Foto de portada: (C) Ivan Giménez – Seix Barral
Canciones, poemas, películas, cuadros… El amor ha sido el protagonista de innumerables obras culturales a lo largo de la historia. Es el sentimiento más universal que conocemos, al que apelamos para justificarnos y acudimos para reafirmarnos. Motor de muchos de nuestros actos y vehículo para alcanzar nuestros objetivos, los más nobles y también los más rastreros. Muchos murieron por no entender bien el concepto y otros mataron por él, convencidos de que era un atenuante a su maldad. Agustín Fernández Mallo —ganador del Premio Biblioteca Breve 2018 con Trilogía de la guerra— acaba de publicar una novela filosófica, El libro de todos los amores (2022), donde glosa los diferentes tipos de amor, y sus dinámicas, a través de un conjunto de microensayos —donde la pareja no es la única protagonista: el concepto del amor aparece como componente social, político y económico—; la narración sobre dos amantes —un profesor de latín y una escritora que aguardan al colapso de la civilización en Venecia, elegidos para ser parte del cambio al que se enfrenta la humanidad—; y un conjunto de breves diálogos aforísticos. La obra parte de la poesía para llevarnos al ensayo, transitamos entre las conversaciones de los amantes, y terminamos la última hoja convencidos de haber sido nosotros mismos parte de una novela de ¿amor?
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—La sinopsis de su libro nos traslada a Venecia, donde nos encontramos con dos amantes que ven cómo el mundo se encamina al colapso. Los lectores cuando empezamos su libro nos sentimos un poco como los protagonistas de la película El club de la lucha, contemplando desde un rascacielos cómo la humanidad cae ante nuestros ojos. ¿Somos ya parte de la distopía?
—No tenía en mente esa imagen de esa película, El club de la lucha, mientras escribía. Pero está bien que los libros susciten imágenes en cada cual en función de sus conexiones culturales. En principio el libro no es una distopía, no tiene mucho que ver con la idea apocalíptica, porque el apocalipsis es algo que no está en mi carácter. El apocalipsis es una ficción y al fin y al cabo una mentira. Toda sociedad ficciona su propio apocalipsis; es una forma de expresar miedo y de inducirlo en las personas. La posibilidad real de un fin del mundo no es algo que me interese. En la novela el mundo se acaba tal como lo conocemos, pero aparece otro, que es el que los protagonistas van a habitar porque han sido elegidos. Hay una parte esperanzadora en el relato. Elegí Venecia porque en esa ciudad se concentra gran parte de la cultura occidental. Es lugar que ha sido mezcla de todas las culturas, donde ha nacido el capitalismo —el primer cheque bancario se firmó en Venecia—, que tiene ese punto de haber sido el sitio donde se configuró el mundo moderno que tenemos hoy. Hay una imagen poética, alegórica, que recuerda a aquel libro de Italo Calvino, Las ciudades invisibles. Venecia es una ciudad construida al revés, inversa. No tiene unos cimientos de hormigón, sino unos vegetales, árboles clavados verticalmente, lo que constituye también una alegoría del amor: algo que nos parece muy sólido, pero que siempre se asienta en terreno fangoso, frágil.
—¿Podría esta historia haber funcionando en Las Vegas o Benidorm, otras dos ciudades que comparten ese sentimiento de irrealidad con la localidad italiana, y que también están tan vinculados al turismo y al capitalismo?
—Las Vegas es una imagen que está bien. Porque a su manera Venecia fue una especie de Las Vegas de su época. Tiene ese punto de pastiche. Cuando vas a Venecia te das cuenta de que tiene elementos arquitectónicos y culturales traídos de todas las partes del mundo. Insertados a veces un poco a la fuerza. Tiene un punto de ciudad imposible, de ciudad imaginaria; construida en un lugar imposible, una ciénaga. Las Vegas también lo es; fue levantada en el desierto. Ninguno de los dos sitios me parecen escenarios apocalípticos. Las Vegas es un lugar en el que yo he estado y que me gustó mucho.
—En su novela anterior, Trilogía de la guerra (2018), aparece otra isla, la de San Simón (Pontevedra), un escenario desasosegante, un sitio deshabitado que fue cárcel y lazareto, donde usted pasó unos días. ¿Cómo vivió la conexión entre los vivos y los muertos que hay en ese lugar?
