos, de las posturas dogmáticas, que inevitablemente conducen al fanatismo (por ejemplo, la quema de “hechiceras” bajo las órdenes criminales de la Inquisición, por ejemplo la locura de Juan Calvino en Ginebra, que llevó a la pira a los autores considerados perniciosos empleando como combustible sus propios libros, por ejemplo el arresto domiciliario de Galileo por contravenir lo que entonces era uno de los “principios reguladores de la vida humana”: la tierra como centro de todas las cosas, el hombre como centro de la tierra, Dios por encima de la tierra y el hombre; todos ellos quemados o arrestados para evitar el contagio de un tipo muy concreto de mal, específico según el lugar y la época), y despejar toda incógnita de la duda razonable. Pero lo verdaderamente sospechoso en todo esto es que aquí no parece haber lugar para la duda razonable. Precisamente esta victoria del dogma sobre las posibilidades de la duda, este triunfo de la servidumbre voluntaria sobre esa luminosa vacilación que, después de todo, nos hace conmovedoramente humanos (un detalle nada banal, en los tiempos de la parasitación de lo humano por la máquina, de la disolución en la máquina de lo humano), ha supuesto con frecuencia para Agamben una cuestión decisiva que éste ha ido abordando en aulas, cátedras, páginas escritas, desde la monumental Homo Sacer, con el problema de la nuda vida como gran atractor de sus ideas, hasta Qué es real, publicado en Italia en 2016 (cuatro años antes de la declaración de “emergencia sanitaria”), en el que investigaba la desaparición del físico italiano Ettore Majorana valiéndose de las herramientas de la filosofía y de un conocimiento muy completo de la mecánica cuántica: “la ciencia”, escribía Agamben en el apartado del libro que estudia la dicotomía probabilística vs. determinismo, “ya no procuraba conocer la realidad sino —junto con la estadística en las ciencias sociales— únicamente intervenir en ella para gobernarla

Repito: intervenir en ella para gobernarla.

II

Respiremos un poco.

Qué es real (el libro sobre el que pensaba escribir formalmente hasta que me he calentado al recordar los ataques inmerecidos a su autor y —véase Justin Trudeau, véase Jacinda Ardern, véase Scott Morrison, véase, y véase, y véase— los que se siguen lanzando contra las “democracias occidentales” en general, con la venia de los medios y de una pasmada mayoría) es un librito de muy pocas páginas que puede perfectamente leerse como breve prólogo a las obras mayores de Agamben. Quienes teman un estilo despiadado y abstruso (aunque tengo la impresión de que entre los filósofos se encuentran muchos de los mejores estilistas: Schopenhauer, Nietzsche, Ortega, Foucault —¿podemos mencionar a Guy Debord, podemos mencionar a Baudrillard?—, Peter Sloterdijk) pueden estar tranquilos. Su estilo es muy distinto de la realidad arrugada e hirsuta sobre la que, suavemente, una y otra vez Agamben pasa la mano: es terso, es delicado, es envolvente, palpita a la profundidad justa, cerca del corazón y la cabeza. El libro arranca con un párrafo muy bien calculado que nos traslada al ambiente de la novela negra —el devenir de la ciencia responsable, cabría decir, en forma de novela negra—, más que al del ensayo convencional. Pero aquí no hay nada convencional. Aquí hay algo tan poco habitual como es el espectáculo de la pura inteligencia, empezando por el insospechado ángulo desde el que Agamben observa (para interrogarlo) nuestro familiar y engañoso concepto de “realidad”:

La noche del 25 de marzo de 1938, a las 22.30, Ettore Majorana, considerado uno de los físicos más destacados de su generación, se embarcó desde Nápoles, en cuya universidad era el titular de la cátedra de Física teórica desde hacía un año, directo hacia Palermo en un buque de vapor de la sociedad Tirrenoia. A partir de aquel momento, salvo por noticias e hipótesis no confirmadas, se pierde todo rastro del “joven profesor de treinta y un años, 1.70m de estatura, esbelto, de cabello moreno, ojos oscuros y una larga cicatriz en el dorso de una mano”, como reza el anuncio publicado en La Domenica del Corriere el 17 de abril con el título “¿Quién lo ha visto?”. A pesar de las búsquedas, en las cuales se interesaron las autoridades policiales y, bajo presión de Enrico Fermi, el propio jefe de gobierno, Ettore Majorana había desaparecido para siempre.

