Las mujeres de mi época fumaban como se hacía antes: en exceso, sin moderación ni preocupación alguna por el sinfín de daños que el tabaco puede acarrear. Y Kathleen Turner, uno de los grandes mitos eróticos de mi juventud, fue la última en hacerlo en la gran pantalla con aquella arrebatadora seducción que esas mujeres pretéritas sabían desplegar. Fue en su papel de Matty Walker, la esposa que tenía un plan para ser viuda y estaba buscando a un hombre “no demasiado listo” para llevarlo a cabo en Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981).
Remontando mis recuerdos hasta los años 60, los de mi infancia en el amado siglo XX, aún conservo en mi memoria asientos de los días en que, en los ambientes más “retrógrados” —que les calificaban quienes se jactaban de su incipiente “liberación”— estaba mal visto que las señoras fumaran. Recuerdo que las amigas de mi madre, incluso las extranjeras —aquella era la España en que ser foráneo llevaba implícita la mítica liberación—, nunca lo hacían por la calle. “Podrían tomarme el número equivocado”, me respondió una cuando le pregunté al respecto.
Tiempo después, siendo yo mismo fumador, comprendí a qué se refería aquella señora: en la calle sólo fumaban las meretrices y las damiselas. Los cigarrillos fueron un instrumento para la seducción de primerísimo orden. Tanto que ver a una mujer fumando, parada en una esquina, bien podía indicar lo mismo que el farolillo rojo que iluminaba la puerta de algunos clubes.
Totalmente ajena a la prosopopeya de los placeres mercenarios, pedirles “fuego” o un “pitillo” era una forma de abordar por la calle a las chicas de mi adolescencia, quienes, por venir de los prejuicios que veníamos, ya tenían en el tabaco un símbolo de rebeldía y liberación. Nunca me cansaré de repetir que fui uno de aquellos niños que soñaban con ser hombres para llevar pantalones largos, tener novia y poder fumar. De modo que empecé a hacerlo cuando apenas era un adolescente. Aún recuerdo aquellos cigarrillos, echados a escondidas en el patio del colegio, compartidos fraternalmente con las compañeras de clase, a medias las caladas. Y en aquellas bocanadas atisbé por primera vez una dicha a la que volvería sin dudar, pese a lo pernicioso que el tabaco pueda ser.
Ya metido en los placeres de la noche madrileña, descubrí cuánto de cierto hay en Fumando espero, el célebre tango de Juan Viladomat Masanas y Félix Garzo, fechado en 1922. Sí señor, el tabaco guardaba toda una simbología sexual desde que se encendía el pitillo y la llama del mechero iluminaba el rostro de aquella que te empezaba a magnetizar. O esa visión posterior de la misma mujer, surgiendo entre las sombras y el humo de su cigarrillo. Hasta la colilla, aplastada contra el cenicero, con el papel del filtro manchado de carmín, formaba parte del juego. Y no digamos su olor, aquel que se apreciaba en el abrazo más estrecho, perdido ya el pudor, en el que se confundían el de ella misma —perfumada o no— y el de su tabaco.
En la versión más popular de Fumando espero, la de Sara Montiel, hay una estrofa alusiva a esos pitillos que se echaban tras los deseos satisfechos, que la actriz no solía cantar. La pantalla del destape recurría a ese tabaco para dar a entender, sin haberlo mostrado, lo que acababa de pasar entre la pareja retratada en la secuencia. Más aún, estudiando la hermenéutica de Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961) se podría hablar largo y tendido sobre la sofisticación de la boquilla de Holly Golightly (Audrey Hepburn).
Pero si antes de que todos dejásemos el tabaco hubo una pantalla que mitificó a las fumadoras, no hay duda de que ésa fue la del cine negro. Pocas agradecieron el “fuego” como Lauren Bacall en su creación de la Vivian Rutledge de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946). Barbara Stanwyck como la Phyllis Dietrichson de Perdición (Billy Wilder, 1944) le fue a la zaga, al igual que Gene Tierney incorporando a la Laura del filme homónimo, dirigido por Otto Preminger en 1944, o Ava Gardner en su papel de Kitty Collins de Forajidos (Robert Siodmak, 1946).
Casi cuarenta años después de todas ellas, Kathleen Turner también exhaló su propio humo en esa misma dirección en su primera película, Fuego en el cuerpo, que ha quedado como uno de los grandes hitos del neo-noir, el listón más alto del género desde Chinatown (Roman Polanski, 1974). Grande porque comulga con el noir clásico. Su asunto —una mujer fatal que busca a un pringado para enamorarle y que asesine a su marido— viene a ser una nueva vuelta al argumento de Perdición.
Pero Fuego en el cuerpo también es sobresaliente por su adecuación de toda esa sensualidad de las fumadoras del cine negro clásico al fiel retrato de la sexualidad de su época: los primeros 80. Con el SIDA aún por llegar, aquellos fueron los años más promiscuos de la centuria pasada en las sociedades occidentales. Por no hablar de los distintos desnudos de la joven Kathleen Turner que jalonan el metraje, algo impensable cuando las musas del noir de antaño fumaban para la fascinación del personal.
