Foto de portada: Fundación March.
Todavía con la faja: es la única que se mantiene en esta biblioteca. Todavía intonso, como un secreto a voces al que asomarse gracias a un baile ágil de las yemas, quebrando la cabeza para intuir el verso. Así este Lugar Común. Tú dices: «al escribir me ayudo de mis dedos / del papel virgen que va desabrochándose a bocanadas». Yo leo gracias a otros dedos, los míos, que vulneran el norte de las páginas y alumbran la edición de este poemario, Premio Adonáis en 1970. Treinta y dos años antes de mis manos.
En casa, tras unas semanas, Lugar Común es ahora espacio propio. Y de él surgen preguntas. Impactan en el huidizo rostro de la autora: ¿«Poema es más que confesar»? ¿Volarás, volarás, volarás más? ¿«La soledad está en todas partes»? ¿Qué sabes de la lentitud? La poesía de Pureza Canelo (Moraleja, Cáceres, 1947) camina entre la realidad y el sueño; los versos de esta autora funcionan como una reflexión a media luz que dirige la mirada al mundo. Y construyen el habitáculo natural en el que la escritora se define, toma forma y presencia. Para ser, según el jurado de Adonáis, en «una voz realmente nueva». Así, Pureza Canelo se convierte en una autora cuyos libros, 52 años después, siguen brillando en los estantes.
Escribe José Teruel en el prólogo de la antología Habitable (Renacimiento, 2019): «Para Pureza Canelo la poesía es su único interlocutor válido y la creación el único argumento […] la combinación de experiencia y experimentación será el eje hermenéutico que unifique medio siglo de poesía». Versos que se arremolinan en el suelo para crear el sendero de una voz autoral única:
PALABRAS, oficio que no lo es.
Hojas que caen al suelo
y no me da tiempo a detenerlas.
Figuraciones mías, y amor, otra vez,
al compás, verso grande,
para la vida. El mío te quiere.Anillo puesto en mi dedo
en un año cualquiera; sin nombre,
sin novio, sin recorte de lágrima;
vence, me vence el rostro,
la inquietud de mi ceguera es así,
y el monedero en el bolso, mi verso.
Amor en mi casa lo hay,
lo suplo con hablar, con anotar las deudas oscuras
en una noche; sola, solísima, yo me acompaño.Y miro hacia atrás. Y miro.
Qué olvido tan grande tengo a todas horas
que no me hace morir ni de repente;
grande hasta mi cuello el tiempo
y mi cintura pequeña.Pido una separación definitiva
con el mundo;
para más vida,
para tronchar la higuera
que ya no se contempla sólo; se mira,
se ríe, tiene dos frutos salientes, mujer, yo,
amor, flojo o fuerte en la nuca del corazón.He avanzado por la tierra,
ya puedo ver el mar, toda la ternura de dos;
ya tengo el verso,
ya puedo morirme.
Ahora mismo, como un compás
que algo me valdrá en su cero.
Una prisión: el mundo
Allí queda el Lugar común, lenguaje sólido como el humo blanco de la hoguera, un libro que refulge, que palpita. Pero hay más: Celda verde, Tendido verso, Habitable, No escribir… Todos sus libros coinciden en algo: buscan el hecho poético sobre todas las cosas, además de dibujar la mitología del espacio íntimo de sus primeros años. Y esto responde a un interés de la autora por cómo el lenguaje, los códigos poéticos, pueden integrar el mundo desde prismas originales e inéditos. Porque si algo se empeña en confirmar una y otra vez la crítica es que la de Canelo es una propuesta tan rigurosa y seria como singular.
¿De dónde surge esta voz? De quien mira la realidad con unos ojos pardos y lo filtra en el espíritu indomable de quien nunca se conforma. Así la retrata Clara Janés: «Esquiva, pero segura en un punto donde logra el total equilibrio […] existe en ella una conciencia de su ser de poeta vinculado incluso con la niñez. […] Poesía intuida que con los años se ha convertido en una realidad que preside el desenlace vital de la creadora».
Ese destino de poeta que reflexiona el verso le lleva a plasmar poéticas cada vez más complejas, a luchar contra el lenguaje con las mismas armas y en franca desventaja —«Nosotros, los jóvenes de balbuciente poesía que empezamos en el año 70, ¿conocemos las nubes de Moguer?», o «Ay del hacedor lírico que vuelva su vista sólo al dolor de la escritura y olvide que otros ojos le taladran muy cerca de infectado celo o de la ignorancia de estar vivos y no juntos en el mar!»—.
Y ahí donde el verso que mira a lo exterior para reflexionar sobre su propia existencia se convierte en una cárcel dolorosa. El ejercicio artístico, el hecho creativo, como piedra de Sísifo: «Pureza Canelo se había embarcado en una labor de tal exigencia que podía llegar a hacerse asfixiante, a devorar la vida de la persona, alejándola de sus congéneres, renunciando incluso a la sensualidad y a los sentidos, obsesionada por “la carne blanca” de la página en espera de la inscripción sobre la que se vertiera su vida la poeta, que se vería obligada a distanciarse, llegando a prohibirse la escritura», escribe Mario Martín Gijón en la revista Alborayque.
