Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, 1986) es una enciclopedia literaria con piernas, barba y gafas que escribe unos libros maravillosos. Algunas lenguas —y su LinkedIn— sostienen que es ingeniero informático, aunque su duende se manifiesta en sus artículos —que si en Zenda, que si en The Objective, que si en El Español, etcétera— y en sus novelas, donde siempre hay un anclaje manifiesto, y diría que urgente, con la realidad. La última, Yo no maté a Federico (Espasa, 2020), orbita en torno a la “sangre en la frente” y al “plomo en las entrañas” (Antonio Machado) del poeta granadino vilmente asesinado en aquella sangrienta ceremonia de la sinrazón que fue la Guerra Civil, pero también es una excusa para hablar de su genio y de su humanidad, para abordar los dilemas universales que obsesionan al hombre desde Homero, si no desde Atapuerca, y para reivindicar la paz, el perdón y la palabra. Conversamos en un hotel de la Gran Vía que, oh, milagro, no es el de las Letras. Fuera, los coches están como bañados por Risketos, por eso de la calima.
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—Señor Mayoral, ¿por qué escribe?
—Quizá sea un tópico, pero escribo por huir de alguna manera. Percibo que la literatura se toca en algún punto con la vida real. De hecho, siempre lo hago: en mis novelas, en mis artículos, en todas partes…
—Hay un anclaje con la realidad.
—Sí. Escribir y leer son dos verbos análogos. Creo que el lector asiduo, no un lector que, el día que sale el libro de Belén Esteban, lo coge y lo lee, no, sino el lector que tiene el callo ese, el músculo entrenado de leer, de alguna manera, ya es escritor. Aunque no lo plasme en el papel: hay mecanismos que te surgen en la mente y que te convierten, más que en escritor, en alguien que construye una narrativa. Y yo lo hago porque, de alguna manera, me salva de la vida real. La literatura es mucho mejor que la vida, eso está claro.
—En la novela, escribe que cada día que Germán, el protagonista, pasaba con Lorca, “tenía algo de rito iniciático”: “Conocerlo ya no sólo había despertado en él la pasión por la música, sino también las ganas de extender su conocimiento, de aprender, de avanzar”. ¿Le ocurrió a usted algo similar con el autor granadino?
—Sí, claramente. Estoy recordando una escena que en el manuscrito era más larga. Lorca va con Germán a la Alhambra y, en la escena inicial, yo hablaba mucho de cómo autores extranjeros y patrios hablaban de la Alhambra, cómo la interpretaban y tal. Yo pensé: “La Alhambra es un prodigio, la ves y sufres el stendhalazo de primeras”. Pero cuando lo pasas por la Turmix del arte, la Alhambra mejora, se multiplica por mil. Los grandes, como lo es Lorca, te dan eso. Hacen que vayas a una Alhambra o que vayas a Nueva York, o que leas un soneto, o que leas un romance, no sé, lo más popular que se te ocurra, y percibas algo distinto. Y eso lo tiene Lorca.
—¿Quién es José Anchorena y qué papel juega en la elaboración de este libro?
—Es un seudónimo. Es un amigo mío editor, famoso…
—¿No quiere desvelar su identidad?
—No. Porque no quiere él, por desgracia. Y me dijo: “El abuelo de mi mujer es uno de los asesinos de Federico García Lorca”. Me dijo “asesinos”. Luego no lo es, realmente. El imaginario español, tan tendente a etiquetar, ya lo llama “asesino”. Pasa con todos los que están involucrados en el caso de Lorca. Y me dijo: “Quiero que mi familia cuente esta historia a alguien que no vaya a escribirla de manera sectaria”. En ese sentido, yo no me ciño demasiado a un determinado dogma político. Me presentó a su familia, a la familia Nestares, que son gente apasionante. Y me empezaron a contar historias. Hay una que me fascinó: la familia García Lorca estaba dividida en dos bandos: un bando más liberal, en el sentido decimonónico, más progre, y otro más conservador. Entre los liberales están el padre y la hermana Concha, que falleció en un accidente de tráfico muy joven; la madre era conservadora. Y los Nestares me contaban que los García, cuando iban a ver la procesión, ponían los embutidos en una mesa, con el cuchillo y tal, para que la gente cortara y comiera lo que quisiera. Eso me llamaba mucho la atención: uno pensaba en el refinamiento y demás, y es: “Toma, corta tú mismo el salchichón”. Me pareció fascinante.
