A causa de la guerra de Ucrania la ensaladilla rusa nos parece menos deliciosa, la montaña rusa menos divertida e incluso se diría que el ballet Bolshoi ha perdido el compás. Pero no por ello debemos ignorar esta espléndida novela de Arthur Larrue (París, 1984) que reinventa la historia de uno de los mayores campeones de ajedrez, el cuarto del mundo que murió en posesión del título, Alexánder Alekhine (1892-1946). Además, aunque nació en Moscú fue nacionalizado francés y viajó por todo el mundo, incluida España, y como cosmopolita ejemplar se hacía entender en varios idiomas. Sus venturas y desventuras inducen a reflexionar sobre una cuestión apasionante: ¿los reyes de este deporte mental son seres superiores o simples cerebros mutantes?
En este momento arranca La diagonal de Alekhine, que nos muestra a un hombre arrogante, maniático, endiosado, con una vena de inmadurez, como demuestra su propensión a entablar relaciones sentimentales con mujeres bastante mayores que él —trece años le separaban de Grace—, que ejercen el papel de madres, niñeras, enfermeras e incluso mecenas. Aunque todavía lo ignora, su llegada a Lisboa marca un punto de inflexión en su exitosa carrera, el inicio del declive, que cristaliza cuando, presionado por altos mandos nazis, firma un par de artículos que denigran el juego de sus colegas judíos.
Pero Larrue no se conforma con relatar la extraordinaria vida del campeón mundial. Va varios pasos más allá, y como anuncia en la página 94 de la novela, se desvía de la historia oficial contada por Kótov, Baratz y otros «cantores de la leyenda de Alekhine» para explorar su lado más oscuro y vulnerable, lanzando cargas de profundidad a través de un personaje trasunto de la figura histórica a la que aporta grandes dosis de imaginación. La diferencia entre el retrato que ilustra la cubierta del libro y el rostro del polémico ajedrecista confirma que el relato tiene trampa. Una trampa que atrapa. Así, Larrue plantea la contradicción entre una inteligencia superlativa polarizada sobre el tablero y la incapacidad para resolver asuntos prácticos de la vida real. O la delgada línea que separa la genialidad de la locura cuando el cerebro gira obsesivamente en una misma órbita, en su caso la jugada perfecta, eludir el jaque mate del adversario.
Alekhine venció en multitud de torneos individuales y simultáneos con varios contrincantes, a los que derrotaba a ciegas, y contaba con un nutrido club de admiradores. Pero jamás hubiera ganado un concurso de popularidad. A lo largo de su vida se granjeó el rechazo e incluso el odio de sus colegas por negarse obstinadamente a dar la revancha a su eterno rival, el cubano José Raúl Capablanca. Sus compatriotas rusos lo consideraron un traidor y los franceses un colaboracionista por sus coqueteos con los nazis. Pero la peor mancha en su reputación fue firmar varios artículos en los que desacreditaba la forma de jugar de los maestros judíos.
A partir de este episodio, meollo de su historia, Larrue evoca el trágico final de varios de ellos, como Rudolf Spielmann, que acabó en la miseria en Estocolmo, Akiba Rubinstein, que murió demente, o Dawid Prsepiórka, que concluyó la partida con un alumno poco antes de ser ejecutado ante una fosa común.
Tras la Segunda Guerra Mundial, abandonado por su esposa sin sus adorados gatos y en franco declive, Alexander recorre varias ciudades españolas, Melilla incluida, participando en torneos de poca monta y contrae la escarlatina. A esas alturas su hígado es puro foie gras, aunque es capaz de abandonar el alcohol cuando prepara un campeonato importante.
Larrue no se erige en juez de Alekhine, al contrario, se muestra benévolo con su personaje al subrayar el patetismo de un hombre que lo tuvo todo para acabar solo, pobre, acechado por sus fantasmas y semi demente. Pero tampoco le priva del merecido castigo, y así la visión prodigiosa de sus agresivas jugadas maestras, que le alzaron a la gloria, se convierten en espectros que vienen a atormentarle en sus alucinaciones alcohólicas.
Oficialmente, el campeón murió en un hotel de Estoril (Portugal) al atragantarse con un trozo de carne, pero como las causas de su muerte no están claras, Larrue imagina para él un fin distinto en un lance de justicia poética. Enterrado en Lisboa, sus restos tuvieron que esperar once años para ser trasladados a París, donde reposan junto a los de Grace. Un tablero de ajedrez y la figura de un gato velan la tumba de un peón de la historia que soñó ser un rey.
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Autor: Arthur Larrue. Traductor: José Antonio Soriano. Título: La diagonal Alekhine. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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