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Volver a Molière

Este 2022 se celebran los 400 años del nacimiento del insigne dramaturgo francés Jean-Baptiste Poquelin, más conocido como Molière, probablemente el mayor cómico occidental

La cartelera española celebra el nacimiento de nuestro hermano francés haciendo convivir por los teatros de la geografía, entre otros, el circense y divertidísimo Anfitrión que dirige Juan Carlos Rubio con un Tartufo brillantemente encarnado por Pepe Viyuela (Ernesto Caballero dir.), con El avaro en clave musical de la compañía Atalaya o las barrocas y disparatadas propuestas de la compañía que más textos del francés ha representado en España: Morboria (El avaro, El enfermo imaginario, Eva del Palacio dir.), en donde tengo la suerte de intervenir como actor. A esta celebración escénica se une otro hito literario: en 2018 la editorial Gallimard daba a luz, en francés, una nueva biografía sobre el gran cómico firmada por el catedrático de literatura francesa de La Sorbonne Georges Forestier (el célebre editor, junto a Claude Burqui, de las Obras completas de Molière, Gallimard, 2010) que se proponía redactar un relato biográfico verosímil, a sabiendas de las grandes lagunas documentales que rondan la peripecia vital del autor. Ahora, gracias a la traducción de Mauro Armiño y a la excelsa colección de biografías de la editorial Cátedra —cuyo último número dedicado al poeta Rubén Darío (biografía de Julio Vélez y Rocío Oviedo) es un tesoro de bibliotecas—, las páginas de Forestier llegan en español a nuestras manos bajo el título de Molière: El nacimiento de un autor, maravillosa celebración del natalicio del dramaturgo francés.

"Aunque su padre se obstinó en llevarle por el camino de la tapicería, Molière tenía objetivos muy distintos"

Georges Forestier realiza un viaje cronológico desde el nacimiento y los inicios de Molière como adaptador teatral hasta más allá de su muerte y la creación del mito universal, con particular atención no tanto a la peripecia vital —que también— sino a los asuntos puramente escénicos que configuraron su vida: “He querido sorprender al escritor en el momento de crear y me he esforzado por contemplarlo trabajando, a fin de llegar mejor al hombre bajo las ropas del artista”, señala el biógrafo. Así, mediante un discurso único y evitando los compartimentos estancos que separan vida y obra, el investigador va repasando los argumentos textuales paralelamente a las condiciones teatrales de cada representación y el camino personal, en una biografía con mucho de novelesco que hará las delicias de los admiradores del dramaturgo francés.

Pepe Viyuela es Tartufo, (dir. Ernersto Caballero)

Aunque su padre se obstinó en llevarle por el camino de la tapicería, Molière tenía objetivos muy distintos. Bien es cierto que ese interés de la familia por la decoración y el buen gusto permitirían al dramaturgo un conocimiento amplio de los intereses de la alta sociedad parisina que años después se convertiría en su público objetivo. Nuestro autor estudiaría con los jesuitas del colegio Clermont filosofía, latín, oratoria, retórica y otras disciplinas humanísticas que le servirían de base sólida para su posterior dramaturgia. Ya en Orleans, donde pretendía continuar —por iniciativa del padre— sus estudios de Derecho, decidió cambiar el rumbo de su vida. En aquel siglo, decantarse por las artes constituía uno de los motivos de desheredamiento según la legislación del derecho canónico, por lo que la decisión del joven Poquelin en orientarse hacia lo artístico encerraba consecuencias más allá del simple camino vital.