—Hábleme del capitán Nestares. Es, quizá, el personaje que más evoluciona en toda la novela.
—El capitán Nestares me parece un personaje que rompe, de una manera muy clara, la tendencia a etiquetar que tiene España. Unamuno tiene un término que me encanta: “los bullangueros de la Historia”. Es decir, la Historia tiene grandes bullangueros: Franco, Lorca, republicanos, nacionales… Cosas que tú escuchas y marcan la clave. Lorca: una víctima trágica. Franco: un hijo de puta. Los nacionales: malos. Los republicanos: buenos. Pero luego, detrás de esa bullanga, Unamuno habla de la intrahistoria, o sea, de lo que hace la gente que se levanta cada día, sufre, suda y trabaja. Ahí ya las cosas cambian, ahí no es tan fácil etiquetar. Y el caso de Nestares es muy claro: Nestares conspira contra la II República, lo cual, de primeras, le convierte en un malo de la Historia. Claro, luego empiezas a investigar y te das cuenta de que este tío pensaba que los militares iban a entrar, en plan Primo de Rivera, donde fuera, en Madrid y en cuatro sitios, pondrían su directorio, mandarían un tiempo y no sé qué, pero cuando eso ya empieza a enquistarse en toda España, empieza a complicarse y provoca una guerra repugnante que dura tres años, ahí las etiquetas sirven muy poco. Nestares intentó refugiar en su colonia, dentro de su escaso poder de decisión, a personas que eran socialistas. Gente que merecía la pena. El caso de Yoldi es muy claro. Era catedrático de Química. Hostia, ¿qué mal había en ello? Y Nestares lo intenta proteger. El caso más paradigmático es el de los Rosales: conspiradores evidentes contra la República, pero intentaron ocultar a García Lorca. O sea: cuando las cosas se miran con lupa, no es tan fácil etiquetar. ¿Son todos los falangistas malos? No. ¿Son todos los republicanos buenos? No.
—¿Es Germán una excusa para canalizar, en un personaje, el espíritu del duende de Lorca? Carajo, qué rimbombante me ha quedado la pregunta…
—…pero es acertada. Sí. Germán es un personaje que, de manera arquetípica, intenta reflejar eso. Con ese personaje intenté dos cosas: la primera, dejar claro que el arte y la cultura están por encima de la política. Contrapongo dos mundos: el de la República, que es la verdadera edad de oro de la cultura española, con Valle-Inclán, Unamuno, el 27, etcétera, y, por otro lado, esa posguerra gris en la que llueve todo el rato y no hay nada. En ese contraste, el talento sobrevive. La prueba es que los prohibidos en esa época, como Machado y Lorca, hoy están más vivos que nunca. Germán me permitía hacer referencia a eso. Por otro lado, creo que es el reflejo o el trasunto de la musicalidad de Lorca. La poesía es música. Los juglares cantaban el Mío Cid. La poesía es pura música. Y Lorca tenía una capacidad sorprendente para elegir cuál era el tono exacto para que el romance, el soneto o la canción fueran, exactamente, lo que la voz exige que sea un poema. Eso, ahora, en poesía, no pasa casi nunca. Lo haces tú y pocos más.
—¿Qué ha aprendido escribiendo Yo no maté a Federico?
—Que los genios son libres. ¿Lorca era un ser apolítico? Evidentemente, no. Pero las grandes mentes de la cultura universal nunca adscriben su pensamiento a un dogma concreto, a un partido concreto. Incluso los que han estado afiliados, como Alberti o Picasso, o Rosales o Leopoldo Panero, son tíos que están inmiscuidos ahí por circunstancias, pero su pensamiento no va por ahí. La prueba es que Alberti votó en el 78 en contra de lo que venía promulgando por todas partes. Picasso era de todo menos comunista. Son libres. El caso más evidente es el de Unamuno. U Ortega. Estos tíos van a estar siempre perseguidos. Porque nunca van a regir su pensamiento por lo que diga un dogma o un credo. Y Lorca estaba siempre con los de abajo, eso es evidente, pero no era un tipo que fuese cercano a la Falange o al Frente Popular. El mundo está hecho de escepticismo. El ser humano es escéptico. Si no dudas, no avanzas.
—¿Cree, como dice su Lorca, que hay que adaptar “el discurso de valores que nos ha tocado asumir por edad” a los “dilemas universales”?
—Sí. Él lo hace, y muy bien, además. Ojo: no hay que caer en maniqueísmos.
