Hablemos primero de una muerte, la real, la que sucedió en Madrid en 1992. Francis Bacon sabía que estaba enfermo pero decidió viajar igualmente para ver a su último amor. Apenas llegó a la ciudad tuvo que ser trasladado a un hospital en el que permaneció en cuidados intensivos hasta su muerte seis días más tarde. La única visita que recibió fue la de la monja encargada de su cuidado, y sus restos, una vez incinerado, se depositaron en un cementerio municipal. Sin ceremonias. Sin discursos. Sin fotos.
El Bacon de Porter, tal vez no muy diferente del real, o quizás sí, se fija en el porte de la enfermera, la columna, sus dedos o el corte de la boca. En sus dientes, a mí como lectora me han hecho estremecer sus dientes. Y el mérito del autor es lograr describirla en base a la obra del célebre pintor. Recomiendo, por ejemplo, leer esta pequeña obrita con una foto de un cuadro de Bacon al lado. Reconoceremos entonces en la prosa la pincelada, en la línea del cuello veremos un brazo o una pierna y en el sobrenombre veremos las líneas de la cara. Quizás incluso un filete. Bacon también recuerda esas frases que lanza la crítica y que se quedan clavadas en el alma del artista, por mucho que este diga que no le importan. Porque el artista lo es hasta el final, y quizás por eso este mónologo no es una confesión sacerdotal —Bacon era ateo—, y tampoco una metafísica del alma que se siente casi en tránsito. Es en realidad un estudio de pintura, un atelier investigado hasta en sus últimos rincones, convirtiendo el monólogo en una suerte de invocación al arte para que esas pinceladas que tanto llamaron la atención, hablen.
Es una obra pensada para quienes conocen al pintor pero, sobre todo, para aquellos que saben lo que solía suceder cuando uno iba a una exposición de su obra. Los cuadros, esos que deformaba y rasgaba a pinceladas áridas, acababan expuestos bajo un cristal que provocaba que el observador, al acercarse para detenerse en el cambio entre una y otra de sus representaciones de la misma obra (una de las manías de Bacon era la repetición), acabara por verse reflejado justo antes de mirar a un lado para ver el título del cuadro que, muy probablemente, sería Autorretrato. Si la ficción tiene algo maravilloso es que permite a Porter ser Bacon y realizar su último autorretrato, ahora con palabras. Su buen hacer además permite que el lector identifique la voz caótica del artista en la obra del escritor.
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Autor: Max Porter. Traductor: Milo Krmpotić. Título: La muerte de Francis Bacon. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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