Esta historia de la desaparición (real, o, por lo menos, “real”) de Majorana la tomó también Leonardo Sciascia para escribir “un libro ejemplar”, titulado precisamente así, La desaparición de Majorana (1975), en el que Sciascia llegaba a la conclusión de que Majorana, “a quien el propio Fermi definía como un genio a la altura de Galileo y Newton, pero desprovisto de sentido común”, había visto en 1934 “lo que Fermi no había podido ver: los experimentos que estaban realizando los físicos romanos sobre la radiactividad podían conducir a la separación del átomo de uranio… De aquí a entrever las posibles y desastrosas consecuencias de la separación había un paso muy corto, y Sciascia cita el testimonio de la hermana de Majorana, según el cual éste habría dicho repetidas veces con amargura que la física va por mal camino”. La novela de Sciascia “concluye con una visita a un convento cartujo, donde el científico —hipótesis propuesta por Sciascia no como una certeza comprobable sino como “una experiencia metafísica”— se habría retirado hasta su muerte.”

"La realidad reducible a sus elementos más pequeños, a sus pedacitos cuánticos sometidos al valor de la estadística y predecibles en virtud de un algoritmo, no es una mera fantasía narrativa sino un sueño que, desde la época en que Hobbes expresaba la verdad aterradora de la autoritas, los gobernantes han confiado que la ciencia pusiera a su servicio"

Una vez distribuidas sobre la mesa de trabajo las diferentes piezas del problema, Agamben se introduce entre ellas para resolver no la causa objetiva de la desaparición de Majorana sino su causa ontológica, que ve vinculada a las conclusiones que el físico desarrolló en un artículo publicado en la revista Scientia (1942), bajo el título “El valor de las leyes estadísticas en la física y en las ciencias sociales” (que completa la publicación española, en la ejemplar edición de Adriana Hidalgo). Para Majorana, como posteriormente para Simone Weil —que tiene una importante presencia en este libro—, asumir la naturaleza netamente incognoscible del “estado real de un sistema” conduce a la esencialidad de los modelos estadísticos, que precisamente por su carácter esencial acuden a sustituir a la realidad. Las propias conclusiones de la hipótesis de Agamben arrojan así un modelo de realidad esfumada, muy similar al desarrollado por Baudrillard en su teoría de la hiperrealidad y la soberanía de lo virtual —“si la realidad debe eclipsarse en la probabilidad”, explica Agamben, “entonces la desaparición es el único modo en el cual lo real puede afirmarse perentoriamente como tal, sustrayéndose a la sujeción del cálculo”—, pero al mismo tiempo desvelan la amenaza soterrada que se vincula a dicho modelo: v. g., a la ciencia sólo le interesa la realidad en los términos en que pueda intervenir en ella (una vez más) con el fin de gobernarla. De ahí a las —retomando la noción que aterrorizó a Majorana hasta el punto de esfumarlo— “posibles y desastrosas consecuencias” de que, por poner un ejemplo, los otrora “ciudadanos” se vean sujetos por los llamados “gobernantes”, en virtud de una estadística, a sufrir el asedio continuado de las probabilidades fatalistas y mantener “un modo de vida inspirado en el de los enfermos” (en palabras del filósofo francés Lucien Cerise, cuya interesantísima obra espero ver todavía traducida al español), hay, también, un paso muy corto.

La realidad reducible a sus elementos más pequeños, a sus pedacitos cuánticos —el árbol, la manzana que llamea en ese árbol, nosotros con la mano tendida a esa manzana— sometidos al valor de la estadística y predecibles en virtud de un algoritmo, no es una mera fantasía narrativa sino un sueño que, desde la época en que Hobbes expresaba la verdad aterradora de la autoritas, los gobernantes han confiado que la ciencia pusiera a su servicio. Agamben ha sido vergonzosamente atacado tan sólo por señalar ese hecho, a la manera en que “Tigranes, al primero que le anunció la venida de Lúculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza, con lo que ninguno otro volvió a hablarle palabra”. Lo que parece que olvidamos al emplear la frase hecha que Plutarco nos dejó botando —“matar al mensajero”— es el resultado que tuvo para Tigranes aquella radical manera de dar la espalda a una verdad desagradable: tras ver su reino “talado y asolado como si, en lugar de someter a sus reyes, Lúculo hubiera sido enviado para despojarlos”, en apenas tres años tuvo que rendirse ante Pompeyo y vivió el resto de su vida como mascota del imperio que luchó por someterle.

