Este mundo sin esencia, mundo sin quietud, este mundo que sólo encuentra y mantiene su equilibrio en la rapidez, cada vez mayor, este mundo ha convertido su precipitación en actividad aparente del hombre para arrastrarlo hacia la nada”. (Hermann Broch, Huguenau o el realismo)
Querido Mateo,
En relación a este último aspecto, destacaría sobre todo el hecho de que llevas unas semanas asentando un carácter firme, muy decidido, en este momento de arranque de lo que se viene denominando “los terribles dos”. Mantienes una afición por los libros que espero puedas conservar durante mucho tiempo, hasta integrarla como un saludable hábito de vida. Tus favoritos siguen siendo los que emiten sonidos cuando pulsas un botón, o los que tienen solapas que se mueven y dejan al descubierto alguna sorpresa en la página, pero también pasas días enfrascado en otros cuya magia reside en la tradicional combinación de imágenes y unos textos a los que vas prestando cada vez mayor atención. Incluso para corregir a tu asistente lector cuando, por ligereza o despiste, cambia algunas palabras de uno de tus clásicos actuales, El gato con botas.
Como curiosidad reciente, durante uno de tus juegos con las dos máquinas de escribir antiguas que custodian los libros en las estanterías del salón, habiendo salido yo un instante de la habitación, te encontré al regreso sosteniendo Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, que te llama habitualmente la atención porque tiene una pequeña foto suya en el lomo, junto al título. Sería bonito, querido Mateo, que la lectura de esta carta, cuando suceda, te permita recordar ese día como la primera de muchas ocasiones en compañía de tan notable autor.
Quizá la parte más preocupante (lo sé, cariño, creo que no hay carta mía donde no encuentres esta palabra…) esté relacionada con el primer aspecto que mencionaba al inicio: el ritmo vertiginoso, que personalmente encuentro excesivo, y sin duda abrumador, de los actuales cambios tecnológicos y sociales, sin que tenga yo nada claro si unos pueden ser causa o consecuencia de los otros. Más allá de los ejemplos concretos (redes sociales y ese tipo de elementos) que te mencionaba en ocasiones previas, de las herramientas específicas que no dejan de ser un medio, está el fin último, o mejor dicho, la idea sobre la que parece asentarse todo esto: la actual etapa de transición entre el control que hasta ahora veníamos ejerciendo de forma más o menos directa sobre nuestras vidas, digamos en modo interno, hacia un control claramente externo, donde de hecho ya estamos dejando que sistemas informáticos vayan dirigiendo lo que decidimos y lo que finalmente hacemos.
No sé cuánto tiempo llevará la palabra “algoritmo” en el Diccionario, pero estoy convencido de que su definición actual como “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema” no tardará mucho en ser revisada. Piensa que, con las actuales herramientas de obtención de datos, tanto de nuestro perfil genético como ambientales, laborales y del resto de nuestro entorno, así como de lo que hacemos y decidimos cada día, ligadas a la capacidad de cálculo ya existente y siempre creciente que ahora sí permite extraer conocimiento tangible del análisis de dichos datos, muchos expertos indican que es apenas una cuestión de tiempo, y no demasiado, que sofisticados algoritmos o evoluciones de los mismos sustituyan a la “voluntad” de las personas a la hora de tomar decisiones. En la práctica, ya confiamos en la sabiduría del sistema de navegación del teléfono móvil o del coche para atravesar una gran ciudad, así como aceptamos las sugerencias de las plataformas televisivas que nos indican que determinada serie es un “96% para nosotros”. Y además lo vamos haciendo de forma natural, sin imposición alguna, hasta aliviados, contentos, por la ayuda recibida.
No será una revolución para ninguna persona joven. Tal vez para ti resulte lo más natural del mundo que las decisiones médicas, los procesos de selección de personal, las sentencias en un juzgado, o el hecho de que una empresa decida firmar o no un seguro de vida con alguien estén basados, y en última instancia condicionados, por el juicio inapelable que un algoritmo (cuyo aprendizaje nunca se detiene) emita en una fracción de segundo, empleando una constelación de datos tal que ningún conjunto de mentes, por más brillantes que fuesen, podrían procesar en toda una vida.
Como te puedes imaginar, me asusta un abismo de cambio de esta naturaleza y dimensión, aunque en rigor yo no puedo decirte si la nueva situación será mejor o peor que la actual. De hecho, si aplicamos el razonamiento anterior, ninguna mente humana podría hacerlo con suficientes garantías. Sólo quería dejarte constancia de que las cosas que tú vivirás como parte de tu día a día, para bien o para mal, están consolidándose hoy, con proyectos de investigación encaminados a analizar las mejores fórmulas para una correcta interacción entre las personas y las inteligencias artificiales, otros que intentan valorar en tiempo real enormes cantidades de datos personales de viajeros en aeropuertos o estaciones para permitir o no su entrada en un país, o los que aspiran a predecir el curso de determinada patología y a la personalización de su posible tratamiento en base al análisis de los datos del paciente. Y todo suena muy bien. Pero, ¿qué pasará cuando la computadora decida que, con tu edad, historial y datos genéticos, ya no merece la pena ofrecerte un tratamiento para determinada enfermedad?
Como casi siempre, querido Mateo, ofrezco más preguntas que respuestas. Para ayudarte a encontrar éstas, espero conservar para ti los libros entre los que ahora paseas y que comienzas a mirar con curiosidad.
¡Muchos besos!
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