—Cuando leí esa parte de su novela, me acordé de esas adaptaciones modernas excesivamente revisadas; de esas, por ejemplo, representaciones de Antígona que tienen más que ver con tuits de Irene Montero que con la tragedia de Sófocles.
—La mayoría de los mitos están ya formulados, si no todos, y sólo queda adaptarlos. El problema es cuando despojas al mito de su esencia. Es decir, Teseo es Teseo, Don Juan es Don Juan y El Quijote es El Quijote. Si quieres hacer un Quijote mujer, es perfectamente loable, pero no le despojes de los rasgos que conforman el mito. Al Don Juan lo puedes adaptar de mil maneras, pero un Don Juan nunca podrá no ser mujeriego. Pierdes al mito cuando le despojas de sus rasgos, y eso se hace mucho ahora. Mira, el otro día lo pensé: estuve analizando, para un tema académico, Circe y los cerdos, de Carlota O’Neill. Hace una adaptación moderna cojonuda. Dices: “Joder, este es el feminismo en el que yo creo”. Yo no digo que cien mujeres cantando, vestidas de morado, no estén haciendo feminismo, pero me parece que una obra como esta hace mucho más por el feminismo, colocándolo en una casilla intelectual más avanzada, que cualquier batucada. Esto vale para todo, no sólo para el feminismo, que es el conflicto moral de nuestra generación, sin ninguna duda.
—¿Qué “dilemas universales” aparecen en su obra?
—El amor y la muerte. Eros y Tánatos. En Lorca están por todas partes. Esto me lo dijo Luis Alberto de Cuenca, y es verdad: Lorca convierte dilemas personales en grandes temas universales. Se ve en todo Lorca: su incapacidad para amar, en el sentido canónico del término; ese drama homosexual, el tema de no poder tener hijos, no poder casarse. Yo he intentado reflejar ese drama en la novela, tanto en Federico como en Germán y Rafael. Creo que el amor y la muerte tienen que estar en todas las novelas. Si una novela no tiene estos elementos, creo que estaría incompleta.
—¿Y cómo refulge el presente en su novela?
—Con un afán conciliador. El otro día, cuando la editorial me envió el libro a casa, lo releí y me di cuenta de que, en último término, hay un afán constante por reconciliar. Creo que esa es la clave de la más alta ocasión que han visto los siglos en España, y es la Transición. Hablábamos de Alberti: Alberti hace un ejercicio de responsabilidad salvaje en el año 78. También los fachas, ojo. Para un facha, hubiera sido muy fácil imponer, y no lo hizo. Para Carrillo y Alberti, hubiera sido muy fácil reprochar muchas cosas, y no lo hicieron. Es el gran trabajo moral de la España moderna. Y digo más: conseguiría muchos más lectores diciendo “Federico bueno, Nestares malo”, creando buenos y malos de una manera más clara. Evidentemente, Federico es una víctima de la sinrazón, pero luego, en el otro lado, hay buenos, malos… Lo vemos ahora con Zelenski: es un tipo que ha hecho mil cosas malas, seguro que ha defraudado a Hacienda… pero la Historia le asigna un papel concreto, en un momento determinado, y se convierte en un héroe. Mañana dejará de serlo, no te quepa duda. Diremos: “Este Zelenski, menudo hijo de puta…”. (Piensa) Creo que Lorca hubiera perseguido la concordia entre los que le mataron y los que se oponían a su muerte. Lo creo de verdad.
—En un momento de la novela, Lorca lamenta ante Miguel Cerón que “la sociedad se ha fragmentado”. Su amigo discrepa: “Pues yo prefiero esto que la unanimidad. Si hay unanimidad, sospecha”. Usted, como ciudadano, ¿con cuál de estas posturas comulga?
—Yo me quedo en la discrepancia, evidentemente. Creo que toda sociedad sana debe discrepar. Como dice Cerón, si no hay discrepancia, sospecha. Lo que ocurre es que hay que discrepar sanamente. Vuelvo a hacer un canto a la Transición. Llevamos viviendo cuarenta años de sana discrepancia. No sé si durará mucho tiempo más, creo que no.
—¿Usted ha escrito lo que ha querido, o se ha sentido cohibido por el ecosistema?