—La viví de una forma muy intensa. Yo llegué a San Simón para un pequeño simposio, un congreso de personas aisladas, pero conectadas con el mundo a través de pantallas, de Twitter y Facebook. La idea era que hablásemos de las redes sociales estando aislados. Me pareció gracioso. Pero cuando llego allí y siento todos esos recuerdos, todo lo que allí había ocurrido, tengo una especie de visión, una pequeña epifanía, una revelación personal. Es algo que nos ocurre a todos: de repente tenemos una sensación y no sabemos muy bien de dónde viene. Todos estamos con los muertos. La red social más grande que existe no es la internauta; es la que nos une con los muertos. Y esta es una sensación que tuve allí en un congreso en el que hablábamos de redes digitales y en la que teníamos bajo nuestros pies toda una red de muertos. Entonces me di cuenta de que allí había algo que sobrepasaba a lo que estábamos hablando. Esa red entre los vivos y los muertos nos lleva al principio de la civilización. Allí empecé a escribir algo que no tenía ni idea de lo que sería: un relato de pocas páginas, un ensayo, o ni siquiera eso. Y al final acabó formando parte de la novela.
—Volvemos al Libro de todos los amores. Amor silencio, amor pantone, amor código, amor mandíbula, amor cristalizado… Todos esos y muchos más tipos de amor aparecen en su libro. Uno de mis preferidos es el amor negro: «Siempre es de noche. Si no, no necesitaríamos la luz (Thelonious Monk)». ¿Cuál es su «amor» favorito? ¿Se acuerda de todos?
—Es imposible que me acuerde de todos (risas). Ni siquiera puedo recordar a cuál corresponde a cada nombre. Dos cosas respecto a esto: lo que hay en el libro son microamores domésticos, en los que yo detecto que puedo derivar eso hacia el concepto de amor. Todos esos microensayos se puede decir que son microensayos líricos, porque hay un momento en el que, aunque haya un razonamiento exacto y muy lógico, dan un salto a lo metafórico. Es algo que yo quería buscar. Mi intención no era escribir un tratado antropológico sobre el amor, algo que me parece pretencioso e imposible. Quería ver cómo funcionaban esos saltos dentro de una novela, porque el libro es una novela. Es un juego de equilibrios. Una cuadratura del círculo, para la que necesitas tener la mente muy clara. Para mí hubiera sido más fácil hacer solo un ensayo, porque tengo esa habilidad para relacionar cosas. Al final todo se intercala dentro de una ficción y eso hace que tenga una complejidad.
Por otra parte, a mí hay uno de estos amores que me gusta mucho, que es el que habla de la ciudad pérdida, de la ciudad abandonada —amor información—. La idea de que toda pareja crea un territorio propio a través del habla, de los gestos, olores, sensaciones, que es algo que solo pueden percibir ellos, a mí esto ya me parece algo muy sobrecogedor: que haya en el mundo un objeto que solo pueda ser visto por dos personas. El resto de millones de habitantes del mundo no pueden verlo. Y eso tiene una segunda parte, porque en el caso de que la pareja se rompa, ¿adónde va esa ciudad común? Alguien puede pensar que se deshace, pero yo planteo que esa ciudad sigue existiendo, pero se queda deshabitada. Me parece una imagen tremendamente melancólica y evocadora. Una ciudad deshabitada con las calles vacías, que ni siguiera los amantes podrán volver a pisar. Es un lugar que queda solo, vagando, buscando unos nuevos habitantes que jamás encontrará. Y eso creo que es lo que pasa cuando una pareja se rompe. Ese mundo, autónomo, que solo ellos pueden entender, ya nadie lo volverá a pisar, y eso crea una ruina. Ese amor información es uno de mis favoritos.
—El amor extremal nos remite a dos grupos extremos de población: unos manejan 5.000 conceptos a diario y otros solo 450. El pegamento entre ambos polos es la palabra amor. Viendo el Telediario estos días parece que se nos ha secado el Superglue. ¿Puede ser el amor nuestra tabla de salvación?
—Seguro que lo es y que deberá serlo. Aunque depende también de a qué llamemos amor. Una de las cosas que plantea el libro es que se abarata tanto el término «amor» que deja de tener valor. Por amor al prójimo se han hecho barbaridades sociales. Y no solo en el ámbito social, también en el personal. Por amor hay gente que maltrata a la otra persona de la relación. ¿Nos puede salvar el amor? Depende: si entendemos la palabra «amor» como una negociación constante con lo que tenemos enfrente sí que puedo hacerlo. Si lo comprendemos como algo egoísta, más caprichoso, no lo hará.