Volviendo, ya para terminar, a Baudrillard: “La escalada es irreal, como si se creara la ficción de un seísmo manipulando los instrumentos de medición.” (En La guerra del golfo no ha tenido lugar). O bien, en las premonitorias palabras de Ballard: “Estamos entrando en una fase colonialista de nuestra actitud con el cuerpo, llena de ideas autoritarias que ocultan una explotación implacable” (En Proyecto para un glosario del siglo XX). ¿Entonces? ¿Escalada irreal, explotación implacable? ¿Ni lo uno ni lo otro? En su artículo y su discurso ante el Senado, Agamben postulaba la opción más temeraria de todas: lo uno y lo otro. La escalada no es “real”, pero la explotación sí es implacable. De no ser porque aquello que está en juego es un modelo de (así llamada) “libertad”, esa alternativa sólo nos podría preocupar como generador de especulaciones en el plano teórico. Pero la mera posibilidad de que el pronóstico de Agamben sea cierto conlleva la necesidad de tomar decisiones responsables, algo que ya es mucho pedir en una sociedad que ha depositado toda responsabilidad en las manos de aquellos que, a lo largo de la historia (véase, y véase, y véase), han demostrado no tener ningún reparo en emplearla contra los mismos a quienes aseguran defender. Así, si Agamben no se equivoca en el análisis, silenciar sus palabras por medio del insulto o la censura —lo que en el “hoy” extremadamente aséptico y temeroso del contagio (contagio, del vocablo latino compuesto por el prefijo cum, “con”, y tango, tangere, “tocar”, una palabra maldita, “tocar”, en los tiempos de eso conocido como “distancia social”) se ha dado en llamar “cancelación”— supone un grave peligro para quienes somos a un tiempo, lo queramos o no, participantes y objeto nudo del análisis: Agamben, el Senado ante el que Agamben habló, los (así llamados) “grupos de representantes” de ese mismo Senado y de los (así llamados) “órganos de poder” de las llamadas “democracias occidentales”, y naturalmente el colectivo de los (también así llamados) “representados”. Y si no lo está, ¿qué peligro corremos? Ya pasó, ya pasó, no fue nada, sólo un filósofo especulando y nada más: ¿cuándo fue la última vez que hicimos caso a un filósofo? Y ahora que hablamos de “oídos sordos”, y ya para terminar realmente (¿“realmente”?) de una vez, una última pregunta: ¿qué nombre recibía una sociedad que negaba a las voces discrepantes el derecho a algo tan humano como estar equivocadas?

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Autor: Giorgio Agamben. Traductor: Rodrigo Molina-Zavalía. Título: ¿Qué es real? Editorial: Adriana Hidalgo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Pepehillo
Pepehillo
2 años hace

Siempre hay que oir las mismas cosas. Decir que «las posturas dogmáticas conducen al fanatismo» es establecer un dogma del antidogma. Tiene que haber dogmas, y todos sostenemos y creemos en dogmas (no creeremos en la infalibilidad pontificia, pero en la nuestra sí). La mayoría de las personas (y más aún los intelestuales) se ofenden cuando alguien les dice con franqueza lo que piensan de ellos. Luego tienen por dogma lo que piensan de sí mismos. Pero no necesariamente los dogmas conducen al fanatismo. Si el dogma es verdad, no hay fanatismo. Sólo cuando uno se obceca en el error hay fanatismo. Me molesta mucho ver a los hombres actuales hablando sin fubdamento de la Edad Media. Los dogmas de la denostada Edad Media se contaban con los dedos de la mano, influían sólo indirectamente en la vida del hombre y, además, hasta la fecha no han sido refutados satisfactoriamente. Los dogmas de hoy son innumerables, repercuten directamente en nuestra vida y muchos de ellos son mamarrachadas, como por ejemplo, los dogmas de ‘el pueblo no se equivoca’ o ‘lo que no se puede probar no existe’. En la Edad Media se quemaron brujas, pero era una creencia extendida, no un dogma. De hecho, la Inquisición española acabó señalando que la brujería era una sugestión supersticiosa colectiva y las causas por brujería se extinguieron. La verdad existe. Otra cosa es si la vemos, cómo la percibimos y procesamos. De todas formas, el conocimiento tiene un valor instrumental y limitado, que no debe confundirse con la sabiduría. La sabiduría no es una gnosis, pero sólo es asequible a los humildes.