Un poema sin nombre, el 28 de Tendido verso, puede servir para ilustrarlo. Observa, lector, cómo la estructura desaparece porque las normas de la poesía resultan insuficientes para pensarse a sí misma. Comprueba, lector, el modo en que Pureza Canelo absorbe su existencia y la transforma para reflexionar sobre lo creado:
Tú, amor humano, dolor humano, deseo aún más humano, trampa profunda a un rostro profundo, pasión a las estrellas ausentes que son todas, es mi amor a este libro imperfecto. Pero ahora vamos a pensar juntos: si de lo impuro ha nacido algún instante de nobleza poética, ¿qué habría sucedido cuando el cansancio de un mismo cielo no existiera ordenándose doblemente imperfecto, impuro, a lo que aspiro trazada la vida y la palabra? Tal suerte hubiera sellado una boca para siempre fuera de lugar, fuera del mundo, lo irreconocible, desolación, no información humana. No placer.
La habitación del pintor
Pero el origen poético de Pureza Canelo, el lenguaje que despliega en sus primeros versos, no alberga lugar para la metapoesía: es el territorio de su infancia el que origina los poemas de los primeros libros. La Moraleja natal de la autora está en los poemarios con los que se abrió paso en el mundo de la literatura. Los cuadernos como lugar para la experimentación en búsqueda de esa voz que dice la poesía. Y todo ello construido desde los propios muros de su casa.
En concreto, desde un cuarto del hogar familiar: la habitación del pintor. Volvemos al retrato que de la autora hace Clara Janés. Está la poeta de regreso a casa. Pasará allí los meses de verano. Entonces, las horas parecen burbujas de aire en las que observarse. Pureza las toma entre sus manos, las recoge en un pliegue del jersey y las sube a la habitación más alta de la casa. Allí, su hermano, Luis Canelo, ha instalado su estudio de pintura. Allí mueren los días, sementera de un futuro pródigo que todavía no se intuye del todo. Dice Janés: «Allí se habla de la existencia, del génesis universal, del panta rei heraclitiano y de pintura, sobre todo de pintura».
En ese magma, el arrebato creador de ambos hermanos desemboca, en el caso de Pureza, en dos poemarios: Celda verde y Lugar común. Allí se forja el mito, en estos poemas de iniciación: deja que la voz manantial que parte de su vientre lo inunde todo.
Vuelvo a creer en el verbo,
en las primeras cosas aprendidas solos.
Vuelvo a crecer sobre la silla de mimbre
que me aguanta, resignada y moldeable
a mi camino.
Quiero decir, que vuelvo a decir vuelvo,
minutos después, son años ya,
de haber confesado lo contrario.Estoy pensando en nuestras charlas,
cierro mi mesa,
te llevo la contraria con poco aburrimiento,
mientras cargo mi pluma disimulando.
Sueno mi nariz,
la nariz que es molesta cuando las gafas
me van hundiendo los ojos
a través de los años.Lo abro todo.
Todo lo cierro.
Del cielo no me cae ni la ceniza adivinada,
los proyectos,
ni el testimonio de que han pasado ya
muchos veranos idénticos, río, gazpacho de mamá,
ni siquiera los billetes de Metro
aguardan su destino en el suelo,
se pierden antes.Pero a pesar de esto,
vuelvo a creer en el camino,
para minutos después,
creer que vuelvo
y el verbo me mueve
a través de la gramática,
la que vamos dibujando.La gramática,
eso que odio cuando es un libro
aunque sea una de las armas
más reales aprendidas por la vida,
y la de más peso:
el verbo.Yo espero los pinceles de Luis.
Aguántame tú, y espérame,
en la palabra.
En aquella librería en la que solo el silencio
La mirada severa. La mano distante. Ese carácter libre de la infancia, agarrado a la piel como desde el principio, aquella noche en una librería madrileña. «Es Pureza Canelo», dijo un poeta con voz de radio. Y, de repente un libro, intonso y con la faja todavía —la única de la biblioteca— materializado entre las manos. Tantas preguntas quedaron en el silencio de los libros… ¿Por qué la poesía? ¿Cómo el verso? ¿Para qué la palabra que se enrosca y se devora?
Pero nada. De vuelta a casa —una hora en autobús añorando un tacto de hace tiempo—, los libros con su nombre. Y en ellos, todas las respuestas. Porque «regresar es buscarse / después de haber vivido», y «sobre el río un espejo / boca abajo» nos indica que «de este buscar has llegado a la contemplación, contemplación finalísima». Allí su ser entero, como un círculo completo de destinos que se diluyen tras cerrar el reto de la DEPURACIÓN:
Alguien
va a pasear los ojos
por estos versos.
No sabe de mí
habrá padecimiento
confusión
destierro
porque eso es crear.
Crear a dos.
Ciegos,
sin saberse tumulto.Pero no tengo fe
en esos ojos
si no me arranca la tela
y nace lo sin límite.
Vértice más vértice
de territorio imperfecto
mi ofrecimiento
en vilo.Alguien
pasea sus ojos
por estos versos.
En aproximación
a la materia
de lo vivo.
Nunca se sabe
qué hacer
ni cuál es la oculta
depuración
que ilumine
el lugar inacabado
de la compañía.En su conflicto
de conjugación
el poeta duda si acoger
a quien le lee
por haberse atrevido
a descifrar
algún acoplamiento
de coincidencias.
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