—Muchas generaciones nos hemos educado en el amor romántico, algo que ahora parece que está cambiando. ¿Es tóxico el amor romántico? ¿Debe la literatura desnudar al amor de sus ropajes trágicos?
—No digo que el amor romántico sea tóxico, no tiene por qué serlo, pero llevado a sus últimas consecuencias sí, porque es trágico. Siempre es un amor imposible el que lleva a las personas a crearse una dependencia. Creo que todo amor tiene un componente de amor romántico aunque sea un amor de cualquier otra índole. Es un elemento que está en otros tipos de amor, como en un amor económico. Nadie se junta con alguien solo por un amor romántico, porque puede ocurrir que eso sea contraproducente. Cuando las personas dicen que se aman, en realidad aman un territorio que tiene la otra parte, que incluye la economía, los gustos, amistades… Tú no solo te enamoras de alguien románticamente, o platónicamente, te enamoras también del territorio que tiene esa persona. El amor romántico es un componente más de una ecuación compleja que tiene que ver con la sociedad y con los territorios de cada persona. A veces no nos damos cuenta de que el amor tiene una dimensión social.
—¿Hay que confiar en alguien que dice que lo hace todo por amor, o debemos salir corriendo ante esa declaración?
—Yo personalmente salgo corriendo (risas). Primero porque es mentira. Eso solo puede ocurrir con una persona con unos valores muy simples. La realidad es mucho más compleja que el amor. Tiendo a desconfiar de alguien que dice que todo lo hace por amor, porque eso no es verdad, no porque sea una mala persona sino porque es imposible. Hay muchos otros motivos para hacer las cosas.
—Pink Floyd, además de grandes canciones, nos dejaron icónicas portadas de discos. La del Wish You Were Here representa, según David Gilmour —vocalista y guitarrista del grupo—, el temor a ser heridos en una relación que comienza, el terror a mostrar nuestros sentimientos. ¿Por qué tenemos miedo al compromiso en nuestra sociedad actual?
—La sociedad se ha vuelto más compleja, y eso la hace más inestable. Hay más detalles que te pueden perjudicar. Cuando las sociedades eran más monolíticas vivían peor, porque no había detalles, no había matices, todo era más patriarcal y más jerárquico. Ahora vivimos mejor que hace cien años porque somos más complejos. Eso también crea vulnerabilidades. Un cuerpo humano es más vulnerable que el de un saltamontes porque es más complejo. Cuando más compleja es una sociedad es más fácil sentirnos agredidos y que no queramos comprometernos. Es una dinámica natural. Por otra parte, sí que veo que la gente está comprometida con cien mil causas, en ámbitos sociales, incluso más, por ejemplo, que cuando yo era adolescente.
—Seguimos con la música. ¿Qué opina del concepto del amor que transmiten cantantes de reguetón como J. Balvín con versos como «yo soy una perra en calor, estoy buscando un perro pa’ quedarnos pegao»?
—No puedo hablar de esa música como para juzgarla porque no conozco esa música. Por esa frase que me has leído me parece que es un rol de dominación clásico, pero tampoco lo he estudiado a fondo.
—Muchas fotos de Instagram recuerdan a aquellos marcos de fotos, con jóvenes rubios de piel lechosa haciéndose arrumacos, que nuestras madres compraban en los años 80. ¿Es el amor impostado una tercera vía en nuestros tiempos?
—Más que nada es una expresión de lo que llamo en el libro emocapitalismo, el capitalismo articulado a través de las emociones, el momento en el que el capitalismo se da cuenta de que para vender, y para obtener réditos, no tiene que obligarnos a hacer nada, solo tiene que mostrar emociones que puedan ser vendibles a través de estas plataformas. La gestión del amor que se hace en esas redes digitales es la del marketing de las empresas trasladada al terreno personal. En este sentido no es tanto obtener dinero como conseguir likes y prestigio social. Se trata de obtener, como decía Pierre Bourdieu, un capital simbólico: una idea de persona perfecta, de pareja perfecta. Es algo que no es irreal, porque sí que podemos verla, pero es solo una parte de esa persona, falta la otra parte más doméstica que se esconde. Siempre intentamos mostrar esa parte de la realidad, que es más bonita y que supuestamente es más vendible.
