Jorge Martí publica Canción de amor definitiva (Plaza & Janés), que es su autobiografía, subtitulada «La vida, como un disco, tiene dos caras».
Zenda adelanta las palabras previas del autor: «Declaración de intenciones».
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¿Ser honesto es engañarse a uno mismo? ¿Hasta qué punto uno puede contar la verdad y nada más que la verdad? ¿Se puede decir hasta la última palabra y llegar hasta las últimas consecuencias cuando lo que vas a contar puede implicar a terceras personas? Todas estas dudas me asaltan cuando decido adentrarme en asuntos que me producen una gran aflicción. No quiero dar protagonismo a quienes me la provocan. No quiero ajustar cuentas ni convertir este libro en una retahíla de reproches y quejas. Cuando leí la autobiografía de Morrissey sentí cierta lástima de que su rencor respecto a algunos episodios de su carrera empañara una historia única y excepcional. Sí, todos hemos tenido nuestros más y nuestros menos, y, acertadamente o no, hemos intentado que nuestra razón y nuestras convicciones prevalecieran por encima de las de los demás, pero uno se pregunta a veces si el mal y la mala intención anidan innatas en el corazón de algunos sujetos. Una cosa es hacer daño sin querer y otra es hacerlo intencionadamente. No puedo pasar de puntillas por episodios que no dejan de sangrar. Hablo con Xoel López y me dice que lo deje estar. Me gusta lo que casi me susurra con su cariñoso acento gallego. Sus dulces palabras sanadoras las interpreto a mi manera. Como si un niño negara la existencia de los fantasmas que le acechan en la noche y los ahuyentara espetándoles a la cara: «Desapareced, marchaos de aquí, no creo en vosotros». Es una posibilidad. Tal vez así se esfumen. No en vano viven de nosotros. Algunos incluso se alimentan de su odio y su rencor: «Don’t feed the troll» sería el resumen en nuestros días. Hablo con Iván Ferreiro y él es más vehemente: «Acabemos con esa gente que no respeta la música ni a los que la crean». A las barricadas siempre, Iván. Miren Tulsa, angustiada porque las injusticias son de por vida, se levanta y sentencia: «No pasarán». ¿Qué me diría Antonio Luque? ¿«Si no puedes con ellos únete a ellos», tal vez? Richi Vicente, afincado en Florida, filosofa con certeros textos de rapero de vuelta de todo y nos invita a expresar lo que sentimos que es verdad y nos representa con flow. Alberto de Viva Suecia, cheque en mano, compra su libertad. Rodrigo de Triángulo se desgañita con rabia porque le han robado su tiempo y su dinero, y mi querido Deu Txakartegi, exhausto, se queda tendido on the floor porque le han arrancado su gran corazón con forma de sueño.
En casa de mis padres me encuentro con algunas cajas llenas de polvo y viejos papeles enmohecidos que revelan el paso del tiempo. Hay textos de mi puño y letra, viejas canciones, al- gunas de las cuales se han convertido en clásicos de La Habitación Roja. Correos electrónicos impresos que nos enviábamos Pau y yo desde cuentas de correo ajenas porque por aquel entonces nosotros ni siquiera teníamos. Soy consciente del paso de los años, y de la ilusión y el empeño dedicados a construir un futuro ligado a la música y la composición de canciones. Me asombra el entusiasmo que destilan ciertos escritos, el tesón que subyace en cada hoja de papel manuscrito. Inocencia, juventud y ríos de tinta, ahora desvaída, que trataban de aglutinar la pasión desenfrenada del amor y las ganas de crear una realidad paralela brillante, llena de utopías.
Toda esa energía, suficiente para dar varias vueltas al mundo con una guitarra colgada al cuello, será fagocitada por gente que no tiene el menor de los escrúpulos. Y no, no pretendo generalizar, pero ay de ti si el destino te junta con la persona equivocada y no te das cuenta, hasta que los años te sepultan, de que has entregado lo mejor de tu vida y tu talento al peor postor. Obviamente, el público y la gente que te siente, te quiere y te respeta estará de tu parte. Has intentado ser siempre justo y honesto, y otros se lo están llevando crudo por los siglos de los siglos.
