La última vez que hice esto tenía una pistola apuntándome a la cabeza. La pistola era yo. La cabeza estaba en otro sitio. A la cabeza. Como si ir ganando entrañase alguna ventaja. Como si lo que te sale de adentro pudiese ser traído al mundo libre de vísceras; mi alma limpia, respirando y sin dolor.
Escribo otra vez. No existe última.
Ahora, vuelvo a estar rodeada de mar y más allá de mí no hay nadie. Pienso en un barco, en el vacío, en un barco vacío, en esa historia a medias que no llegaba, pero que me llevaba, que me cogía de la mano y entonces la mano mojaba el teclado y luego el teclado se disolvía como un puñado de sal al abrirla. Ahora la historia mece y tiene horizonte. El final del cuerpo es el fin de la contención.
Salgo y nado. Toda o nada: yo me expandí en once universos con el espacio contenido y el aliento a mi favor.
La resolución de dejar atrás el diez se cubrió de flores. Flores abriéndose. Flores que salen tras el proceso. Flores que nacen, que crecen y que, al igual que un nuevo estilo artístico recuerda al amor, florecen. Flores cubiertas de flores. De flores de almendro. Palabras en flor.
Hay una noche exhausta acaparándolo todo. A la noche le sobran horas y le falta alimento. Prendo el fuego. Hoy he vuelto a soñar con mi abuela. Voy a darle de comer: a la noche, a la casa. A la casa de mi abuela. Escribo mucho sobre las casas. Quizás tan solo necesite ponerme a salvo, o quizás aún espere que, bajo las ruinas, la tierra y la semilla y el silencio y la paciencia y la vida sigan. Puedo encerrarme pero puedo invitarte. Del puchero sale humo. Un olor a megatrón y guisito se queda bailando hasta el amanecer para no tener que regresar a tiempo. A lo lejos, el sol resucita de entre las olas para confirmar que todavía nos quedan cielos. El cielo.
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