Ignorancia la mía. Hasta no caer en mis manos estos Perros mirando al cielo, poco, casi nada, sabía de la existencia de este escritor y de su ya larga y, por lo que he podido comprobar, brillante trayectoria en el mundo de la narrativa. Eugenio Fuentes (Cáceres, 1958), como sus aludidos perros, lleva ya treinta años mirando al cielo, al cielo de la buena literatura, y asomándose a ese pozo sin fondo que es la novela policiaca desde hace casi un cuarto de siglo, cuando en 1999 sacó a la luz El interior del bosque, en cuyas páginas hace aparición su detective Ricardo Cupido, una de las más ilustres figuras de la novela negra española actual.
Perros mirando al cielo es la octava entrega de la serie en la que el detective Cupido figura al frente. El nombre no deja de ser singular. E inconfundible. Cupido es, para empezar, un detective con poco aspecto de detective. Un tipo grande (de uno noventa, por lo que “en nada se parecía a un ratón husmeando olor a podrido por los rincones”), delgado y fuerte, “con el pelo rapado al mismo nivel que la media barba”, con tendencia a la melancolía (al menos en eso se halla en la misma línea que Caldas, el hombre que fuma bajo la lluvia) y que, a pesar del oficio duro que practica, sabe tratar bien a los que sufren, como sucede con la Petra Delicado de Giménez Bartlett. Se mueve despacio, mirando la tierra que pisa, “pero con una decisión indomable y fluida”. El resultado es una sensación de calma y resistencia.
La novela está ambientada en los tiempos del coronavirus, en estos años de pandemia. Con constantes alusiones a la vacuna y al confinamiento, sobre cuyos efectos Fuentes hace hincapié en sus consecuencias y en muchas de sus curiosas sensaciones: “Con un cigarrillo en la mano, dejó el paquete sobre la mesa y se quitó la mascarilla. El detective comprobó que no era tan hermosa como había pensado, pues inconscientemente había extendido la belleza de sus extraordinarios ojos a su boca”.
En tiempos de pandemia, la acción parece desenvolverse entre brumas, ir más lenta. Con pies de plomo. Las figuras, incluidos los sospechosos, se presentan como emergidos de la niebla. Eugenio Fuentes inventa una geografía y unos nombres que, al principio, cuando aún no nos hemos familiarizado con ellos, nos resultan, incluso, divertidos por imposibles: desde el propio apellido de su detective, hasta los de Remo, Dana (no Diana), Vitriolo o Moira. Viniendo a ser el de Aníbal el más común y corriente. Y la geografía en la que se desenvuelve el relato acapara lugares como El Paternóster, la Sierra Ufana, la Carretera del Silencio, el Cerro Chico Buarque o las Huertas de la Abundancia. ¿De dónde saca Fuentes estos nombres y por qué pone a prueba al lector para que se devane los sesos y adivine sus intenciones?
Eugenio Fuentes maneja una espléndida prosa, con el sabio empleo de un estilo que dignifica un género que tantas veces ha sido maltratado, precisamente, por el descuido del lenguaje, arrastrado, en ocasiones, por las cloacas hasta convertirlo en un mejunje vaporoso e insustancial. Y, en ocasiones, Fuentes se pone estupendo y se saca de la chistera, sin esfuerzo alguno, auténticos retazos líricos que dignifican, aún más si cabe, su lenguaje, como cuando se refiere a un atardecer con estas palabras: “Pronto se escondería el sol color mantequilla, dócil y resignado a la creciente brevedad de los días, que emitía una luz somnolienta, que olía a membrillo”.
Si el lenguaje empleado ya es todo un acierto que hay que apuntarle en su haber, no queda atrás lo referente a la estructura y andamiaje, de los que Fuentes echa mano para poner en pie su relato y no se desvanezca con la fuerza del viento. Perros mirando al cielo no es una novela difícil de leer, pero su autor ha querido poner a prueba a sus lectores poniendo sobre el tapete un engranaje que se asemeja a un mecanismo de relojería. Cuadra, une, ata cabos, y, al final, no deja nada al azar, volviendo las aguas a su cauce y ofreciendo un completo mosaico que páginas atrás parecía imposible de componer. Un prodigio de estructura que al autor le habrá costado lo suyo, y que ha calibrado bien para que no entorpezca el desarrollo de la acción, que es, al fin y al cabo, lo que más cuenta.
Eugenio Fuentes es un escritor de su tiempo. Y su personaje, Cupido, una especie de cámara a la que no se le escapa el más mínimo detalle. De ahí que, al margen del caso que se investiga, el autor se refiera a asuntos colaterales como la muerte en soledad de los ancianos durante los primeros meses de la pandemia, los trapicheos y las corruptelas de ciertos políticos —antes, durante y después de la pandemia—, como es el caso del concejal Gaspar Ojeda, alias el Egipcio, dotado de una gran astucia, “que es más útil para el éxito de un político que la inteligencia, el trabajo y, por supuesto, la honestidad”. Fuentes habla, asimismo, de otros asuntos que le salen al paso, como el de la España vacía, el de la condición humana —todos somos culpables de algo—, de lo frágil que puede llegar a ser la felicidad, de la importancia del azar —cierto premio Nobel francés le dedicó todo un tratado al estudio del azar— que, de extraña manera, organiza las circunstancias “para desencadenar una tragedia”.
Las palabras que Amelia le suelta a Cupido en las páginas de esta excelente novela son, a mi parecer, el mejor colofón y la mayor verdad para concluir la presente crítica: “El placer de escuchar una buena historia sigue siendo impagable”.
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Título: Perros mirando al cielo. Autor: Eugenio Fuentes. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.
MUY BUENA CR´ÍTICA DE UNA MUY BUNA NOVELA !!