Tras el estreno de Fuego en el cuerpo, uno de los elogios más frecuentes que dedicó la crítica a su protagonista fue el de la gravedad de su voz, casi aguardentosa, que recordaba, sin imitarla, a la de Lauren Bacall en su juventud. Heredera de toda esa sensualidad del tabaco en la pantalla, su debut convirtió a la recién llegada en la última gran fumadora del neo-noir estadounidense. Matty era “esa clase de mujer que hacía lo que tenía que hacer. Fuera lo que fuera”, observa Ned Racine (William Hurt), su víctima, en esa voz en off suya que conduce la narración. Puesta a ello, Kathleen Turner se convirtió en todo un mito erótico de los años 80. Los días antitabaco aún quedaban lejanos. De hecho, en Fuego en el cuerpo sólo hay un apunte a ellos: el sarcasmo acerca del humo de Peter Lowenstein (Ted Turner), el ayudante del fiscal del distrito, cuando todos empiezan a fumar puestos a hablar del problema del testamento de Edmund Walker (Richard Crenna).
En gran medida, se fumó como se fumaba antes a imitación de la gran pantalla. Y también dejamos de hacerlo cuando en el cine se proscribió el tabaco. Para entonces, la estrella de Kathleen ya se había extinguido. Apenas diez años después de su ascendencia llegó la caída. Una artritis reumatoidea, y la medicación prescrita para su tratamiento, la hicieron engordar hasta la obesidad. Ni que decir tiene que todas las fisonomías son igual de dignas y respetables. Eso sí, para ser una mujer fatal del neo-noir, un mito sexual de los 80 y la musa de los yuppies, como solía definirse a Kathleen, hay que conservar la línea. Cuando le resultó imposible ponerse el vestido blanco con el que seduce a Ned al abandonar el concierto de jazz en Hollywood —el de Florida, que no el de Los Ángeles—, nuestra actriz se prodigó en comedias de las que será mejor no hablar. Y también en el teatro, por supuesto, donde —dicen— no importa el atractivo de las actrices, sino su buen hacer.
Nacida en Missouri en 1954, la infancia de la futura mujer fatal efímera fue todo lo cosmopolita que mandó la actividad profesional de su padre, un diplomático del servicio consular estadounidense. Licenciada en Arte Dramático en la universidad del estado que la vio nacer, Kathleen debutó en los escenarios de Broadway y en la televisión a finales de los años 70. Pero como tantas actrices aún diletantes, compaginó aquellas primeras interpretaciones con su trabajo como camarera en un bar de copas. No cabe duda: Kathleen Turner sabía lo que hacía cuando fumaba en la barra del bar de Pinewoods.
En realidad esas comedias irrelevantes, sobre las que es mejor no hablar, también se remontan a los comienzos de su filmografía. A Fuego en el cuerpo la siguió la primera: Un genio con dos cerebros (Carl Reiner, 1983). Particularmente, me merece un recuerdo mucho peor Tras el corazón verde (1983), un remedo, del siempre discutible Robert Zemeckis, de las aventuras del bueno de Indiana Jones. Todo un éxito, sin embargo, en esa cartelera que demuestra su adocenamiento en su afán de imitación, que convierte sus escasos éxitos en sagas, al igual que en los remakes, que intentan recuperar tiempos en que los guionistas eran más imaginativos. En el rodaje de Tras el corazón verde, la actriz coincidió por primera vez con el que habría de ser una de sus parejas más frecuentes en los repartos: Michael Douglas.
Incidió en su mito erótico en La pasión de China Blue (1984), un delirio de Ken Russell en el que incorporaba a una prostituta masoquista. En cualquier caso, un personaje mucho más interesante que la Joan Wilder de Tras el corazón verde y su correspondiente secuela, o al menos debió de serlo para esos yuppies que tenían en Kathleen Turner un mito erótico.
Tan dotada para la comedia como para levantar el ánimo de las audiencias masculinas, la comedianta y la mujer fatal se mezclaron en El honor de los Prizzi (1985), una comedia negra que ha quedado como el último gran éxito de crítica y público de John Huston. A Irene Walker, la mujer interpretada por Kathleen en esta ocasión, no le hace falta recurrir a nadie para que cometa sus crímenes. Ella misma es una asesina profesional.
Y también cumple dar noticia de dos creaciones para los Coppola. La primera de ellas, Peggy Sue se casó (1986), es una comedia fantástica de Francis Ford. Desde luego, no está a la altura de la canción del gran Buddy Holly de la que toma su título. Pero tampoco es una de esas comedias irrelevantes que, desde sus albores, tras el deslumbrante debut en Fuego en el cuerpo, constituyen el grueso de la filmografía de Kathleen. Su asunto gira en torno a una mujer, ya hastiada de su matrimonio, a la que se le brinda la oportunidad de volver a los días en los que se casó y decide hacerlo todo igual. Se trata de un título que podía haber sido mágico, como Horizontes perdidos (1937), Qué bello es vivir (1946) y ciertas cintas de Frank Capra. Pero resultó ser el filme que marca el declive de la filmografía de Coppola.
Mucho mejor recuerdo merece Las vírgenes suicidas (1999), primera realización de Sofia Coppola. El personaje de Kathleen en aquella ocasión, la madre hinchada, desvencijada y amargada de esas hermanas que se suicidan una tras otra, parecía escrito directamente para ella.
En el fin de siglo, de aquel mito erótico de los 80 que fuera Kathleen Turner no quedaba ni el recuerdo. Si hubiera perdido la línea unos años después, ya en los días de la “belleza real” y la inclusión de las mujeres esbeltas en los innumerables cánones del fascismo, su mito erótico no hubiera sido tan efímero. Muy por el contrario, la hubiesen convertido en todo un ejemplo de esa belleza real. Engordó como engordan quienes dejan de fumar.
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