"Las deudas empezaron a ser mayores que las butacas ocupadas y las rejas de la cárcel asomaron por impago"

Enamorado —humana y artísticamente— de la actriz Madeleine Béjart, funda en 1643 una compañía de cómicos y se dispone a llenar las calles de París con carteles que anuncien su programación. El moderado precio de las entradas —siendo el teatro actividad inasequible para el pueblo llano— y la ausencia de competencia (pues los vecinos de la compañía del teatro Marais se recomponían de un incendio) hizo que Molière y su gente empezaran con buen pie su andadura teatrera. Sin embargo, las deudas empezaron a ser mayores que las butacas ocupadas y las rejas de la cárcel asomaron por impago; así, se optó por la itinerancia a fin de evitar el pago de locales. La biografía de Forestier incide en esta etapa ambulante, la que constituye el voluntario “exilio” parisino, no como un período crítico de fango y pulgas, sacudiéndose el polvo de los caminos, sino como doce años de éxito al abrigo de importantes mecenas. Considerada como la mejor troupe de campo, Molière y sus compañeros estuvieron nada menos que bajo el amparo del duque d’Eperenon y del Príncipe de Conti (hasta que el acercamiento del príncipe hacia los sectores más rígidos de la Iglesia le invitaran a alejarse de la más peligrosa de las artes: el teatro).

Daniel Muriel y Toni Acosta, en Anfitrión. Jero Morales, Festival de Mérida

Es muy posible que nuestro autor comenzase remozando algunos temas olvidados por el público y devolviéndolos a la cartelera como títulos nuevos (las entradas a obras nunca representadas costaban el doble en muchos teatros), de los cuales no tenemos noticia. De lo que sí tenemos información es de su interés primigenio por el género de la farsa —pequeñas obras cómicas de un acto— y de su gusto en orígenes por la comedia italiana frente a la clásica capa y espada española, algo que revelaba el carácter de Molière y sus intereses no solo como dramaturgo sino fundamentalmente como actor, pues era otra manera de entender la interpretación: la mirada de Dios que caía, pesada como el plomo, sobre la comedia hispánica tenía en el humor italianizante un contrapunto estético y ciertamente más pagano, azaroso y escéptico, que Molière siente suyos y que mostrará en su primera gran comedia, El atolondrado, donde el héroe es sometido al ridículo desde una perspectiva profundamente irónica. La comedia se representará con éxito a finales de 1658, año decisivo para la troupe, pues supondrá su regreso a París y su asentamiento en el edificio real del Petit-Bourbon.

"Tanto se codeaba Molière con Luis XIV que su hijo, que debía llamarse Jean siguiendo la línea de la familia, tomando como padrino a su majestad, tomaría el nombre de Louis"

En 1662 se casa con Armande Béjart, 20 años más joven que él, hija de Madeleine Béjart, la mencionada actriz con la que comenzara su andadura teatrera y un prolongado idilio amoroso, por todos conocido. Por supuesto, la maledicencia destiló sus venenos, acusándolo de incestuoso y cornudo. Pero Molière solía recibir críticas a diestro y siniestro, no solo por su postura vital sino por su obra creadora: de él se decía que se trataba de un demonio descreído que solo sabía calcar personajes y situaciones de otros y carente de total originalidad. Sin embargo, lo cierto es que Molière supo llevar lejos la potencialidad cómica de la comedia de salón, impulsó la comedia ballet, tuvo a Terencio y Plauto en bambalinas conviviendo con la tradición del teatro europeo y reinventó el sentido de la comicidad, exagerando, paródicamente los convencionalismos de lo galante (Las preciosas ridículas), evitando las máscaras y aprovechando la expresividad del rostro en reformulaciones de tipos a la francesa (como su famoso Sganarelle), al tiempo que consolidaba la idea de que la mejor forma de atacar al poder es exponer sus vicios a la sonrisa del pueblo, ya que los despiadados pueden afrontar el ataque directo pero no ser objeto de lo risible: se puede ser malvado y no aguantar el ridículo (por algo Hitler prohibió los clubes de comedia).