—En su obra hay novela, ensayo, filosofía y poesía. ¿En que género se siente usted más cómodo a la hora de escribir?
—En la poesía. Creo que de hecho todo lo que hago es poesía. Creo que todas mis novelas son poemas que disfrazo de novelas. Incluso los ensayos creo que no son más que poemas con una máscara de ensayo. Porque todo lo que hago parte de la metáfora y de las imágenes que van concatenando mundos sin un plan previo. Yo voy articulando algo a medida que se va apareciendo y voy conectando ideas que son metafóricas al principio, y a veces hasta al final. Por ese motivo la poesía es el género en el que me siento más cómodo, precisamente porque me sirve para activar otro tipo de narraciones como el ensayo y la novela.
—En sus composiciones musicales usaba la técnica del collage, que también ha utilizado en otras obras literarias. Hizo un homenaje remake a uno de los grandes libros de la literatura. Y ha elaborado una teoría general de la basura en la que afirma «que elaboramos artes y ciencias a través de los residuos que nos dejaron otros sin querer». Con estos antecedentes, ¿qué opina de la tecnología NFT —una firma que convierte cualquier tipo de pieza digital: vídeo, foto, mensajes, archivos de audio, etc., en un activo no fungible—? ¿Se ve publicando sus próximas obras en ese formato?
—No. No lo he pensado. Hasta donde yo alcanzo, los NFT ahora solo se utilizan para las artes plásticas, no para la literatura, aunque a lo mejor eso ya existe con los libros digitales. Sí que es cierto que en realidad esto yo ya lo he hecho. En El hacedor de Borges remake ya había hecho una versión en la cual había vídeos con música mía, enlaces a páginas web que yo había creado ad hoc y hasta perfiles de Facebook. Es lo que en Teoría general de la basura llamo la exonovela, material que está fuera de la novela pero que es fundamental para comprenderla. Hay un paralelismo entre exoesqueleto y exonovela. Esto me convirtió en algo más que escritor, en compositor de una sinfonía que incluía palabra, vídeo, música… Era otro tipo de artefacto. Yo creo que estamos en la prehistoria de ese tipo de creación literaria.
—La música está muy presente en el primer volumen de Nocilla. Junto con Joan Feliu (Vacabou) usted formó un grupo de música. ¿Qué planes tiene Frida Laponia? ¿Disco? ¿Gira?
—Nada. Gira nunca hicimos. Frida Laponia fue una experiencia fantástica que hicimos entre 2012 y 2013. Fue un trabajo experimental, muy creativo, que está en una web donde cualquiera puede escuchar esa música. Hace dos años, hice junto con la comisaria de arte Pilar Rubí otro proyecto sonoro llamado Revinientes, que tiene también su web y está en Soundtrack, sin ninguna intención de representación en directo. Solo composición en un laboratorio. Esos son ahora mis proyectos musicales. Pero en realidad la música es algo solo periférico, un hobby. Como cuando estuve escalando en Noruega y luego lo filmamos.
—Terminamos. ¿En qué nuevo material literario está trabajando?
—No lo sé. Esa es una pregunta que siempre hacéis los periodistas (risas) y que yo nunca sé cómo contestar. Yo siempre estoy con muchas cosas al mismo tiempo, tengo muchas líneas, lo cual me da mucha libertad. Ahora mismo estoy con un ensayo sobre un concepto que está en el libro, el amor estadístico. Y también estoy con dos novelas, pero nunca sé cuándo las voy a acabar. Es como cuando escribes un poema: no te puedes programar cuándo vas a terminarlo. Yo no sé si a la tarde voy a escribir o voy a estar viendo un pájaro que acaba de pasar. Lo importante no es sentarse a trabajar, lo importante es estar escribiendo las 24 horas del día con la cabeza. Siempre estoy receptivo a lo que pueda ocurrir, conectando mundos. Saber escribir, como saber crear, consiste en saber relacionar. El resto es técnica que te enseña a hacerlo más o menos bonito. Y eso vale tanto para la ciencia como para la literatura. Puntos, conceptos, ideas, objetos, que estaban separados y que de repente tienen un nexo común entre ellos por la creación. Y eso es lo que hace toda la literatura que en realidad interesa.
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