—En la novela está muy claramente lo que yo pienso. Intento ser conciliador en todo lo que tiene que ver con la Guerra Civil. Por ejemplo, Ian Gibson, que es una persona a la que adoro, el mejor biógrafo de Lorca y un tipo extraordinario, cree que mientras haya 100.000 muertos en las cunetas no se puede cerrar la herida. Eso, para mí no es que no exista, porque existe, pero está tan lejos como, no sé, los muertos por el carlismo. Ha pasado. Seguramente tenga que ver con algo coyuntural. Mi familia es de Segovia, y ahí el alzamiento fue rápido. A lo mejor, si mi abuelo hubiera estado en una cuneta, hablaría de otra manera, pero, coyunturalmente, me enseñaron que esto se acabó. Entonces, me da igual que a Franco lo saquen de Cuelgamuros. Honestamente, me importa una mierda. Lo que sí me importa es que se acaben las fobias guerracivilistas que fomentan determinados partidos.
—Me viene a la cabeza aquella entrevista que hice a Andrea Levy, en la que me dijo que La casa de Bernarda Alba la hizo “reivindicativa y revolucionaria”, y la que se armó.
—Lo que dijo Andrea Levy en tu entrevista es lo que debe decir toda la derecha. Es más: la derecha, con Lorca, incluso ha sido más honesta que la izquierda. La derecha desterró a Lorca durante cincuenta años. Hasta el año ochenta y tantos, Lorca no existía para la derecha. Dentro de que es una aberración, me parece más honesto que el tipo de izquierdas que va y dice: “Lorca es mío”. ¿Cómo que es tuyo? Es Lorca. ¿De qué te apropias? No puede ser. Esto lo hablé con nuestro amigo Jorge Freire hace unos meses: hay una generación de gente que creció en democracia, sin ese guerracivilismo constante en la piel, que va a reivindicar a Lorca siendo de derechas o va a reivindicar a Rosales siendo de izquierdas. Todo lo que sea ir por ahí creo que redunda en la buena salud de España. Me temo que está pasando lo contrario, que estamos en el “Miguel Hernández es sólo mío porque soy de izquierdas” y “Falla es sólo mío porque soy de derechas”. Los identitarismos llevan a la muerte de la cultura, en primer lugar, y después, de la sociedad.
—También es muy interesante el diálogo que, en el Teatro Lara, en marzo del 36, mantienen Pepe Caballero y Lorca. El primero se acuerda de Gil Robles, “compuesto y sin gobierno. Y ya, hasta sin votantes”. Pregunta el poeta si el voto cedista se ha ido a la Falange. Responde el pintor: “Eso mismo digo. Su retórica es mucho más moderna”. Para acabar: ¿está pasando ahora algo similar con diferentes actores?
—Sí. En ambas vertientes. También en la izquierda: Unidas Podemos está de capa caída, pero a costa de que el PSOE se haya podemizado. En la derecha va a pasar igual: el PP se voxezizará, o como se diga. Se avanza hacia los extremos porque la gente pide extremos. Creo que acabaremos en un bipartidismo extremista, y no soy ningún oráculo.
«Y que sea el silencio peor que la muerte
Peor que la tumba del poema
Donde yace un hombre.»
Leopoldo María Panero, a quien conocí vagamente.
«La gente pide extremos»… ¡Y se queda tan pancho! Vaya análisis concienzudo… La culpa es de ‘la gente’, claro. Los políticos, los ‘creadores’, los ‘intelestuales’, los que se alguna forma dirigen e influyen son inocentes e inmaculados. Te lo digo para que lo entiendas: Si trabajaras en una gasolinera por 700 euros o tuvieras que pagar la letra de un camión con el que das de comer a unas cuantas boca sin la ayuda ni ayudas de nadie (ni p. falta que hace) te aseguro que te cabrearías cuando ves a un sardanápalo pidiendo «más dinero público» en los Goya o a un juntapalabras diciendo que «la gente pide extremos». ¿Vivís en una burbuja? ¿Estáis ciegos? Pues sí, chico, extremista, machista, homófobo, facha, fascista, persa, servil, gachupín, nazi, prorruso, fundamebtalista, talibán, franquista, reaccionario, casposo, checheno, carca, ultraconservador, ultraderechista, ultra-a-secas, cavernícola, ayatolá, carpetovetónico, genocida, torturador de animales, atrasado, misógino, ginéfilo, terrorista, antisemita, islamófobo, huno, analfabeto, paleto, cateto, ignorante, negacionista, inquisitorial… Si se me olvida alguno, añádelo. Lo que tú quieras, y a mucha honra.