A veces me despierto pensando en sitios a los que nunca he de volver. Verbigracia, el puerto de Denia en las madrugadas del tres de agosto, a comienzos de este infausto siglo. Después de conducir durante toda la noche, esperando para coger el ferry que habría de llevarnos a Formentera a Cristina y a mí. Era la cumbre de nuestra edad.
La vi por primera vez en el verano de 1984, en una reposición de la que fue objeto en el cine Bellas Artes, para deleite de la cinefilia madrileña. Ya había descubierto al gran Żuławski, siempre tan dado a los amores tumultuosos, en La posesión, estrenada en los Cines Luna en el 81. Y, ya en el año 87, en esas mismas salas precisamente, conocí a Żuławski. Es decir, a modo de saludo, intercambié con él una sonrisa.
Yo entonces trabajaba en el gabinete de prensa del IMAGFIC —el festival de cine de Madrid, que pasaba allí sus cintas de la sección oficial—, y un día el gran Żuławski entró en nuestro despacho. Visitaba Madrid en calidad de invitado especial de aquella muestra, ya que no presentaba en ella ninguna película. Lo acompañaba su mujer de aquellos días, la maravillosa actriz Sophie Marceau. Las sonrisas, que también intercambié con ella a modo de saludo, cuentan entre los grandes placeres que me ha proporcionado la cinefilia. Aquella noche escribí por primera vez sobre Żuławski.
Con todo, no llegué a ver ninguna de sus colaboraciones con la bella Sophie. Entre otras cosas porque la cartelera española, ya empecinada en la manida comedia romántica estadounidense, se cerró por completo a esos amores convulsos que son la piedra angular del discurso de Żuławski. Así las cosas, los siete títulos que el maestro rodó entre La mujer pública (1984) y La fidelidad (2000), su despedida, permanecen inéditos en la pantalla comercial española, de modo que mi experiencia con la filmografía de este otro gran realizador polaco afincado en Francia, durante demasiado tiempo, se limitó a Lo importante es amar, La posesión y La mujer pública.
Hace cinco temporadas, en la presentación de un ciclo antológico del cine polaco, impulsado por Martin Scorsese tras su visita a la prestigiosa Escuela Nacional de Cine de Łódź, respondiendo a una invitación de Andrzej Wajda, el neoyorquino parangonaba la pantalla de aquel país con el neorrealismo italiano o la Nouvelle Vague. Más aún, Scorsese no dudaba en afirmar que el nuevo cine polaco, surgido a mediados de los años 50, es uno de los pilares de la «edad dorada del cine mundial».
Salvo compartir esa misma opinión, poco cabe afirmar. La grandeza de la filmografía de cineastas de la talla de Wojciech Has —El manuscrito encontrado en Zaragoza (1965)—, Jerzy Kawalerowicz —Faraón (1966)—, Jerzy Skolimowski —Walkover (1965)—, Krzysztof Zanussi —Iluminación (1973)—, Krzysztof Kieślowski —la trilogía Tres colores (1993-1994)—, o el propio Wajda —Cenizas y diamantes (1958)—, está por encima de cualquier otra consideración. Sus filmes, estima el autor de Taxi Driver (1976), «tienen gran fuerza visual y emocional, películas serias, cuya complejidad hace que las descubramos una y otra vez».
Bien para dar cuenta de un título aún por ver, tales fueron los casos de Tren de noche (1959), de Kawalerowicz, o El sanatorio de la clepsidra (1973), de Has, bien para revisar un filme ya conocido —Walkover, de Skolimowski—, seguí con tanto placer como avidez aquella propuesta desde sus primeras proyecciones en la Filmoteca. Salvo error u omisión, no se incluyó en ella ninguna cinta de Andrzej Żuławski, mi favorito de todo el paquete polaco.
Afortunadamente, a esas alturas de mi cinefilia, ya atesoraba El diablo (1972), y Szamanka (1996), junto a todos los títulos citados con anterioridad de Żuławski, cuando reparé en su ausencia en aquella acertada antología de la pantalla polaca. Como casi siempre en las selecciones de este tipo, hay que decir que son todos los que están, pero no están todos los que son.
Ayudante de Wajda en Samson (1961) y en el segmento de Varsovia de El amor a los veinte años (1962), el cine de Żuławski también habla, básicamente, de amor. Pero se acerca al sentimiento de un modo radicalmente opuesto al de Wajda. Si se me permite la expresión, el amor que nos presenta Żuławski es a degüello. Y tanto es así que ahora, al volver a visionar sus filmes después de haber soñado con ellos, en ciertos aspectos, se me ha antojado un antecedente del nuevo extremismo francés, que fue a llamar el crítico James Quandt a cierto cine del país vecino que parecía «decidido a romper cada tabú; a vadear ríos de vísceras y espumas de esperma, a llenar cada fotograma con desnudez, atractiva o arrugada, y someterla a toda forma de penetración, mutilación y corrupción».
Sin llegar a tanto, pues Żuławski sólo es un precedente, insisto, en algunos aspectos su cine marca un camino al de Léos Carax u Olivier Assayas, en la medida en que estos dos grandes cineastas pueden adscribirse a esos nuevos bárbaros de la pantalla del país vecino.
El Żuławski más representativo se entrega con prodigalidad a un delirio estético, protagonizado por algunas de las actrices más atractivas de su tiempo: Romy Schneider, Isabelle Adjani, Valérie Kaprisky, Sophie Marceau… Sus personajes son presa de un amor sin medida que las aboca a un constante desasosiego, en la linde de la histeria, desde la primera hasta la última secuencia de la película. Anna (Isabelle Adjani), la protagonista de La posesión, es la amante de un ser monstruoso, semejante al bicho de Alien: el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979). De hecho, cada vez que copula con su bestia, es como si el monstruo fuera a devorarla, y sale del trance medio muerta.
No hay mucha diferencia entre el deseo irrefrenable que provoca Ethel (Valérie Kaprisky), la mujer pública, en todos los hombres con los que se cruza, y el furor uterino que conmueve a Wloszka (Iwona Petry), la chica de Szamanka. El amor loco, elevado a su enésima potencia mediante las sexualidades más bizarras, es el único argumento del cine de Żuławski. Incluso en El Diablo, ambientada en la invasión prusiana de Polonia en 1793, hay una pulsión erótica —a la par que inquietante, como en el mito de Drácula—, que transita toda la cinta. Jakub (Leszek Teleszynski), su protagonista, es un noble polaco salvado de la muerte, que espera a todos los juramentados contra el invasor de su país por el Maligno. A partir de entonces, el príncipe de las tinieblas le acompañará en un periplo por la patria devastada, que incluye las imágenes de bailes de época más potentes que me han sido dadas en mi ya larga experiencia cinéfila y guarda no pocas concomitancias con los instintos que, andando en la filmografía de Żuławski, despertará Ethel y el furor que abrumará a Wloszka.
Vistas tan solo una vez, cuando se estrenaron en la cartelera madrileña de los años 80, de La posesión y de La mujer pública sólo guardaba un vago recuerdo. El Diablo y Szamanka me han sido dadas ahora, en la pantalla de mi PC. A decir verdad, para mí, Żuławski, básicamente, era Lo importante es amar, que ya he elevado a los altares de mi parnaso. Esta última es su cinta más comedida. Pocos tan grandes como él para filmar el amor loco. Fue una lástima que Scorsese no le incluyera en su ciclo.
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