Señala el maestro Ignacio Amestoy —hombre de Teatro, con mayúsculas, que tanto ha trabajado y trabaja los asuntos borbónicos— que, pese a que los Borbones no han gustado nunca de bufones, el rey Luis XIV, que es emblema de la dinastía, tuvo en el cómico Molière a su más grande bufón. Apenas siete años después de su vuelta a París, en 1665, la compañía del comediógrafo pasa a ser la Troupe del Rey, con pensión anual a la compañía. Tanto se codeaba Molière con Luis XIV que su hijo, que debía llamarse Jean siguiendo la línea de la familia, tomando como padrino a su majestad, tomaría el nombre de Louis para orgullo de sus padres. Así, durante años, la compañía tuvo en la corte del rey Sol un apoyo imprescindible, con el monarca a la cabeza alabando sus virtudes, organizando auténticos “Festivales Molière” con programación continua, o encargándole la dirección artística de los fastos que rondaron la inauguración de Versalles en 1664, donde habría de verse, con sus complicaciones, el Tartufo o La princesa de Élide, refrito de El desdén con el desdén, de nuestro Agustín Moreto, donde Molière trasladó la intriga desde la Cataluña medieval hasta la Grecia antigua.

"Mientras el Tartufo se aprobaba y censuraba sin orden ni concierto, el dramaturgo nos regalaba El avaro, con Plauto de fondo y un regusto italiano"

Pero, como decíamos, no todo fueron alegrías. Aunque el Tartufo plació al rey, cayó por la censura, plegándose a las voluntades religiosas (“un demonio vestido de carne y trajeado de hombre, y el más señalado impío y descreído que nunca hubo en los siglos pasados”, decía de Molière el fanático párroco Pierre Roullé) y esperar cinco años para quedar libre de marras (aunque fuese “castigado”). El asunto del Tartufo terminó por generarle, por otro lado, muchas alegrías, especialmente económicas. Partían estas de los derechos de la publicación principalmente y de la taquilla, un total de unas veinte mil libras que Forestier estima en unos 220.000 euros actuales. Además, mientras el Tartufo se aprobaba y censuraba sin orden ni concierto, el dramaturgo nos regalaba El avaro, con Plauto de fondo y un regusto italiano que se encuentra en las alturas del canon de la literatura universal.

A las pérdidas vitales de miembros de la compañía, familiares e hijos, Molière sufriría otras tantas decepciones: a la censura a la segunda función de su Don Juan, que imposibilitaría su representación y su publicación hasta la muerte del autor, se añaden sus infructuosos acercamientos al mundo de la tragedia o, al menos, a la llamada “comedia heroica” en la que Corneille despuntaba (con la excepción de su Psique y Cupido —donde el propio Corneille, con el que ya gozaba de buena relación, tuvo un papel importante como versificador—), así como su creciente desapego a su condición de autor, pues solía desconfiar de los libreros (le robaron los derechos de sus nueve primeras comedias, que durante años trató de recuperar), sumado todo ello a traiciones de colegas de profesión y una necesidad constante de impresionar a una corte exigente.

Pero nuestro autor fue durante años un empresario de éxito, llegando a cobrar algunos días hasta 320 libras (unos 3.500 euros, al cambio) por su trabajo teatral, publicó en 1663 el primer tomo de sus obras completas, y recibió en vida los laureles de la gloria y numerosas distinciones; cuando en 1663 se crea Academia de Inscripciones y Medallas con el objetivo de hacer llegar al rey Luis XIV varias elegías provenientes de las mejores plumas del país, la comisión incluye a Molière por su grácil imitación del mundo en forma de caracteres cómicos. El comediógrafo tomará como marco para el caso un modelo de versificación extraña, en versos irregulares, con rimas disparatadas y longitud de verso variable. El suceso es interesante, pues marcará sin duda la elección de los tipos de versos en las comedias siguientes. Además, como anécdota, esta sucesión de loas al monarca servirá de entrada en el universo literario a uno de los grandes autores universales: Jean Racine.

