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Ruy López de Segura: Historia de una traición (y IV)

Ruy López de Segura: Historia de una traición (y IV)

Todo estaba silencioso como el palacio de Is­rael ante el ángel de la muerte, porque nin­guno, cualquiera que fuera su rango, osaba hablar delante del soberano sin su orden. Cuando el último grano de arena que mar­caba el plazo fatal hubo caído, el rey lanzó un grito de alegría diciendo:

—¡El traidor ha muerto!

Un sordo murmullo recorrió la sala.

—El tiempo expiró —exclamó Felipe— y con él, conde de Vizcaya, vuestro enemigo ha caí­do como las hojas del olivo bajo las ráfagas del viento.

—¿Mi enemigo, señor? —preguntó Ramírez fingiendo sorpresa.

—Sí, conde —respondió Felipe maliciosa­mente—, ¿por qué repetís nuestras palabras? ¿No erais vos rival de Don Guzmán en los sentimientos de Doña Estela? Y los rivales, ¿pueden ser amigos? En verdad, nosotros no habíamos hablado de esto en nuestro Con­sejo, pero nuestra palabra real está dada: Doña Estela será para vos. Esta joven os dará su belleza y sus tesoros. Ahora veréis, conde, que nosotros no hemos olvidado al verdade­ro amigo del rey y de España, que ha des­cubierto la conspiración y la corresponden­cia de Don Guzmán con Francia.

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Don Ramírez de Vizcaya escuchaba ha­blar al rey sin levantar los ojos del sue­lo. Se diría que sufría por estos elogios di­chos en público y consiguió responder:

—Señor, me causó profunda repugnancia el cumplir con tan penoso deber.

No pudo decir más; se sentía turbado. Tarra­sas tosió ligeramente, y de Osuna golpeó con su guante de hierro el pomo de su espada.

Antes que Doña Estela sea de este hom­bre —pensaba este último— yo dormiré en la tumba donde duerme ahora mi noble primo. Mañana será el día de la venganza.

El rey continuó:

—Vuestro celo, Don Ramírez, y vuestra de­voción serán recompensados. El salvador de nuestro trono y quizás de nuestra dinastía, merece una recompensa extraordinaria. Esta mañana nosotros os habíamos ordenado re­dactar con nuestros cancilleres las cartas cre­denciales que os darán el rango de duque y gobernador de Valencia. Estas cartas están ya dispuestas para ser firmadas.

Don Ramírez palideció. Esta recompensa le parecía demasiado pesada. Se estremeció; su vista se nubló; el rey hizo un movimiento. El conde sacó precipitadamente de entre sus ropas un rollo de pergamino, y arrodillándo­se, se lo entregó al rey que lo recogió, diciendo:

—Firmaremos estas cartas ceremoniales. Este será nuestro primer acto público de hoy. El verdugo ya ha castigado la traición y es tiempo de que el rey recompense la fidelidad. Felipe desenrolló el pergamino. Su rostro ad­quirió de pronto una indecible expresión de indignación; su mirada se inflamó y gritó con voz nula y enfurecida:

—¡Madre de Dios! ¡Qué veo!

*     *     *

La partida de ajedrez había terminado.  Don Guzmán ganó a Ruy López. El triunfo era completo.

—Soy siempre el servidor devoto de mi rey —dijo Calavar.

El verdugo le comprendió e hizo preparar el cepo de madera. Mientras, Don Guzmán se adelantó hacia el crucifijo y dijo con voz firme:

—Dios mío, que este acto injusto y temera­rio caiga sobre el causante, pero que mi san­gre no se derrame como lluvia de fuego so­bre mi rey.

Ruy López se postró en un rincón, y escondiendo su rostro bajo su capa, recitó las ple­garias de difuntos. Calavar puso su mano so­bre la espalda del duque para quitarle su gor­guera. Don Guzmán retrocedió:

—¡Que ninguno, excepto ese hierro, ose to­car a un Guzmán! -dijo, arrancando el cue­llo de encaje y poniendo la cabeza sobre el tajo

—¡Golpea! —añadió— ¿A qué esperas?

El verdugo levantó el hacha. La justicia del rey iba a ser satisfecha cuando gritos de guerra, ruidos de pasos, voces confusas de­tienen el brazo de Calavar. La puerta cede  bajo los golpes de una tropa de gen­te armada, y Osuna se precipita entre la víc­tima y el verdugo. Llegaba a tiempo.

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—¡Vive! —gritó Tarrasas.

—¡Está salvado! —repitió Osuna

—Querido primo, no esperaba volverte a ver. Dios no ha querido que el inocente pereciera por el culpable. ¡Que Dios sea alabado!

—¡Que Dios sea alabado! —repitieron los asistentes, entre ellos, más fuerte que ningu­no, don Ruy López.

—Llegas a tiempo, muchacho —dijo Don Guzmán a su primo— porque ya no resisto más-. Y se desvaneció sobre el tajo. La prue­ba había sido demasiado dura.

Ruy López agarró también al duque, y elevándolo en sus brazos, le llevó has­ta la sala real. Todos los caballeros le siguie­ron, y cuando Don Guzmán recobró el sen­tido se encontró rodeado de todos sus ami­gos que formaban alrededor suyo un apreta­do círculo, en el medio del cual Felipe apa­reció con una viva expresión de alegría y de satisfacción. Don Guzmán creía estar soñan­do. Del cadalso había pasado a la sala real. No comprendía a qué se debía este cambio. Él no sabía que don Ramírez, en el paroxis­mo de su euforia y con el nerviosismo, había dado a firmar al rey otras cartas; pero se ha­bía equivocado y le había presentado un pa­pel conteniendo la relación de un complot donde el objetivo era desembarazarse de Don Guzmán y por este medio hacer desaparecer a la vez a un rival peligroso y a uno de los más firmes pedestales del trono. Él ignoraba todo esto y no comprendía cómo se le había rescatado del verdugo. Lo supo todo más tar­de y tres días después, a la misma hora, Ca­lavar decapitó a don Ramírez, conde de Viz­caya, por traidor y delator.

Todos abrumaban a Don Guzmán con aten­ciones y cuidados, y el rey Felipe, cogiéndo­le con ternura de la mano, le dijo:

—Guzmán, yo he sido muy injusto. No me perdonaré jamás mi locura.

—Señor, —respondió el duque- desearía que no se volviera a hablar más de esto. Esas palabras, dichas por mi soberano, valen mil vidas.

Pero el rey continuó:

—Amigo —dijo— nuestro deseo real es que desde este momento, y para perpetuar el re­cuerdo de vuestra libertad casi milagrosa, lle­véis sobre vuestro escudo un hacha de plata sobre un tablero azul. Después, y durante el presente mes, os desposaréis con Doña Este­la. Vuestra boda se hará en nuestro Palacio del Escorial. —Y volviéndose hacia Ruy Ló­pez añadió— Padres, creo que la Iglesia ten­drá un buen servidor en su nuevo obispo. Vos seréis consagrado prelado con una capa escarlata adornada con diamantes. Esta será la recompensa por vuestra partida de ajedrez con don Guzmán.

—Señor -respondió Ruy López—, nunca como en este día he estado tan satisfecho de recibir un jaque mate.

EL rey sonrió; la Corte le imitó.

—Ahora, señores —terminó Felipe— no­sotros os invitamos a todos a nuestro ban­quete real. Que el cubierto de Don Guzmán sea puesto a nuestra derecha, y el del obis­po de Segovia a nuestra izquierda. Vuestro brazo, Don Guzmán…

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