Otro treinta de marzo, el de 1945, hace hoy setenta y siete años, en Ripley, en el condado inglés de Surrey, viene al mundo un niño que en 1970 compondrá una de las piezas más hermosas de toda la historia del rock. Estará dedicada a una chica de Somerset, pero tomará su título del nombre de una princesa árabe del siglo VII, Layla, y el desdichado amor que la unió a Qais ibn Al-Mulawah. Aquel sentimiento imposible, cinco siglos después, será evocado por el poeta persa Nezamí Ganyaví en su poema Layla y Majnún. “El Romeo y Julieta de Oriente», a decir de otro inglés —éste anterior y totalmente ajeno al neonato que nos ocupa—: Lord Byron.
Criado por sus abuelos, hasta los nueve abriles, el pequeño Eric crecerá pensando que su madre es su hermana mayor; y sus padres, sus abuelos. Cuando descubre la verdad, se convierte en un joven rebelde. Tanto como es menester para hacer historia en el rock, que no en vano, en su conjunto, será la piedra angular sobre la que pivotará la mayor sedición juvenil de la historia de la humanidad.
En otoño de ese mismo año del descubrimiento de la verdad por parte de Eric; esto es, en otoño del 54, se pondrán a la venta las primeras unidades de la que será la guitarra por excelencia del rock: la Fender Stratocaster. Cuando Mano lenta, que llamarán al hoy recién nacido sus admiradores, se haga con su primera Stratocaster e interprete con ella Layla, el rock alcanzará uno de sus momentos estelares, una de sus cotas más altas, uno de sus cánones: su clasicismo.
De momento —aún estamos en el 45—, faltan todavía unos nueve años para que arranque el rock & roll seminal. Días gloriosos que serán el emotivo pórtico de entrada a todo el rock. Para las audiencias anglosajonas, todo será rock & roll; para las del resto del mundo, sólo el seminal. Porque el rock —que junto al cine habrá de ser la manifestación cultural más importante del amado siglo XX—, como la pintura abstracta —que emociona sin entenderla—, también conmoverá y removerá las conciencias de la juventud que no hablará inglés. Eric Clapton, en los años que seguirán al descubrimiento de la verdad de su madre —según recordará él mismo en sus memorias— se convierte en un precoz rompecorazones, un adolescente castigador mientras escucha sobre las desdichas del amor en las canciones del gran Buddy Holly, uno de los primeros maestros de la Stratocaster.
Clapton, como todos los jóvenes británicos de su tiempo, fascinados con la música estadounidense, entre los primeros discos de rock & roll descubrirá los de rhythm & blues. Cuando comience a estudiar música, se acabará decantando por el blues. La primera guitarra que le regalen sus abuelos será una acústica. Hacerse con ella le costará más trabajo del que cabrá esperar dado su posterior magisterio con el instrumento. Ya en 1960, Apache, un tema de The Shadows, marcará otro hito en su carrera. Casi tanto como el descubrimiento de la verdad sobre su madre. Será el caso que, fascinado con los riffs que Hank B. Marvin toca con su Stratocaster en Apache, Clapton decidirá empezar ahorrar para comprarse la suya propia. A la sazón integra una banda de rhythm & blues: The Roosters.
Mas la verdadera historia de Eric Clapton, su gran momento estelar —que, a decir de los puristas, se prolongará hasta 461 Ocean Boulevard, su álbum de 1974, su acercamiento al reggae—, empieza cuando pasa a formar parte de The Yardbirds (1963), la primera de las formaciones de blues rock que hará historia por haberlas integrado él. Será en The Yardbirds cuando sus admiradores comiencen a llamarle Mano lenta por su estilo al tañer su Fender Telecaster. Hasta el 69, no habrá ahorrado lo suficiente para su Stratocaster negra.
Antes de tan preciada adquisición, junto a John Mayall & the Bluesbreakers, su siguiente formación, su guitarra será una Gibson Les Paul. Y el sonido que habrá de extraer de ella, a sus admiradores les procurará un transporte casi divino. De hecho, en otoño del 67, uno de los incondicionales del guitarrista escribirá en la pared de una estación del metro de Londres —según unos la de Angel; según otros, Islington—: “Clapton es Dios”. Ajeno a tanta dicha, un perro hará aguas bajo la sentencia en la instantánea de su inmortalización.
Mayall y su gente conformarán una de las grandes bandas de blues del Reino Unido. Clapton, sea una u otra la etiqueta que se le ponga detrás, básicamente, será un músico de blues. Él mismo se encargará de que así sea, entre otras muchas cosas, con sus homenajes a B. B. King. Pero esa sonoridad de las guitarras eléctricas como las que tocará cuando crezca el neonato de hoy, es genuina del rock.
Y Cream destacará entre sus ternas señeras, entre el rock psicodélico, el pop y el blues. Correrá 1966 y junto a Clapton, lo integrarán Ginger Baker (batería) y Jack Bruce (bajo). Auténtico triunvirato del Olimpo del rock, todo en ellos será grandioso, un hito en la historia de la banda sonora de la sedición juvenil. De su repertorio quedarán temas como Sunshine of Your Love (1968), White Room (1968) o Crossroads (1969). Pero Clapton será un tipo complejo —querrá y no querrá que lo endiosen— y parecerá sentirse incómodo en todos los proyectos.
Para la presentación de su siguiente banda, Blind Faith, ya con la Stratocaster negra, congregará en Hyde Park a 100.000 personas una calurosa tarde de junio del 70. Y en agosto del 71 se trasladará a Nueva York para asistir al Concierto para Bangladesh, una iniciativa de su amigo George Harrison. La esposa de este último, la bella Pattie Boyd, será la Layla de Clapton, la chica que, como en el poema persa del siglo XII, dará título al álbum Layla and Other Assorted Love Songs (1971). A fe de muchos, este único álbum de Derek and the Dominos, será la mejor grabación de Clapton, a menudo con la colaboración de Duane Allman.
Ya en fechas recientes, en nuestro siglo XXI, cuando el rock y todos sus amantes han quedado atrás, en la distancia, Pattie —que también inspiró Something (1969) a Harrison y a Clapton Wonderful Tonight (1977), ¡menuda mujer!— escribe: “Nos vimos a escondidas en un piso de South Kensington. Clapton me había pedido que fuera porque quería que escuchase algo nuevo. Encendió el radiocasete, subió el volumen y sonó la canción más potente que jamás escuché. Era Layla, trataba sobre un hombre que cae enamorado perdidamente de una mujer que le quiere, pero no está libre. Me la puso dos o tres veces, mientras miraba mi cara para ver mis reacciones. Mi primer pensamiento fue que todo el mundo me iba a reconocer”.
Toda esa sonoridad de la Stratocaster, puesta al servicio de lo que no puede ser, da a Layla una emoción incontestable. Clapton sufre en sus acordes como ha hecho sufrir a todas las chicas a las que ha roto el corazón. La pieza resulta como el canto de un cautivo a la mujer que nunca ha de volver a ver. Todo es enamoramiento en vano. La calma no llega hasta la coda del mellotrón, original de Jim Gordon. Toda una evocación de la tristeza que siempre lleva implícita el amor.
Y en verdad que fue triste la historia de Pattie y Clapton cuando se acabaron por casar. Dejémoslo ahí. Tal día como hoy nace el que habrá de ser uno de los grandes guitarristas del rock y uno de los creadores más respetados de la cultura de masas. ¡Larga vida al rock & roll! Así se escribe la historia.
Chi no hay, chi no hay, chi no haaay… Cocaine! Tatatatá, ta-ta!