Te abres en canal, vas a tumba abierta, te juegas la vida en la carretera y alguien, desde su cómoda silla ergonómica de despacho con pretensiones ejecutivas, te hace saber que tu entrega nunca es suficiente, mientras agita ante ti con su amenazante palo aleccionador una zanahoria a la que jamás podrás hincarle el diente. Me asombra lo confiados e infantiles que podemos llegar a ser los músicos. Nos dibujan un castillo en el aire y se nos antoja plausible y lo creemos a nuestro alcance solo a base de talento y tesón. Luego la realidad nos muestra que no hay piedad para los inconscientes, ni abogados que uno se pueda costear para deshacer lo firmado entre risas en un camerino rebosante de sudor, cervezas y gin-tonics y el furor de un concierto que ha terminado felizmente. De estos finales felices, estos principios desdichados. De repente, una mano que consideras amiga desliza ante tus narices un contrato que tú crees inofensivo e inerte y estampas tu firma sin leer no ya la letra pequeña, ni siquiera la grande, porque la persona que maneja tus designios te dice que te ha conseguido, o «concedido», según los casos, lo mejor a lo que podrías aspirar. Y ahí dejas tu garabato, y con él legas los mejores años de tu vida y tus sentimientos más íntimos a alguien que más tarde descubres que carecía de escrúpulos. Entonas el mea culpa de tu irresponsabilidad de dimensiones inimaginables cuando ya es tarde y, horrorizado, te das cuenta de que como cantaban The Smiths en «Paint a Vulgar Picture»: «… you could have said no / If you’d wanted to. / You could have walked away… / Couldn’t you?».*
¿Cómo es posible que ese error se repita una y otra vez a lo largo de la historia? Que en la necesidad se conoce la amistad es algo tan viejo como la humanidad, y no siempre esa mano amiga que se presenta cuando escasea la abundancia es tal cosa. Los grupos de música son conjuntos imperfectos y desestructura- dos de los que pueden surgir el caos más maravilloso y la magia más cautivadora, pero casi nunca he visto, por no decir nunca, que posean la virtud de la eficiencia y la buena administración. Varias veces firmamos contratos a lo largo de nuestra carrera y nunca nos asesoramos más allá del endeble consejo de mantequilla de personas que, o no tenían ni pajolera idea de lo que nos jugábamos, o simplemente eran arte y parte y tenían espurios y ocultos intereses en que nuestras firmas acabaran garabateadas en un papel. Su papel, claro está. Uno echa la vista atrás y siente hasta vergüenza por haber sido tan ingenuo, pero, por otra parte, esa ingenuidad es parte de la pureza con la que hemos afrontado cada uno de nuestros pasos. Gracias a esa ingenuidad estábamos dispuestos a embarcarnos en batallas contra gigantes que no eran sino molinos con cuyas ruedas jamás habríamos comulgado conscientemente. El desgaste y el esfuerzo titánico de recorrer todos los antros de esta España nuestra, y también de América, jamás despertará la menor de las empatías en ciertas personas. La inmaculada ilusión contra la codicia de los ladrones de guante blanco que se hacen pasar por tus aliados. Pero eso lo descubres demasiado tarde, cuando cae la noche y los focos no se encienden porque ni siquiera está ya permitido que lo hagan. No había plan más allá de registrar nuestras canciones y verlas plastificadas en discos de los de verdad, como los que nos comprábamos de chavales y a los que nos aferrábamos con lealtad y devoción. Una vez en nuestras manos, tan solo cerrando los ojos acariciábamos la idea de salir a ese lejano escenario mitificado, imaginando viajes eternos a través de carreteras infinitas, sonando en emisoras de alcance estatal donde las voces de los locutores se amplifican con las ondas hertzianas tanto como nuestras canciones podrían haberlo hecho, de darse el espejismo del éxito fugaz y pasajero. Al encuentro, como hemos ido siempre, de cuantos quisieran escucharnos cantar o tocar en vivo, hoy decenas, mañana centenas, pasado miles, hasta despertarnos sorprendidos y solitarios, abandonados en la estacada, presas de las gigantes arañas que, como a Robert Smith en «Lullaby», nos perseguirán hasta el fin de los tiempos. Miedos ancestrales de músico ambulante.
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Autor: Jorge Martí. Título: Canción de amor definitiva. Editorial: Plaza & Janés. Venta: Todostuslibros y Amazon
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