"Un catarro mal curado, una bronquitis o una neumonía fueron la causa de una grave hemorragia en aquella cuarta representación del Enfermo imaginario"

Como actor, valoro enormemente esta biografía del catedrático de la Sorbona, porque sobre ella sobrevuela un conocimiento profundísimo sobre el comportamiento del autor, de manera que se cuestionan las decisiones de Molière respecto de la adecuación de su dramaturgia o repertorio según las distintas opciones que pudiera o no tener en determinado momento vital; esto permite no solo una postura empática como lector sino un entendimiento profundo del camino del comediante. No asistimos a un paso a paso necesario y consecutivo, de manera que no pudiera ocurrir otra cosa que la que ocurrió, sino que entendemos, comprendemos, admiramos desde dentro, cada movimiento vital y artístico del comediógrafo.

Forestier descree de esa continua y excesiva interpretación de las obras del dramaturgo con trasunto real, negando que se encuentre, por ejemplo, un Molière celoso en extremo bajo el protagonista de El misántropo. De igual modo, desmiente la idea de un autor ensimismado y enfermizo, que algunas biografías desafortunadas se han esforzado en mantener. Sí que le habían aquejado algunas dolencias que obligaron a suspender algunas representaciones, pero en verdad estuvo enfermo con mucha menos frecuencia que sus coetáneos. Un catarro mal curado, una bronquitis o una neumonía fueron la causa de una grave hemorragia en aquella cuarta representación del Enfermo imaginario. La sangre se extendió hacia los pulmones causándole la muerte el 17 de febrero de 1673.

No hay, por tanto, indicios que nos lleven a pensar en la redacción de un Enfermo imaginario como justificación de su enfermedad real, pero la leyenda de un Molière medio muerto en escena es, cuando menos, conmovedora. El discurso edulcorado ya empezó a nacer en su siglo, sobre todo en aquella Vida del señor de Molière (1705), en donde Grimarest emociona con el relato de un héroe trágico que levanta, contra todo y pese a todo, el telón de su última gran comedia, a sabiendas de su débil estado de salud. Los periódicos del momento desmienten esta fábula; la Gazette dAmsterdam publica una necrológica donde se lee: “Ha muerto de una forma tan súbita que casi no ha tenido tiempo de estar enfermo”.

"400 años después seguimos volviendo al patrón de esa comedia francesa, un autor al margen de la norma, transformador de los juguetes cómicos"

Sin embargo, la leyenda continuaba, acrecentada por los sucesos posteriores. A la mañana siguiente a la muerte, un estricto párroco jansenista negó sepultura al cómico —nada disparatado, puesto que nunca los muros de su parroquia escucharon confesión de Molière ni este había abjurado de su impúdica condición de comediante—. Finalmente, confirmando que el dramaturgo había solicitado un sacerdote al pie de su cama antes de partir, se permitió su entierro en el cementerio de la parroquia de Saint-Eustache, sin pompa ni boato. Esto no impidió que casi mil personas acompañaran el féretro del difunto, cubierto con las honras de la congregación de tapiceros. Y aunque la muerte del comediante parecía ser la antesala de la disolución de su troupe, el rey ordenó que los integrantes de la compañía molieresca se hermanasen con la del Hôtel Bourgogne, creando la Troupe Royale: acababa de nacer la Comédie-Française, con Molière de padrino desde las alturas.

400 años después seguimos volviendo al patrón de esa comedia francesa, un autor al margen de la norma, transformador de los juguetes cómicos, cuya obstinada defensa del poder persuasivo de la palabra le llevó a seducir a las altas esferas cortesanas, al rey Luis XIV y al pueblo parisino, corrigiendo el comportamiento humano desde la diversión y apelando a la ironía y la inteligencia del espectador. Pintor de realidades, supo satirizar sobre la miseria humana creando caracteres ridículos pero verosímiles, imaginarios pero naturales. Volvemos a Molière, que sentimos como nuestro Molière porque atraviesa, con gracia y soltura, los eternos universales humanos.

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Autor: Georges Forestier. Título: Molière. Editorial: Cátedra. Venta: Todostuslibros.

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