El capitán ya no es lo que era. Las parálisis que ha sufrido en los últimos años han acabado por amuermar sus músculos y encoger su cuerpo de tal forma que le hace sentirse pequeño. El vigor con el que escribía, con el que despejaba su mente y disipaba las preguntas que le inquietaban, hace tiempo que lo perdió y aun así guarda fuerzas. Sobre todo por las noches. Cuando le hace frente a los temblores, sus peores tormentas. Y en medio de la oscuridad, combate con su mejor arma: la palabra. Murmura una especie de ruego que entona sólo para sus sirenas, pidiéndoles que no le abandonen, no todavía, no hasta que escriba su último poema.
Hoy, que se cumplen 130 años de su fallecimiento, consuela saber que Walt Whitman alzó el vuelo sin sufrimiento. A él, que fue vetado por los más puritanos de su tiempo, esclavistas y enemigos de la libertad que prohibieron sus legendarias Hojas de hierba porque las consideraban imprudentes, groseras y hasta inmorales, nadie logró intimidarle. Menos aún desalentarle, pues pocos como Whitman, a pesar de la censura, han sido capaces de mantenerse en sus trece remando a contracorriente, rompiendo cercas y ampliando las fronteras. Cabezota como era, tampoco dudó en hacer varias versiones de Hojas de hierba, porque cuando las leía sentía que le faltaba algo y, por ende, las siguió ampliando. Y esto lo explica él mismo en los prefacios que escribió en las ediciones de 1855, 1872 y en la de 1888, cuyo título reza Mirada retrospectiva a los caminos recorridos, en los que puede leerse a un Whitman desencantado, experimentado y sabio; con una mirada acorde a la del hombre que ha consumido tres cuartos de su vida. En los que además hace autocrítica reconociendo sus errores, así como las fantasías que imaginó cuando proyectó un mundo alumbrado por la gran Estatua americana bautizada con el nombre de Libertad. Y admite su tristeza al comprobar que sólo el ser humano puede llegar a perder el juicio —y la razón que le otorga superioridad moral— cuando se convierte en un completo animal. Caído el velo, descubre la trampa. Y en consecuencia, Whitman contempla el mundo bajo el prisma terrenal donde a pesar de la crudeza, halla resquicios de igualdad entre hombres y mujeres; resquicios de belleza, de verdad y, por encima de todo, de amor y de libertad. Y es que si muchos le conocen por sus poemas, estos prólogos son como ensayos breves que sirven para conocer a Walt Whitman en su totalidad: humano y divino; poeta transcendental, filósofo de la realidad.
Si Whitman despertase hoy, si volviese a la vida, lo primero que haría sería preguntar si el Nuevo Mundo se ha instaurado ya. Si los hombres y las mujeres de su nación democrática, los Estados Unidos de América, son el ejemplo de los hombres y mujeres «bien desarrollados, inconquistables y sencillos». Y a lo mejor hasta querría saber si ha habido más guerras, como la Civil de la que fue testigo. Pero preguntando, y preguntándose, no tardaría en darse de bruces con un mundo al que unos pocos le han dado la vuelta sin preguntar a los demás. Donde el lema “saldremos más fuertes y mejores” hace tiempo que quedó atrás, olvidado y peor aún, vilipendiado. Y entonces alzaría los brazos y mirando a las estrellas en busca del capitán Lincoln, exclamaría: «¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!», ¿hacia dónde van los hijos de Adán y Eva? E iría en busca de los poetas, de los artistas; de todos y cada uno de los hombres y mujeres nobles, valientes, combatientes, vencedores y vencidos. Quienes aúnan lo viejo y lo nuevo. Que no derriban las bases que otros fundaron por y para ellos, sino que con su cemento siguen y siguen construyendo, guardando respeto a quienes les precedieron. Y lo hacen sin miedo, alzando la voz, orgullosos de su herencia y su nación. Y a ellos les cantaría: «¡Avanzad, avanzad!».
¡Avanzad, malditos quinquerremes!